La identidad como problema

Columna
El Confidencial, 04.09.2019
Jorge Dezcállar de Mazarredo, Embajador de España
  • Si la política del siglo XX dividió a derechas e izquierdas por motivos económicos, ahora el debate está dominado por los problemas identitarios que se vinculan con la idea de dignidad

El Paso es una ciudad tejana en la frontera con México donde el 83% de los habitantes son hispanos. Este verano, un individuo blanco condujo durante nueve horas desde Dallas, con tiempo suficiente para pensar bien lo que iba a hacer y disparar luego a mansalva contra la multitud en una tienda de Walmart y matar a 22 seres humanos.

Indiscriminadamente. Patrick Crusius, el descerebrado que lo hizo, escribió en 8chan, una web que promueve la violencia racial, que “simplemente defiendo a mi país de una sustitución étnica y cultural causada por una invasión” ('invasión' e 'invasores' son las palabras que más se repiten en estos blogs supremacistas), y seguía afirmando que “si nos deshacemos de suficientes personas, nuestro estilo de vida puede ser sostenible”. Así de sencillo.

Crusius añadía luego que la comunidad hispana no había sido su objetivo hasta que cayó en sus manos el manifiesto de 72 páginas 'El gran reemplazo', escrito por el australiano Brenton Tarrant, otro descerebrado autor de 51 muertes en un par de mezquitas en Christchurch (Nueva Zelanda) el pasado mes de marzo, admirador del asesino en serie de Noruega Anders Breivik y del ultraderechista español Josué Estébanez, que a su vez había asesinado en Madrid al militante antifascista Carlos Palomino. Tarrant reconoce haberse inspirado en un intelectual francés de extrema derecha, Renaud Camus, autor original de la teoría del 'Gran reemplazo', que dice que Europa está ya colonizada por los inmigrantes aunque también afirma aborrecer personalmente la violencia. Dios los cría y ellos se juntan.

Crusius quería matar hispanos porque los ve como parte de esa 'invasión' indeseable que Donald Trump intenta frenar con su infame muro. Si tuviera más sensibilidad o fuera un poco más culto, se daría cuenta no ya de la inmoralidad de su acción sino de su misma estupidez intrínseca, porque los 'hispanos' estaban ya allí cuando los norteamericanos se apoderaron de Texas. No fueron ellos los que cruzaron la frontera, fue la frontera las que les 'cruzó a ellos', la que les pasó a ellos por encima y les convirtió en extraños dentro de su propia casa, aunque también sea cierto que su número no para de crecer. Hoy son el 18% de la población, 60 millones de los que 2/3 han nacido en los EEUU, mientras que en 1980 había 15 millones y eran el 6,5%.

En un reciente artículo en Foreign Affairs ("Against Identity Politics"), Francis Fukuyama señala que si la política del siglo XX dividió las derechas e izquierdas por motivos económicos, ahora el debate está dominado por los problemas identitarios que se vinculan con la idea de dignidad. Una dignidad que la izquierda centra en cuestiones de género, raza, religión, LGTB, etcétera, y la derecha sublima en la cultura dominante de un tiempo pasado e idealizado. Esta identidad se utiliza como arma arrojadiza en la revuelta de las clases medias empobrecidas contra un 'establishment' que sienten que les ignora y contra unas clases más pobres (a las que se añaden los inmigrantes) con las que se ven forzadas a competir por trabajo o beneficios sociales.

El hecho es que la fuerte presencia de los hispanos en muchos estados (o la de los negros) provoca una reacción nacionalista blanca que adopta tonos racistas y que está en la base de lo ocurrido en El Paso, con el argumento de que si se puede hablar de derechos de los negros, ¿por qué no hablar también de los derechos de los blancos? Es algo que se está abriendo camino con fuerza entre esa clase media blanca, mayoritariamente evangélica y perjudicada por la globalización, que ahora cree amenazados su modo de vida y su identidad.

El propio Donald Trump ha excitado estos sentimientos identitarios excluyentes cuando negó visados a ciudadanos de varios países musulmanes, cuando dudó de la imparcialidad de un juez por su origen hispano, cuando llamó “malos hombres” a los mexicanos y exige construir un muro que les impida el paso, cuando mantuvo una cuidadosa ambivalencia en los disturbios raciales originados por supremacistas blancos en la Universidad de Virginia (Charlottesville) y, por fin, cuando pidió a cuatro mujeres congresistas (todas son norteamericanas y solo una ha nacido fuera de los EEUU) que volvieran a sus países de origen, que describió en términos muy despectivos como “lugares totalmente rotos e infestados de crímenes” con gobiernos que son “los peores, los más corruptos e ineptos del mundo”. Y todo eso en un país fundado por migrantes, pues la misma madre de Donald Trump, Mary Anne MacLeod, entró en los EEUU como inmigrante sin papeles en 1930.

Tras este crimen, Trump se ha apresurado a condenar el racismo y ha dicho que “el odio no tiene sitio en los EEUU”. Pero ya era tarde y Joe Biden le ha acusado de “dar aire a la llama del supremacismo blanco”, mientras que la senadora Elizabeth Warren ha ido más lejos y le ha tachado de supremacista: “Ha hablado de los supremacistas como gente guay. Ha hecho cuanto ha podido para avivar el conflicto racial y el odio en este país”, mientras otro aspirante a la presidencia, el congresista tejano Beto O’Rourke, ha dicho que Trump “ha deshumanizado o procurado deshumanizar a los que no se parecen o rezan como lo hace la mayoría de gente en este país”. Son acusaciones muy duras y muy graves.

Y es que llueve sobre mojado, porque allí proliferan los crímenes y las tensiones con motivación racial (tiroteo en el Festival del Ajo en Gilroy, ataques a sinagogas en Pensilvania y California, disturbios en Oregón e Indiana estos mismos días...). Estados Unidos es un gran país que hace 150 años libró una terrible guerra civil que condujo a la abolición de la esclavitud, pero que sigue desgarrado por la cuestión racial.

La discriminación está prohibida por la XIV Enmienda, pero hay una segregación de hecho que hunde sus raíces en el bucle negativo de la desigualdad económica y la consiguiente falta de educación y que conduce, de hecho, a un desarrollo separado donde las diferentes razas conviven sin mezclarse. Cada una con sus barrios, sus restaurantes, sus abogados y sus colegios. Solo los deportes escapan a esta regla no escrita, porque en ellos las razas se mezclan vitoreando a sus equipos y atletas preferidos.

Pero en mi experiencia, esa socialización termina en la misma puerta del estadio. Ta-Nehisi Coates afirma que todo esto, así como la actual violencia contra los negros, es estructural e indisociable de un pasado marcado por la esclavitud.

El Tribunal Supremo ha hecho mucho contra la segregación racial con sentencias como Board of Education versus Topeka de 1954, en relación con la segregación educativa, o Lovin versus Virginia de 1967, favorable a los matrimonios mixtos, acompañando la brava lucha por la igualdad de gentes como Rosa Parks o Martin Luther King, o de quienes avanzaron desde Selma a Montgomery con el apoyo —a veces tibio— de los presidentes Kennedy y Johnson, mientras se libraba la guerra de Vietnam y los afroamericanos eran aún discriminados en el frente de batalla (los soldados blancos no recibían transfusiones de sangre de sus compañeros de color). Y preocupa pensar si el sesgo conservador que Donald Trump está imprimiendo al alto tribunal tendrá efectos en el futuro sobre esta tendencia.

El supremacismo no es algo único de los Estados Unidos. En el último informe de Amnistía Internacional, se lee que “las políticas de Trump pueden haber marcado una nueva era en la regresión de derechos humanos, pero no son únicas. De Australia a Hungría, los políticos han tratado a los refugiados y migrantes como un problema a evitar en vez de como a seres humanos que merecen nuestra compasión”. El reciente caso del buque Open Arms no es único y es un buen ejemplo.

El problema del odio racial también lo tenemos en España, en el lenguaje despreciable de gentes como Quim Torra, 'molt honorable president' de la Generalitat de Cataluña, en la reticencia a alquilar pisos a migrantes (revistas con anuncios “solo para españoles”), en ataques racistas en el metro por parte de vigilantes de seguridad... Los ejemplos abundan. Miren a su alrededor y si son honestos consigo mismos, lo verán en seguida. No se trata de tirar la primera piedra sino de poner por parte de cada uno lo necesario para acabar con esta vergüenza.

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