La gente de las Islas Falkland y su “derecho a vivir en paz”

Columna
El Líbero, 28.11.2023
Jorge G. Guzman, abogado, exdiplomático y profesor-investigador (U. Autónoma)
  • Esa “causa latinoamericana” no es sino una plataforma para la proyección del interés geopolítico peronista sobre enormes espacios del Mar Austral y la Antártica

Desde 1983, después de la invasión argentina de abril del año anterior, las Fuerzas Armadas británicas realizan ejercicios en las islas Falkland para verificar que sus dispositivos de defensa están en condiciones operativas para prevenir hechos trágicos como los señalados. No obstante que tales ejercicios (y la presencia de un destacamento militar reducido) no tienen por finalidad “amenazar” ni a Comodoro Rivadavia, ni a Río Gallegos, Río Grande ni a Ushuaia, desde 2006 el “relato victimista” peronista adquirió singular estridencia.

Según ese “relato” (contradictorio con las demostraciones de “grandeza” y “fuerza peronista” a las que estamos acostumbrados), se trata de ejercicios militares propios de una “potencia colonial decadente” que, con la excusa de proteger a una “población implantada”, representa una amenaza específica para la seguridad del hemisferio occidental. Si esa “amenaza” la interpretamos desde lo prescrito en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), entonces también se trata de una amenaza para Chile.

En lo hechos, sin embargo, tal “amenaza” sólo puede asociarse al bullying interesadamente irredentista del peronismo nostálgico, que maliciosamente aspira a negar los derechos humanos y el derecho a la autodeterminación de los isleños para -de ese modo- contar con un “comodín geográfico” que proyecte sus intereses geopolíticos desde el Atlántico Sur hacia el Mar Austral y la Antártica. Citando a Tito Fernández: Esta es “la madre del cordero”.

Por lo mismo, el rechazo argentino orquestado desde el gobierno de Néstor Kirchner (hijo de madre puntarenense, pero intensamente anti-chileno) a cualquier tipo de cooperación con las islas, es un acto de consistencia con la aspiración peronista de controlar la hipotética minería de la plataforma continental y la pesca de los caladeros al sur de la latitud del estrecho de Magallanes.

Eso explica también el reclamo argentino de millones de kms2 de plataforma continental vinculada a las costas patagónica y fueguina en dirección a las islas Falkland y, desde estas, a las Georgia, Sándwich y Orcadas del Sur. Eso para, finalmente, alcanzar las Shetland del Sur y la Península Antártica (2009).

Sin este ejercicio -y esto es trascendente- Argentina no tiene proyección directa ni al Mar Austral, ni tampoco a la Antártica. Simple as that.

Toda vez que no sólo en la Antártica, sino que en el área al sur de la “delimitación marítima” del Tratado de Paz y Amistad (TPA), la extrapolación de la “causa de Malvinas” incluye espacios submarinos claramente chilenos, en septiembre pasado el gobierno argentino invocó a la Comisión bilateral de Conciliación de ese Tratado, reconociendo que existe un nuevo “diferendo limítrofe” con Chile.

Y aunque la Cancillería y el gobierno chilenos intentan abstraerse de esta realidad, lo concreto es que, en origen, ese diferendo está directamente vinculado al dibujo geopolítico que considera a las Falkland territorio argentino. ¿Son necesarias más pruebas?

 

La falacia de la población implantada

La supuesta “amenaza” a “la seguridad de las Américas” no está, de ninguna manera, representada por una población isleña de 3.600 pobladores (equivalente a la población de Puerto Williams en el canal Beagle), cuyas raíces familiares se hayan en pescadores y agricultores llegados a comienzos del siglo XIX. De forma más simple: las raíces familiares de “la gente de las Falkland” se remonta a un período anterior a la formación de la denominada “Nación argentina”, ergo, son anteriores a un fenómeno político-social propio de la segunda mitad del siglo XIX, del cual un componente fundamental es la inmigración (de la que descienden algunos de los peronistas más virulentos).

“Los porfiados hechos” dictan que los ancestros de “la gente de las Falkland” arribaron a sus hogares décadas antes de que, iniciado el siglo XX, llegaran a Argentina los abuelos de, por ejemplo, Cristina Fernández (¿Galicia?, ¿Asturias?)

Desde este ángulo, “la causa de Malvinas” a la que suscribe cierta izquierda latinoamericana (que incluye una “aceitada” “izquierda boutique” chilena que hace de “caja de resonancia”) no es más que una “cuestión de poder”. Más allá de las Resoluciones del (a estas alturas) deslavado Comité de Descolonización de Naciones Unidas, esa “causa latinoamericana” no es -como queda dicho- sino una plataforma para la proyección del interés geopolítico peronista sobre enormes espacios del Mar Austral y la Antártica (en los que la presencia efectiva argentina antes de 1904 fue, comparativamente con la chilena o la británica, muy débil). Otra vez, “los porfiados hechos…”

Desde esta óptica, es claro que el culto peronista a “la causa de Malvinas” es también el soporte que -constatada la carencia de continuidad geográfica al sur de Tierra del Fuego- políticamente sostiene la ambición peronista sobre la región marítima del cabo de Hornos (perteneciente a Chile).

Tal como lo explicó en enero pasado el propio presidente Alberto Fernández, la prosperidad futura de Argentina -y esto es trascendente- en buena parte depende de la “posesión efectiva” de los recursos naturales del sur más lejano de la tierra. El problema es, no obstante, que esa región incluye miles de kms2 de territorio chileno o, si usted prefiere, miles de millones de toneladas de recursos pesqueros, mineros y de naturaleza aún por mensurar pertenecientes al contribuyente nacional. Ciego el que no quiera ver.

Además, es claro que sin “la causa de Malvinas”, el relato peronista de “unidad nacional argentina” se debilita. Con todas sus evidentes contradicciones con la narrativa de “grandeza nacional”, en la práctica, el único elemento que hoy “convoca” en un país muy diverso, y muy agobiado por décadas de corrupción, desencanto y estancamiento es aquel del “enemigo externo”.

 

El utis posidetis chileno no aplica a las Falkland

Con la narrativa de su viaje a Chile y Perú (París,1717), el ingeniero francés Amedée-François Frezier informó al público europeo de la situación de las que llamó “iles Malouines». Para entonces el archipiélago (que no tenía -ni tiene- nombre castellano) ya era empleado como referente para la navegación entre Europa y Chile.

Salvo su “posición expectante” para la exploración del extremo sur, Frezier no agregó información ni sobre la calidad del suelo, ni sobre el clima de las “Malouines”. Así, por la ausencia de detalles biogeográficos, en 1764 -cuando para compensar a su país por los territorios de América del Norte perdidos en la Guerra de los Siete Años- el coronel de artillería Louis de Bougainville desembarcó en las Falkand, se sorprendió de que, a diferencia de lo “deducido” de narraciones impresas que relataban aventuras en “los mares del sur” de corsarios ingleses y holandeses, la vegetación de las islas se reducía a una estepa perennemente barrida por el viento.

Comprobó que allí había pocos cursos de agua, detalle que probablemente explicaba por qué esas islas (conocidas desde el siglo XVII), no habían sido, como Chiloé, ocupadas por los españoles. Enfrentados a la realidad, para construir lo que llamaron “Fuerte de San Luis”, los franceses debieron recurrir a los bosques del estrecho de Magallanes.

Las islas Falkland sólo cobraron valor hacia fines del siglo XVIII, luego de que balleneros y foqueros de Nueva Inglaterra, Inglaterra y también de Francia, iniciaran la explotación de caladeros que, en algunas campañas, se extendían tan lejos como las islas Juan Fernández, Talcahuano y Valparaíso. La importancia de estas actividades atrajo el interés del gobierno de Buenos Aires, el cual hasta 1833, mantuvo una alambicada disputa no sólo con el gobierno británico, sino también con el de Estados Unidos. Ambos países sostenían que la presencia efectiva de sus nacionales en las islas Falkland era anterior al interés bonaerense.

Mientras, ni Londres ni Washington reconocieron el reclamo argentino, a partir de la década de 1830 se inició el poblamiento de las islas con colonos británicos de quienes desciende la comunidad de casi cuatro mil almas, que hoy la geopolítica argentina intenta convencernos constituye una “amenaza a la paz y a la seguridad”.

Desde esa época el desarrollo de las Falkland estuvo vinculado familiar, social y económicamente al desarrollo de la Patagonia y la Tierra del Fuego. Por ejemplo, en 1878 desde allí vinieron las primeras ovejas que convirtieron al sur-austral en una zona próspera motivo de poblamiento. Asimismo, Ushuaia, lugar desde donde hoy Argentina proyecta sus actividades hacia la Antártica, fue -con auspicio del Estado argentino- fundada por una misión anglicana venida desde Port Stanley. Solo baste leer el estremecedor “Último Confín del Mundo” de Lucas Bridges, para apreciar la magnitud de esa epopeya inglesa.

Entre 1964 (cuando Argentina resucitó su ofensiva soberanista) y marzo de 1990, la cuestión de las Falkland/Malvinas fue motivo de debate en diversos foros. En ellos Chile mantuvo una estudiada neutralidad. Esto no sólo por los efectos sobre la relación bilateral con el Reino Unido, sino por las múltiples implicancias de las aspiraciones argentinas sobre las islas “al sur del canal Beagle” (comenzando por Picton, Nueva y Lenox). También, por los alcances que el asunto podía tener sobre la negociación de la que, en 1982, resultó la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Los gobiernos de los presidentes Frei Montalva y Allende, y el gobierno militar, practicaron esa neutralidad.

Otra razón de fondo que sustentaba dicho equilibrio yace en que las Falkland se ubican al oriente del meridiano 53º Oeste, es decir, más allá del límite exterior del Territorio Chileno Antártico. Conforme con esa definición (y en vista que dicha longitud marca el inicio de la frontera entre Uruguay y Brasil), Chile entendió que -en los términos del “utis posidetis”- ese archipiélago se sitúa fuera del hemisferio castellano (en los términos de la aplicación del Tratado de Tordesillas de 1494).

 

Las inconveniencias del “aval chileno”

Esa interpretación, que privilegiaba el interés nacional, cambió a partir de 1990: ya sea por una supuesta “identidad ideológica” o por la presión de intereses empresariales criollos (fascinados por la “promesa del mercado argentino”), Chile se decantó por la “causa de Malvinas”. Pasado 33 años, de eso sólo queda “lo comido y lo bailado”, y un innecesario Tratado sobre Campo de Hielo Sur, que gravemente perjudica al interés nacional.

No sólo eso, ocurre que anualmente, junto con un expreso apoyo a la “causa de Malvinas”, las “declaraciones presidenciales” registran un irreflexivo aval chileno a las pretensiones argentinas sobre “los espacios marítimos circundantes” a las Falkland, Georgia y las Sándwich del Sur. Sus efectos son mucho más que semánticos.

Como lo ilustra el mapa oficial argentino que -por ley debe exhibirse en las escuelas y edificios públicos-, utilizando la “interpretación argentina” del Derecho del Mar, los “espacios marítimos circundantes” a esos archipiélagos permiten que Argentina proyecte pretensiones soberanas más allá de las 200 millas, e incluya parte sustantiva de la Antártica Chilena, al igual que un área de 9 mil kilómetros más allá del cabo de Hornos.

Es solo cuestión de tiempo para que este “boomerang” de la diplomacia y del empresariado chileno de los 90 nos cobre la cuenta.

Como sea, entrado el siglo XXI (para muchos, “el siglo de los derechos humanos”), resulta simplemente inaceptable que Chile siga siendo instrumental para que -utilizando una expresión “concertacionista” llena de emociones y sentimientos- “la gente de las Falkland” siga sometida a la sombra del bullying imperialista argentino.

Así, las preguntas inescapables son: ¿A cuánta coherencia están dispuestos a renunciar nuestra diplomacia y el coro pseudo legalista chileno que, dogmáticamente, apoya la “causa de Malvinas”, y valida el bullying peronista para negar a una pequeña población el ejercicio de su derecho a la autodeterminación?

¿Acaso sólo “porque sí”, es válido “saltarse” los artículo 14 y 28 de la Declaración Universal de Derechos Humanos para imponerle a “la gente de las Falkland” (con más de ocho generaciones en sus respectivos domicilios) una nacionalidad y un orden internacional que no desean?

¿No es esta una “práctica imperial” y colonialista propia de otra época? ¿Debemos seguir siendo cómplices de este bullying?

¿O es más consecuente con nuestra tradición democrática de respeto a lo que -quizás en la más hermosa de sus creaciones- Víctor Jara llamó “el derecho de vivir en paz” y, sin demora, renunciar a seguir siendo ad lateres del bullying peronista, que niega a “la gente de las Falkland” el ejercicio de su libertad y de sus derechos humanos?

No hay comentarios

Agregar comentario