Hitler, Canciller de Alemania (30 de enero de 1933)

Columna
El Libero, 04.02.2017
Alejandro San Francisco, historiador (Oxford), invetigador (CEUSS) y profesor (PUC)

El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler llegó al gobierno en Alemania, tras ser designado como canciller. Era un momento culminante en su carrera política, pero ni su país ni el mundo podían siquiera imaginar lo que se vendría de ahí en adelante.

La carrera de Hitler había sido curiosa y compleja. Despreciado por muchos, fue ascendiendo lentamente en los primeros años, después de la Primera Guerra Mundial y tras la fundación de su Partido Nacional Socialista Obrero Alemán en 1920. Tuvo momentos ingratos, como cuando fue apresado tras el Putsch de Múnich en 1923; sin embargo, aprovechó sus meses en la cárcel para sentar las bases doctrinarias de su proyecto, que se expresarían en Mi Lucha, el libro que escribió y que comenzaría a difundir posteriormente como una verdadera biblia del nazismo. En esta obra expresaba su antisemitismo, el deseo de que Alemania se extendiera hacia el este, un fuerte anticomunismo y la convicción de que era posible llevar adelante el movimiento nacional socialista.

En esa obra —sin especial talento literario, pero extraordinariamente directa— el futuro líder alemán había sentenciado cosas como esta: “La antípoda del ario es el judío… El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos”. Niall Ferguson recuerda en La guerra del mundo otra expresión nauseabunda de Hitler, que se volvería profética: “Si al inicio de la guerra y durante esta se hubiera echado gas venenoso a doce o quince mil de esos hebreos corruptores del pueblo, como les ocurrió a cientos de miles de nuestros mejores trabajadores alemanes en el campo, el sacrificio de millones en el frente no habría sido en vano. Antes al contrario: doce mil canallas eliminados a la vez podrían haber salvado las vidas de un millón de auténticos alemanes, valiosos para el futuro”.

Aún así, en los años siguientes seguiría creciendo política y electoralmente, ante el fracaso de la República de Weimar y la torpeza de los partidos políticos. Acercándose hacia los años 30, Hitler era un líder en ascenso, contaba con una doctrina y propaganda, y un grupo de fieles seguidores que iría creciendo con el tiempo. Si en 1928 el Partido Nacional Socialista y su líder apenas sobrepasaban los 800 mil votos y doce diputados, dos años después ya superaba los seis millones de sufragios y más de cien diputados. El minusvalorado dirigente nacionalista demostraba capacidad política, aunque seguía siendo despreciado por muchos partidos y dirigentes de la época.

El Nacional Socialismo pasó a ser así el partido más votado: superó los trece millones de votos en 1932 y en una nueva elección ese mismo año llegó a los once millones. Su éxito se basaba parcialmente en los efectos de la crisis económica y los millones de parados que había en el país, también influía la debilidad de los gobiernos que administraron en Alemania en la posguerra, en las divisiones partidistas. A ello se sumaría la decisión de Hitler de no aceptar puestos subalternos, como los que le ofrecieron en algunas reuniones para que fuera parte del gobierno, pues aspiraba únicamente a la Cancillería. El momento llegaría a comienzos de 1933, después que en las altas esferas alemanas algunos pensaran que podría entregarse el gobierno a Hitler.

En un famoso discurso el día que asumió como canciller -pieza de oratoria y símbolo del triunfo de Hitler- el nuevo jerarca alemán reflexionaba: “Año a año la situación se hace más desesperada. ¿Cuánto tiempo puede continuar esto? Estoy convencido que debemos actuar ahora si no queremos llegar demasiado tarde. Por consiguiente he decidido el 30 de enero utilizar a mi Partido para salvar a la nación y a la patria”. El hombre que asumía había sido bastante transparente en los años previos, quizá demasiado directo en sus juicios, propuestas y advertencias. “Hitler es canciller del Reich. Es como un cuento de hadas”, fueron las palabras que escribió el fiel Joseph Goebbels, principal propagandista del nuevo gobernante.

Como recuerda William L. Shirer en Auge y caída del Tercer Reich (Volumen 1, Buenos Aires, Planeta, 2010), “los alemanes se impusieron la tiranía nazi a sí mismos. Muchos de ellos, quizá la mayoría, no se dieron completamente cuenta en esa hora del mediodía del 30 de enero del año 1933, en que el presidente Paul von Hindenburg, actuando según normas perfectamente constitucionales, le confiaba la cancillería a Adolf Hitler”. Pronto, se pasaría de la elección popular y la vigencia del régimen constitucional a la instauración progresiva de la dictadura y la organización de un régimen de terror.

Quizá por eso algunos temieron tanto la llegada de Hitler al gobierno. Así lo resumió Erich Ludendorff en carta al Presidente Hindenburg: “Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito precipitará nuestro Reich en el abismo y hundirá nuestra nación en una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho”. El primero murió en 1937, el segundo en 1934: ninguno alcanzaría a ver las dramáticas consecuencias del cambio experimentado en Alemania a comienzos de 1933.

Quienes debían estar especialmente preocupados eran los judíos, contra quienes Hitler había anunciado su odio y deseos de persecución. Por lo mismo, como señala Saul Friedländer, “el éxodo de Alemania de artistas e intelectuales de creencias judías o afines a la izquierda política empezó en los primeros meses de 1933, casi inmediatamente después de la ascensión de Adolf Hitler al poder” (en El Tercer Reich y los judíos (1933-1939. Los años de la persecución, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009). Muchos, llenos de temor, se dirigirían a lugares muy lejanos de Europa.

Hace algunos años conversé con Alfonso Gómez-Lobo, destacado filósofo chileno que hizo gran parte de su carrera en Estados Unidos. Le pregunté en una ocasión cómo había aprendido griego clásico, o hebreo (no lo recuerdo bien). Me contestó: “Esa es una gran historia”. Y me habló de su profesora, una mujer judía, que vivía en Alemania en 1933, quien tras saber del ascenso de Hitler al gobierno, decidió que había que dejar Europa, por el peligro que significaba. Invitó a algunos amigos a seguirla, pero no lo hicieron, a pesar de sus argumentos. Ella siguió adelante, miró un mapamundi y se marchó lo más lejos posible: así había llegado a Chile. Si no recuerdo mal, había leído Mi Lucha, y comprendió que Hitler hablaba en serio. Los que se quedaron sufrieron en carne propia el régimen nazi.

En este escenario, y conociendo como transcurrió finalmente la historia de Adolf Hitler en el poder, conviene recordar un par de reflexiones de Ian Kershaw en su monumental Hitler (Barcelona, Península, 2010), biografía muy documentada sobre un hombre que durante doce años se transformaría en una figura mundial. Dice Kershaw, en primer lugar: “El ascenso al poder de Hitler no era inevitable”. En otra parte agrega: “Se renunció a la democracia sin haber luchado por ella”.

Con el paso del tiempo se demostraría que, efectivamente, el 30 de enero solo fue una triste bisagra entre los años del ascenso político de Hitler y más de una década en el poder, encabezando una historia marcada por la muerte y la destrucción.

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