El fin de un fanático

Columna
El Confidencial, 30.10.2019
Jorge Dezcállar de Mazarredo, Embajador de España

Cuando Abubakr al-Bagdadi, que se había radicalizado en una cárcel custodiada por soldados norteamericanos cerca de Mosul (Irak), proclamó el Califato desde la mezquita de Al Nuri (Mosul, 2014) y la creación del Estado Islámico (EI). Su ambición de imponerse a todos los musulmanes, primero, y a todo el mundo, después, originó un terremoto político de magnitud desconocida. Nunca Al Qaeda, de donde procede el Estado Islámico, había pretendido tanto.

Las diferencias entre Al Qaeda y el EI eran tanto doctrinales como tácticas y estratégicas, pero básicamente Obama bin Laden disentía del Estado Islámico en considerar prematuros sus planes y errada la iniciativa de revivir el Califato. También pensaba equivocada la táctica de combatir a hermanos musulmanes y no a occidentales.

Utilizar a Dios al servicio de una ideología política no es nuevo sino muy antiguo. Lo utilizó el emperador Constantino en la batalla de Puente Milvio, los cristianos en la de Clavijo, el Islam desde su nacimiento y también las Cruzadas, o las terribles guerras de religión en Europa y las conquistas coloniales. Los EEUU alimentaron el yihadismo para enfrentarlo a la ocupación soviética de Afganistán y los israelíes financiaron los primeros pasos de Hamas para perjudicar a la OLP de Arafat. Y la invasión de Irak acabó con el dominio de los sunnitas que, maltratados por los chiítas mayoritarios en el país, se radicalizaron en Al Qaeda.

Uno de esos radicales, Abu Musab al-Zarkawi, discípulo de Osama bin Laden, fundó el Estado Islámico y cuando murió en 2006 su antorcha la recogió al-Bagdadi con tanta fuerza y tanta fortuna que en un breve espacio de tiempo pasó a dominar dos tercios del territorio de Siria y de Irak. Desde allí armó los hilos de una incipiente administración estatal mantenida con la explotación del petróleo, el saqueo y venta de antigüedades, de los impuestos que recaudaba sobre las poblaciones sojuzgadas y de los rescates que percibía por los secuestros cometidos.

Con esos mimbres y un fanatismo sin límites instauró un auténtico régimen de terror en el que se encerraba en jaulas de hierro a los enemigos o simples disidentes hasta su ejecución pública degollándoles o quemándoles vivos con elaborados rituales, se aniquilaba a los chiítas y se sometía a esclavitud (también sexual) a las mujeres yazidíes (secta chiíta) tras asesinar a los hombres. Las crueldades del EI, difundidas por redes sociales manejadas con acierto, horrorizaron al mundo. Era exactamente lo que se pretendía: utilizar el terror al servicio de los objetivos políticos del momento.

La derrota de estos fanáticos, que se reforzaron con otros llegados de los confines de la tierra, no fue fácil porque además encontraron simpatía y financiación extra en algunas monarquías del Golfo por intermedio de sus instituciones piadosas. O de Turquía, que prefería mirar a otro lado mientras los voluntarios llegaban a Siria e Irak desde Estambul. Derrotar al Estado Islámico exigió la formación de una gran coalición internacional en la que combatieron juntos pero no revueltos los norteamericanos, los sirios de Bachar al- Assad, los iraníes, los rusos y los kurdos.

Han sido cinco años de combates intensos hasta que se ha consumado la derrota territorial total del Estado Islámico, cuyo dominio ha pasado a ser de cero kilómetros cuadrados después de haber controlado casi 300.000. Y fueron precisamente combatientes kurdos los que anunciaron su fin en marzo de este año, cuando tomaron su último reducto en Baghuz. La guinda la ha puesto el presidente Trump (que saca pecho en el exterior mientras progresa la investigación del partido Demócrata para su 'impeachment') al anunciar la muerte del 'Califa al-Bagdadi' en una operación de comandos norteamericanos que fue posible porque los kurdos ayudaron (los mismos a los que Trump ha dejado en manos de los turcos). Aún quedan algunos soldados norteamericanos en la zona y la CIA ha hecho un buen trabajo a pesar de recibir casi a diario las críticas presidenciales. No deja de ser una ironía.

Pero que el EI no domine hoy ningún territorio y que su jefe haya muerto no quiere decir que haya desaparecido por el desagüe de la historia, de donde nunca debió salir. Las ideas no se destruyen a cañonazos y los servicios de Inteligencia norteamericanos calculan que todavía quedan unos 18.000 combatientes del EI en Siria e Irak, camuflados en las arenas del desierto, y muchas células durmientes que podrían verse ahora reforzadas con los prisioneros islamistas liberados (o que podrían serlo) de cárceles hasta ahora controladas por los kurdos, cuyo número se estima en torno a los 11.000.

Con el debido estímulo y estas fuerzas, las células durmientes podrían despertar de nuevo si se dan las condiciones oportunas. Y esas condiciones seguirán existiendo en tanto Siria continúe siendo el terreno de batalla de la desesperación donde intervienen rusos, turcos e iraníes, además de sirios y kurdos, y que en el país se mantenga un régimen dictatorial-familiar que impide las libertades ciudadanas más elementales. O que en Irak el peso de los números asfixie a la minoría sunnita bajo la mayoría revanchista chiíta. O que se mantenga un régimen de corrupción y de falta de empleo que provoca las actuales manifestaciones de protesta en todo el país. O sea, mientras falte la esperanza.

Por eso, mientras el Estado Islámico espera momentos más propicios para resurgir en Oriente Medio, se extiende hacia lugares más lejanos como Filipinas en Oriente, o el Sahel, en Occidente, hacia tierras de Malí, Níger, Camerún o Nigeria. Y no es apoyando a gobiernos corruptos y autoritarios como desde Occidente cortaremos la hierba bajo los pies de los islamistas fanáticos, que no sería extraño que ahora tratasen de montar algún atentado terrorista de fuerte impacto como forma de vengar la muerte de su líder y de demostrar que aún están vivos... o de celebrar el nombramiento de su sucesor.

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