La crisis humanitaria de Ucrania y el buenismo interesado criollo

Columna
El Mostrador, 16.05.2022
Jorge G. Guzmán, abogado, ex diplomático y académico

Por su parte, sin renunciar al “credo de los derechos humanos”, el buenismo diplomático local se ha contentado con las “normales” relaciones bilaterales con Putin y sus oligarcas. Se entiende que el criterio es aquel de “defender nuestras exportaciones”. El que la relación con Rusia es importante, pues se trata de un miembro permanente del Consejo de Seguridad, no es sino una excusa sin valor moral. A diferencia de países como Finlandia o Suecia (sobre los cuales pesa una amenaza directa), Rusia no aporta ni tecnología, ni inversiones (ojalá que no), ni nada sustantivo para nuestro propio desarrollo. El criterio es solo egoísmo pragmático.

“Permita que me presente” (declara en castellano la conocida canción de los Rolling Stones “Simpatía por el diablo”), “soy un hombre de fortuna y de buen gusto/ He estado aquí por muchos, muchos años / A millones de hombres les he robado su alma y su fe”.

Con un altruismo instrumental a esta declaración, ciertos comentaristas siguen invitándonos a abstraernos de la masiva destrucción de vidas, familias, escuelas y hospitales en Ucrania. Es la fórmula usada por algunos para referirse a esta tragedia humana expresando una disimulada “simpatía por el diablo” (en este caso el régimen de Putin), al cual le disgusta la crítica.

En lugar de exigir que, al menos, Chile renuncie a las “relaciones normales” con Rusia –cual curvilínea “candidata a reina”–, nos proponen que "apostemos por la paz" y, de paso, que por omisión sigamos justificando el diario uso de la fuerza con fines geopolíticos. La idea es que nos limitemos a desear que "ojalá ucranianos y rusos fueran como antes: hermanos…" (Putin diría que “un solo pueblo”, pues, para él Ucrania no existe, ni existió). Se trata de una manera pueril de disfrazar la “simpatía por Putin”, su régimen cleptómano y sus importadores de salmón y frutas.

Al amparo de esa simplificación han conseguido evitar una acción afirmativa chilena inspirada en principios morales para, enseguida, actuar de hecho frente a una invasión concebida como guerra de conquista e inspirada en un “sentimiento” imperial “apolillado”. ¿Se imagina el lector qué ocurriría si otros antiguos imperios, digamos el británico, el francés o el español, fueran víctimas de la nostalgia interesada y movilizarán sus ejércitos, flotas y ojivas nucleares para restaurar glorias del pasado, ergo, “recuperar” territorios agrícolas, campos petroleros y zonas de pesca?

La guerra de Ucrania es una guerra de conquista
Ni siquiera en la propia Rusia hoy resulta creíble que la “operación militar especial” en marcha desde febrero esté motivada en la necesidad de “proteger” a la “cultura rusa y a las minorías ruso-parlantes”. El múltiple error de cálculo de Putin y sus generales, que subestimaron no solo las capacidades militares sino además la reacción que, “como sociedad”, opondría Ucrania, ha terminado costando decenas de miles de muertos y heridos rusos, especialmente conscriptos menores de 22 años (una verdadera desgracia para miles de familias). Enfrentados a asumir estos costos, los rusos que aún apoyan la guerra lo hacen porque estiman que –a cambio de la pérdida de decenas de batallones, cientos de tanques y otros sistemas de armas– “la victoria” (ya no “la recuperación”) sobre Ucrania permitiría anexar millones de hectáreas de ricos territorios agrícolas y mineros, miles de km2 de recursos pesqueros, además de decenas de puertos, fábricas e infraestructura del país vecino.

Por ello, con su capítulo Transnistria, a la fecha la “operación especial” pretende convertir a Ucrania en un país mediterráneo y, también, agregar millones de km2 del Mar de Azov y el Mar Negro al mapa de “la gran Rusia”.

No obstante, lo espurio de este propósito, con su simpatía por la “cultura rusa”, su admiración por el “liderazgo de Putin” y su preocupación por las exportaciones, el coro buenista local está dispuesto a validar no solo ese método, sino también a ignorar la crisis humanitaria, económica y comercial asociada a la destrucción de Ucrania. Todo sea por la paz.

La evidencia no importa
No obstante, el rechazo del conjunto de la comunidad internacional a los objetivos declarados de Putin y sus generales, para el buenismo Miss Universo chileno el método empleado en Mariúpol y otros lugares son “detalles”. Aunque no lo digan (porque no les importa), estiman que, a pesar de que “el rescate de minoría ruso-parlante” se pueda extender tan al occidente como la frontera de Rumania, lo que cuenta es que de esta guerra de conquista surja “un nuevo orden internacional", en el que la paz y la seguridad del planeta resulten reforzadas. Si bien –en el fondo– están conscientes de que, en el peor de los casos, a mediano plazo esto no será así, visto que la “simpatía por el diablo” beneficia “las ventas del año”, no están dispuestos a renunciar al buenismo que beneficia al agresor ruso.

Aunque algunos son declarados anticomunistas, a esta forma de expresar “simpatía por el diablo” tampoco le conviene recordar que las poblaciones ruso-parlantes del Donbás y Transnistria fueron –como el resto de las naciones y etnias de la antigua Unión Soviética– partes de la ingeniería social que, junto con la obligación de hablar ruso, fueron deportadas desde un extremo a otro del mapa soviético. Especialmente después de 1945, ese también fue el caso de miles de ucranianos deportados a diversas regiones de Siberia. ¿Tienen esas “minorías ucranianas” derecho a la autodeterminación dentro del territorio ruso?

El “plan imperial” de Putin ha instrumentalizado a las minorías del Este de Ucrania, poniéndolas al servicio de su concepto de “guerra híbrida”. Entre 2014 y 2022, el Kremlin las alimentó y manipuló para transformar un supuesto “asunto cultural” en una guerra de secesión o conflicto de “baja intensidad” (ejecutado para evitar que Ucrania optara por el proyecto europeo), que, de todas formas, causó miles de muertos, incluidos los 283 pasajeros y los 15 tripulantes del vuelo Malaysia Airlines (derribado sobre Donetsk por un misil prorruso).

En vista de que la aproximación de la sociedad ucraniana a la Unión Europea resultaba un hecho irreversible, asumiendo que su “ventana de tiempo” se cerraba, para dar continuidad a su “plan de conquista”, desde febrero pasado el dictador ruso ha convertido a esa “guerra de baja intensidad” en un conflicto de grandes dimensiones.

De paso ha generado una circunstancia en la que toda humanidad debe sentirse amenazada por el fantasma de una guerra nuclear. Esto, en caso de que “el legado de Putin” a la “madre Rusia”, ergo, la “recuperación de Ucrania”, no pueda concretarse. Este es, por supuesto, otro “detalle” convenientemente omitido por “admiradores” y “simpatizantes” de las “diabluras de Putin”.

Dividiendo la culpa
Para disfrazar esa realidad (la amenaza nuclear rusa), otros, como el expresidente del Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, han afirmado que el régimen ucraniano es corresponsable de la invasión y la destrucción causada por esta. Es decir, que es necesario “dividir la culpa” entre invasores y víctimas. Sin embargo, la “sapiencia política” de Lula omite tener en cuenta que al hacer a Ucrania corresponsable de una guerra que se libra en su propio territorio, de manera implícita supone validar el uso de la fuerza militar para alcanzar objetivos geopolíticos. Es muy poco probable que esta “manera de ver el problema” (que coincide con la de Jair Bolsonaro) encuentre eco en la escuela diplomática brasileña.

Otros, como el oficialismo mexicano, han celebrado la invasión rusa conmemorando los años de la relación bilateral México-Rusia. Un evento comparable con “las veladas” organizadas en la década 1940 en Santiago y Buenos Aires para celebrar las conquistas nazis en Europa.

Por su parte, sin renunciar al “credo de los derechos humanos”, el buenismo diplomático local se ha contentado con las “normales” relaciones bilaterales con Putin y sus oligarcas. Se entiende que el criterio es aquel de “defender nuestras exportaciones”. El que la relación con Rusia es importante, pues se trata de un miembro permanente del Consejo de Seguridad, no es sino una excusa sin valor moral. A diferencia de países como Finlandia o Suecia (sobre los cuales pesa una amenaza directa), Rusia no aporta ni tecnología, ni inversiones (ojalá que no), ni nada sustantivo para nuestro propio desarrollo. El criterio es solo egoísmo pragmático.

Así, la “diplomacia progresista” del Gobierno de Gabriel Boric no se ha atrevido a ir más allá de su supuesta “fe en los derechos humanos”, para colgarse de las expresiones de los “simpatizantes del diablo” que piden “paz y amor para todos”. En los hechos, con sus adláteres en la Cancillería y en La Moneda, al lobby ruso-chileno no le resulta inmoral ni perverso el costo en vidas causado por una guerra de agresión. Esto porque, más allá de los declarados principios filosóficos, políticos y jurídicos, en lo que a Chile concierne, lo que verdaderamente importa es “no perjudicar el negocio” de las exportaciones. Para enmascarar este análisis, es que el altruismo interesado local se viste de Miss Universo para “rogar por que la guerra acabe pronto”.

Los fenicios
En el marco de las negociaciones para un Acuerdo Marco entre la Unión Europea y Chile, a mediados de la década de 1990, los servicios de la Comisión Europea adoptaron la expresión “los fenicios” para singularizar a los negociadores chilenos, y a los servicios y gremios que los acompañaban. Para los europeos resultaba sorprendente que en la diplomacia de un país al que suponían muy politizado (el gobierno militar “aún se veía por el espejo retrovisor”), las relaciones políticas, de cooperación económica y de ciencia y tecnología fueran menos prioritarias que la articulación de una zona de libre comercio.

Para los chilenos, concluían los europeos, las exportaciones eran “el secreto del éxito”. Querían parecerse a lo que en la época se llamaban “los nuevos españoles”, que encarnaban la veloz modernización de la economía y la sociedad de la España de Felipe González. Sin embargo, pasadas casi tres décadas de esas negociaciones, y a pesar  del aumento exponencial de nuestras exportaciones, y a que están vigentes acuerdos de libre comercio de bienes y servicios con todas las “principales economías del mundo” (el concepto al que en buena parte se reduce nuestra diplomacia), Chile está todavía muy lejos de alcanzar el estándar de vida y desarrollo humano al que nos invitaba la Comisión Europea de Jacques Delors.

Quizás porque la diplomacia chilena terminó siendo una diplomacia fenicia, aún le resulta complejo hacerse cargo de los desafíos políticos de largo plazo, para los cuales la estadística no es suficiente. El pobre desempeño exhibido en, por ejemplo, las cuestiones atingentes a la integridad de nuestro propio territorio, así lo comprueba. En este, como en otros ámbitos, nuestra diplomacia ha exhibido una paupérrima capacidad de análisis prospectivo de conjunto.

Tal vez por ello todavía le resulte difícil entender que, si de la guerra de Ucrania resultará “un nuevo orden mundial”, este no será “el orden mundial de Putin”. En perspectiva, Rusia es, a todas luces, una potencia decadente aferrada a sus armas nucleares soviéticas. Así lo ha entendido la China de Xi Jinping, que con su silencio ha dejado en claro que la supuesta “relación especial” con “la Rusia de Putin” tiene límites.

Xi Jinping ha entendido que, en el futuro, para sus socios europeos (esenciales no solo para el comercio, sino que para la innovación y el desarrollo general de China), el respeto a la integridad territorial de otros Estados y a los derechos humanos (por ejemplo, los de Taiwán) son componentes vitales de las relaciones internacionales.

Esto ha quedado establecido durante la reciente visita al Asia del canciller alemán Olaf Scholz que, a diferencia de las de sus predecesores, se inició en Tokio y no en Beijing. En sí mismo ese “detalle” constituyó un poderoso mensaje para China: “Las democracias (Japón) primero”.

El señor Scholz y el primer ministro Fumio Kishida coincidieron en rechazar la agresión rusa y el uso unilateral de la violencia como instrumento para generar cambios en el sistema internacional, mencionando de paso la importancia de la democracia y del respeto a los derechos humanos en la región del Asia-Pacífico. Sin valores democráticos y sin derechos humanos, no hay comercio. Sin necesidad de una “Carta Democrática”, es seguro que japoneses y alemanes pondrán en aplicación este principio.

Las profundas transformaciones que en la coyuntura están afectando al sistema internacional exigen que la visión chilena del mundo no esté condicionada por el prisma de las glosas del arancel aduanero y las cifras de las exportaciones. Como hace más de 500 años demostró la expedición castellana de Magallanes-Elcano, “la tierra es más ancha, alta y poblada que lo que pensaban los antiguos”.

China, Japón y Alemania ya tomaron nota. Chile no debería perder tiempo en hacerlo.

No hay comentarios

Agregar comentario