La (cada vez más) delgada línea entre la paz y la guerra en Europa

Columna
El Mostrador, 15.03.2022
Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático e investigador (U. Autónoma-AthenaLab)

Hasta el inicio de las sanciones, el líder ruso consideró que las democracias occidentales no eran más que una manada de “leones herbívoros”. Tal como en el caso de la voluntad de lucha de los ucranianos, la reacción de la OTAN ha demostrado que el error de cálculo geopolítico de Putin y sus asesores ha sido gravísimo. Producto de esa mayúscula equivocación, Putin ha ofrecido a Occidente, primero, la oportunidad para encarecer hasta niveles insostenibles su esfuerzo de guerra en Ucrania y, segundo, lisa y llanamente, la razón para hundir su economía y forzar a la propia población rusa a rebelarse en contra de su régimen. En buena parte, la paz en Europa depende ahora de que Occidente alcance ese objetivo. China, mientras tanto, pacientemente espera conocer el resultado.

 

El error de cálculo de Putin y sus generales

Mientras cientos de miles de ucranianos continúan el éxodo hacia las fronteras con países vecinos de la OTAN y sus combatientes detienen (y encarecen) el esfuerzo de guerra ruso, las sanciones occidentales en contra de personeros y el conjunto de la economía controlada por Vladímir Putin y su entorno siguen acumulándose. Como era esperable, ese triple fenómeno ocurre mientras la cooperación militar de Europa y la Alianza Atlántica (OTAN) con el ejército y la defensa civil de Ucrania aumentan a niveles que hace un par de meses eran inconcebibles. Incluso, una “brigada internacional” compuesta de varios miles de excombatientes en distintos conflictos está en plena articulación al amparo del ejército ucraniano.

En parte no menor todo eso es resultado de las expresas amenazas de Putin en contra de “Occidente”. Esas amenazas también han logrado movilizar a países hasta ahora neutrales, léase Suiza, Austria, Suecia y Finlandia. Para quienes conocen esas –esencialmente pacifistas– sociedades, esto último resulta casi para no creerlo.

Sucede que, después de que fallaran el primer y segundo asalto ruso sobre posiciones ucranianas, las columnas invasoras se han visto forzadas a reorganizarse para intentar lo que se adivina será un nuevo y sangriento ataque sobre ciudades e instalaciones estratégicas. En ese marco, los imprudentes bombardeos sobre la central nuclear de Zaporiyia y el hospital de Mariúpol (topónimos hasta hace poco desconocidos) permiten pronosticar que los capítulos más sangrientos de este conflicto están por venir.

A propósito de esos y otros incidentes, los observadores continúan preguntándose si, a final de cuentas, “el ejército ruso tiene mala puntería” o, simplemente, como ya ocurrió durante los bombardeos rusos de Grozni y Alepo, para la dirigencia de ese país evitar víctimas civiles no es un asunto relevante. Con todo, parte de la respuesta parece estar en el anticuado material de guerra empleado por el ejército de Putin.

Si este soñaba con una rápida capitulación de Ucrania, similar a la de Francia en 1940 (resumida en las famosas fotos de Hitler con la Torre Eiffel de trasfondo y el ejército nazi desfilando bajo el Arco del Triunfo) o un recibimiento popular como el dispensado por la población de Viena al propio Hitler un año antes (Anschluss), la realidad –y la historia– se están encargando de demostrar la magnitud de su error.

 

El fin de la diplomacia, la victimización rusa y la “guerra híbrida occidental”

El relato ruso –en el que el factor “victimización” de la “Rusia oprimida” justifica cualquier objetivo geopolítico– ha terminado por convencer a analistas y políticos respecto a que, ahora azuzado por la frustración y el creciente aislamiento, el gobierno ruso ya ha decidido llegar hasta las últimas consecuencias “para ganar la guerra de Ucrania”. Desde esa óptica –en la interpretación occidental– Putin se ha transformado en una concreta e inmediata amenaza para la paz y la seguridad globales. Es claro que, para el presidente ruso, la diplomacia y el diálogo han dejado de ser importantes.

El bochorno experimentado durante las conversaciones de esta semana entre los ministros de Relaciones Exteriores de los beligerantes (auspiciadas por Turquía) así lo comprueba. En esa reunión quedó establecido que el ministro ruso no estaba empoderado por su presidente para hacer ninguna concesión. Dicho personero se limitó a repetir que, sin la rendición incondicional de Kiev, la guerra continuará hasta “la victoria final de Rusia”.

En términos militares y políticos de corto plazo, el “concepto ruso de la guerra híbrida” está resultando instrumental al interés del gobierno estadounidense (y de sus más cercanos aliados) para, de cierta manera “citando a Putin”, estrechar el cerco sobre su país aumentando las sanciones económicas (que han elevado las tasas de interés por sobre el 20% y han derrumbado al rublo), y movilizando equipos y contingentes militares a niveles no vistos desde el fin de la Guerra Fría. Algunos analistas estiman que dentro de semanas el despliegue de la OTAN en Europa podría superar los 100 mil efectivos. Mientras tanto, cientos de “hackers” ya le han declarado la guerra a Rusia.

Antes de eso, Estados Unidos había comenzado a movilizar algunos de sus portaviones con sus respectivos grupos de combate provistos de sistemas de intercepción de misiles balísticos, a la vez que a instalar otros sistemas sofisticados de armas a lo largo de la frontera polaca. En el intertanto, decenas de aviones de la Alianza permanentemente monitorean los territorios de Ucrania, Bielorrusia y Rusia. Con ese telón de fondo, el gobierno estadounidense ha declarado estar listo y dispuesto a defender “cada pulgada del territorio de la OTAN”. Es sabido que el presidente Biden y su Partido Demócrata no perdonan a Putin su intervención en las cuestionadas elecciones en las que, en 2016, fue elegido Donald Trump.

Simultáneamente, empresas occidentales, japonesas y de Corea del Sur han comenzado a cerrar sus negocios en Rusia. Entre esas, se cuentan Samsung, Apple, Sony, Ikea, H&M, Mango, Coca-Cola, McDonald's y Starbucks. Otras, como Google, YouTube, Netflix, Disney o TikTok han cerrado o restringido el acceso de la población rusa a sus servicios online. Esas medidas han costado miles de puestos de trabajo en Rusia. A lo anterior se suman sanciones en el ámbito deportivo, por ejemplo, aquellas de las copas de la UEFA y de la Copa Davis, además de la marginación del equipo paraolímpico ruso que debía competir en Beijing.

Todas esas medidas están dirigidas a impactar no solo la calidad de vida de los rusos, sino también a aumentar la percepción de que el conflicto en Ucrania es “un asunto que les concierne a ellos”, pues el bloqueo a bienes y servicios importados resulta del asilamiento respecto del resto del mundo provocado por el mismo Vladímir Putin.

 

Aislamiento internacional de Putin: check

Así, en términos prácticos, las sanciones y el progresivo aislamiento político pueden entenderse como “la versión occidental” de la mencionada “guerra híbrida”. Por su parte, Moscú ha respondido amenazando congelar los activos de las empresas que participan en las sanciones, y elaborando una “lista negra” de países para los que se han suspendido las exportaciones rusas. Entre estas no se incluyen el gas ni el petróleo (de cuyos ingresos depende para seguir financiando la guerra). Se entiende también que los servicios de seguridad rusos manejan una lista de personalidades sobre las cuales podría caer un castigo similar al aplicado en Londres a Alexander Litvinenko (y a otros “traidores”). Durante los últimos días, en las ocasiones en que –siempre en el Kremlin– Putin se ha referido al curso de la guerra, además de un calculado uso del rol “la mujer golpeada” (“la víctima” del “manual de propaganda” de la KGB), sus palabras y su lenguaje corporal han revelado una creciente frustración a partir de la cual, puede entenderse, él se reserva la última palabra (ergo, “el botón nuclear”).

De interés más que anecdótico es que entre “los amenazados” se encuentra Suiza, país en el que, con los hijos de ambos, ha intentado radicarse la amante de Putin (Lugano, Cantón del Tesino). Se trata de una famosa gimnasta a la que el presidente ruso dobla en edad y que antes en su país fue conocida como “la mujer más flexible de Rusia”. Putin, en cambio, cultiva la inflexibilidad.

Combinadas las operaciones militares y las “sanciones rusas en contra de Occidente”, con el cerco político y económico que están aplicando Europa, la OTAN y otras democracias, se comprueba que se está configurando un peligroso escenario en el que, desde el mar de Barents hasta las fronteras de Rusia con Finlandia y Estonia en el mar Báltico, y desde esta última hasta el mar Negro, se ha dibujado una progresivamente delgada línea entre la paz y la guerra.

La evidencia indica que mientras Occidente de cierta forma ha transformado la invasión militar rusa en una “guerra de ensayo” para convertir a Ucrania en un “Afganistán 3.0”, en el ámbito económico Estados Unidos y los demás miembros de la OTAN ya están en guerra con Rusia.

En este último campo, seguidas las sanciones al sistema bancario y a la divisa rusa, la Unión Europea (con Alemania a la cabeza) ha acordado un plan de emergencia para, en el plazo de un año, limitar en dos tercios sus importaciones de gas. Asimismo, la Unión ha acordado que, antes de 2030, sus Estados Miembros dejarán de importar gas y/o petróleo ruso. Los alcances geopolíticos de esta decisión son enormes.

En lo inmediato, la Unión Europea está dispuesta (en los hechos obligada) a asumir el costo de dejar depender de las importaciones de hidrocarburos rusos, incluso si esto genera un impacto sobre los precios y un efecto multiplicador sobre el conjunto del mercado (inflación, etc.).

 

Rusia, una democracia incompleta

En ese mismo marco, las sanciones occidentales parecen estar dirigidas a “incentivar” “un golpe” del tipo de aquel ocurrido en agosto de 1991, cuando los entonces “conservadores comunistas” (la KGB y el ejército) secuestraron a Mijaíl Gorbachov (entonces líder del sector “moderado” del Partido Comunista soviético) en su “dacha de verano”. En esa oportunidad fue el propio pueblo ruso el que reaccionó a la ocupación de Moscú por unidades militares traídas desde Siberia, que rápidamente fueron anuladas por la muchedumbre bajo la dirección de los “reformistas” de Boris Yeltsin. Putin es un descendiente político de dicho “movimiento reformista” que terminó con la Unión Soviética, aunque más tarde él mismo lo haya calificado como "el más grave error geopolítico del siglo XX”: Putin “desciende” de la “nomenclatura política” de Yeltsin, ergo, del Partido Comunista soviético.

Sin embargo, en ausencia de un movimiento popular que, como el de 1991, derribe a la nueva autocracia del Kremlin, muchos se preguntan: ¿dónde está el Brutus ruso?

Pasados más de 30 años de esos “días que estremecieron al mundo”, Rusia sigue siendo una “democracia sin terminar”. El régimen resultante del fin de la Unión Soviética se ha ajustado a la tradición política del “líder más fuerte”, a la larga convertido en “padrino” de grupos de interés que monopolizan el poder político y acumulan riqueza a niveles inconcebibles en cualquier democracia moderna. En ese sistema, la diferencia entre lo legal y moral, y lo ilegal e inmoral, es casi imperceptible.

Para perpetuarse en la cima de la columna de poder, y en las vísperas de las elecciones de 2024 (en las que debería ser reelegido por quinta vez consecutiva), como tantos autócratas a lo largo de historia del mundo, Putin ha terminado por recurrir a las falacias del “enemigo externo” y las “glorias del pasado” para justificar perpetuarse en el poder. Fuera del Kremlin la vida puede ser muy peligrosa para un autócrata que tiene cientos de enemigos y víctimas a su haber, y que ahora, además, puede ser objeto de una acusación por parte de la Corte Penal Internacional por la agresión a Ucrania y los crímenes en contra de la población civil.

Más allá de cualquier análisis teórico, todo demuestra que la Rusia postsoviética no logró encontrar su lugar entre las democracias del mundo, y que la nostalgia del pasado imperial y la exigencia de un “espacio vital” con “fronteras seguras” sobre las que Putin y su gobierno insisten, no son más que excusas para conservar el poder.

Enrocado en su palacio del Kremlin, Putin se ha refugiado detrás de sus peones y de su última torre –sus fuerzas armadas–, las cuales han quedado expuestas al “error no forzado” o al “incidente provocado” que, aunque en su relato se atribuyera a los “rebeldes neonazis del Donbás”, podrían terminar por involucrar a un tercer país y, enseguida, al conjunto de la OTAN. Ese puede, sin duda, ser el corolario de la invasión de Ucrania, una operación a todas luces mal planificada y peor ejecutada, que las imágenes que llegan del campo de batalla revelan que se sustentó sobre un inventario de material en gran parte obsoleto.

Los reveses causados por el mal desempeño de los comandantes rusos y el mal estado de muchas de sus unidades de blindados ya ha obligado al Kremlin a desplegar armas prohibidas (bombas de racimo y bombas termo báricas), y a incorporar a su relato la cuestión de las armas químicas.

Mientras la voluntad de lucha del ejército y de la población ucranianos siguen incólumes (un factor no solo subestimado, sino que además despreciado por Putin y sus generales), el número de fuerzas requeridas para tomar Kiev y las demás ciudades que –como Kharkiv y Mariúpol– no están dispuestas a rendirse, ha aumentado considerablemente la cifra de armas y hombres necesarios. Ante ese escenario –y la escasez de proyectiles guiados modernos– y la dependencia de las llamadas “bombas tontas” (lo que obliga a los aviones rusos a volar a baja altura y a exponerse a los misiles ucranianos de corto alcance), permiten suponer que –otra vez como en Grozni y en Alepo– el bombardeo ruso será masivo y a mansalva. Esto no hará sino contribuir a hacer escalar el conflicto. La aparición en escena de cualquier arma química o biológica será –muy probablemente– rechazada con más que una simple condena.

Desde esta óptica –y habida cuenta de la masiva superioridad militar, tecnológica y económica del conjunto de la Alianza Atlántica– la crisis existencial de Putin solo habrá servido para exponer a su población a la destrucción masiva de una guerra de gran magnitud, que a la larga arruinará a su país y le hará incluso más difícil “encontrar su lugar en el mundo”. El efecto geopolítico de una derrota rusa frente a Occidente no solo haría de ese país un “outsider”, sino que lo convertiría en un potencial “cliente empobrecido” de China. Así, producto de la beligerancia de una dirigencia rusa incómoda con su lugar en el planeta, sin mover un solo soldado, China habría consolidado su sitio como la potencia opuesta a Occidente.

El peligro, entonces, es que, superado por la realidad, Putin se adentre en un camino que puede conducirnos a un futuro distópico del tipo profetizado por George Orwell en su “1984”.

 

Para Putin, el tiempo vuela

Lo concreto por ahora es que, en menos de dos semanas, Putin no solo logró “la resurrección de la OTAN”, sino que catalizó lo que decenas de reuniones y cumbres COP no consiguieron: un acuerdo político para acortar el período de transición occidental hacia las energías limpias. Si para países como Chile (Atacama y Magallanes) estas son buenas noticias, en lo inmediato estas son muy malas noticias para Rusia y para el resto de los productores de hidrocarburos (por ejemplo, Venezuela). Privado a mediano plazo de las ganancias provenientes del gas y el petróleo (la columna vertebral del fisco ruso), Putin se habrá autoinfligido una herida de enorme alcance económico y político. Enfrentado a esa realidad, el presidente ruso solo puede volverse más peligroso.

Así, con los tiempos acortados, Rusia prepara un asalto masivo sobre ciudades e instalaciones estratégicas para generar “la photo-opportunity” que permita a Putin declarar que ha “ganado la guerra”. Por su parte, las fuerzas ucranianas se preparan para el “combate puerta a puerta”, que “promete” elevar exponencialmente el costo en vidas humanas. La televisión del mundo y miles de teléfonos celulares estarán allí para documentarlo y, de una forma u otra, para obligar a la población rusa a conocer de la destrucción que sus fuerzas militares han causado a una población de la que, de muchas maneras, se siente cercana.

Para ese escenario parece estar preparándose Occidente. Hasta el inicio de las sanciones, el líder ruso consideró que las democracias occidentales no eran más que una manada de “leones herbívoros”. Tal como en el caso de la voluntad de lucha de los ucranianos, la reacción de la OTAN ha demostrado que el error de cálculo geopolítico de Putin y sus asesores ha sido gravísimo. Producto de esa mayúscula equivocación, Putin ha ofrecido a Occidente, primero, la oportunidad para encarecer hasta niveles insostenibles su esfuerzo de guerra en Ucrania y, segundo, lisa y llanamente, la razón para hundir su economía y forzar a la propia población rusa a rebelarse en contra de su régimen. En buena parte la paz en Europa depende ahora de que Occidente alcance ese objetivo. China, mientras tanto, pacientemente espera conocer el resultado.

En la medida que las sanciones hagan su efecto y el conflicto en Ucrania continúe, un Putin aislado (y cada vez más amenazado en su riqueza y su seguridad personal), sentirá la tentación de recurrir a todos sus recursos, incluidas sus capacidades nucleares (ya en estado de alerta). Si antes de eso el presidente ruso decide emplear armas químicas o biológicas para anular la resistencia de las ciudades ucranianas, en los hechos también habrá obligado no solo a la OTAN, sino al conjunto de la comunidad internacional, a involucrarse en el conflicto. Para ese escenario es que Alemania ha creado un fondo de €100 mil millones para sus fuerzas armadas, mientras que Estados Unidos acaba de aprobar un paquete de ayuda de casi USD1,4 billones para el gobierno de Kiev.

Ya es evidente que –en “el corazón” de la comunidad internacional– Putin y su gobierno no tienen oportunidad de ganar la guerra en Ucrania. También es evidente que, si aún cuenta con una formidable fuerza militar, la “victoria final” sobre “el gobierno neonazi de Kiev” y la foto en la Plaza Maidán  (“de la independencia”) no están, de ninguna manera, cerca.

 

El autócrata en su laberinto

En la soledad del poder, Putin parece no mensurar los efectos estructuralmente perversos que para su propio país (y para todo el mundo) tendría un enfrentamiento directo con la OTAN. Quizás por eso sus antiguos amigos occidentales, que se sitúan desde la extrema derecha en Francia y Hungría hasta el victimismo irrendentista catalán y la izquierda bolivariana, han comenzado a reconsiderar su cercanía con el líder ruso. Todos parecen coincidir en que la progresivamente delgada línea entre la paz y la guerra en Europa debe preocuparnos a todos.

Lo trágico es que, a menos que se descubra al o los Brutus rusos, el mundo está, de muchas formas, prisionero de un autócrata para quien –comenzando por sus miles de jóvenes conscriptos desplegados en Ucrania– la vida del prójimo no vale lo mismo que para nosotros.

No hay comentarios

Agregar comentario