Columna OpinionGlobal, 12.08.2018 Isabel Undurraga Matta, historiadora (PUC)
Desde que apareció sobre la faz del planeta, está claro que el ser humano no puede dejar de estar permanentemente inmerso en conflictos de toda índole. Y desde que hay registro escrito de ellos, se han sucedido miles de hombres notables comandado ejércitos a sus órdenes y poniendo lo mejor de sí para obtener ojalá, resonantes victorias que mostrar a sus superiores y de paso, que los lleve a ellos a la gloria.
Es raro el país que no cuenta en su historia con más de algún guerrero destacadísimo, que prestó servicios invaluables a su patria y que cuenta con la veneración de sus compatriotas. España no es la excepción. En el siglo XVI, cuando era la indiscutida primera y más rica potencia europea (“en sus dominios no se ponía el sol”), tuvo en el mismo período histórico dos de los más grandes militares que ha conocido Occidente, reconocidos como tales por moros y cristianos: el Gran Duque de Alba y Gonzalo Fernández de Córdoba. Dejaremos para otra ocasión al primero.
El que nos va a ocupar ahora es Gonzalo Fernández de Córdoba. Capitanes a lo largo de la historia los ha habido por miles. Pero solo uno que ostente con tanta propiedad el nombre con que se le conoce universalmente: el Gran Capitán. No existe otro con esa denominación. Infinidad de personas ignoran su nombre de pila y por qué se lo ganó en buena lid. Pero deben ser muchísimas las que más de alguna vez han oído aquel sobrenombre y a qué se debe finalmente.
Cordobés de nacimiento, entró muy joven al servicio del ejército de los Reyes Católicos (Fernando de Aragón e Isabel de Castilla) mostrando desde el comienzo una inteligencia, lealtad, imaginación y probidad a toda prueba, lo que fue inmediatamente reconocido por los Monarcas al otorgarle el mando militar en la frontera de la guerra andaluza (a la fecha, los árabes tenían todo el sur de la península)la que estaba en su apogeo y la Corte Real de Castilla. En ella don Gonzalo comenzó a idear e implementar tácticas que dejaban obsoletas las guerras medioevales consistentes en el choque de la caballería y el enfrentamiento con una infantería mercenaria sólidamente estructurada en unidades.
Haciendo gala de una habilidad e inteligencia sobresalientes aprovechó todos los recursos a su alcance, tales como espías y guerra de guerrillas.
Idolatrado por sus tropas, era el que estaba siempre en la primera fila del ataque. Poco a poco se destacó por lejos, como el militar más destacado que tenían Fernando e Isabel a su servicio. Y aprovechando sus cualidades, éstos le encomendaron varias embajadas con el moro Boabdil (sí: el mismo que más tarde fue derrotado en Granada y tuvo que oír las célebres palabras de su madre, quien al verlo llorar por lo que perdía, le dijo: “No llores con lágrimas de mujer, lo que no supistes defender como hombre”.
Terminada la Reconquista española, fue enviado a Italia a enfrentarse con Francia que había invadido el reino de Nápoles, que siempre había sido aragonés, aprovechándose de unas dudosas triquiñuelas dinásticas. La campaña duró dos largos años (1494-6), al cabo de los cuales Fernández de Córdoba derrotó a los franceses y el rey Fernando logró recuperar su trono y su título: Fernando de Castilla y Aragón (esto último fue lo que en realidad siempre le interesó y antepuso a todo lo demás). Fue a raíz de los grandes éxitos obtenidos en aquella contienda, que se le llamó para siempre con el nombre de Gran Capitán, el que llevó con orgullo hasta el fin de sus días.
Sin darle tiempo para descansar con su tropa, fue enviado a combatir a los turcos en Cefalonia (Mediterráneo). Pero tuvo que regresar al sur de Italia, ya que Francia no cedía en sus intentos por arrebatarle allí territorios a España. Estando en inferioridad numérica frente a los galos, esperó paciente los refuerzos que le enviarían desde la península y ya en posesión de ellos, derrotó a campo abierto a los franceses en las notables y sucesivas batallas de Ceriñola, Carellano y Gaeta.
El Gran Capitán fue nombrado por el Rey Fernando, como Virrey de Nápoles por sus señalados servicios. Pero en el interin muere la reina Isabel, su gran protectora, lo que marcó el inicio de la caída de Fernández de Córdoba ante el rey Fernando. Pues aunque éste lo admiraba como militar y valoraba los tremendos servicios que había hecho en favor de España, entre otros nada menos y nada más que la restitución del reino de Aragón al Reino de Nápoles, en el fondo de su alma le tenía celos y bastante envidia. Tanto es así, que mostrando una actitud incalificable, se dirigió inmediatamente a Nápoles a tomar posesión de su cargo y depuso rápidamente y de malas maneras al Gran Capitán de su cargo de Virrey. Y como si todo ello no fuera suficiente, Fernando le exigió en forma perentoria y pública, cuenta de toda su gestión financiera en el largo período que había servido a España. El Gran Capitán le contestó que tenía todo en anotado desde el primer día, pero que se lo entregaría pormenorizada al día siguiente dado lo extensa que ella era. El Rey aceptó y al día siguiente con un salón del trono abarrotado de dignatarios y soldados de don Gonzalo, éste se presentó con una enorme cantidad de folios y con la mayor parsimonia y gran dignidad comenzó a indicar primero cuánto era lo que había recibido:
Primera suma remitida al Gran Capitán Gonzalo de Córdoba:
-130,000 ducados.
-80,000 pesos de segunda,
-3.000,000 de escudos de tercera.
-11.000,000 de escudos de cuarta.
-13.000,000 de escudos de quinta.
Seguían además otras cantidades que el tesorero del rey relataba, autorizando S. M. un acto tan imponente.
A continuación, rindió sus cuentas con la mayor seriedad y en una voz tan alta que nadie en el inmenso recinto dejó de oírlas:
«Doscientos mil setecientos treinta y seis duros y nueve reales en frailes, monjas y pobres para qué rogasen á Dios por la prosperidad de las armas españolas.
Cien millones en palas, picos y azadones.
Cien mil ducados en pólvora y balas.
Diez mil ducados en guantes para preservar á las tropas del mal olor de los cadáveres de sus enemigos tendidos en el campo de batalla.
Ciento sesenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas en el uso continuo de repicar todos los dias por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo.
Cincuenta mil ducados en aguardiente para la tropa en un dia de combate.
Millón y medio de ducados para mantener prisioneros y heridos.
Un millón en misas de gracias y Te Deum al Todopoderoso.
Tres millones en misas para los muertos.
Diez mil ducados en guantes perfumados para que los soldados pudieran seducir a las francesas.
Setecientos mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías y...
Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino.»
Después de esto, el Rey enmudeció pero no pudo evitar las risas de los oyentes.
El haber elegido hacer una pequeña reseña de este hombre notable, no fue algo al azar. Pretendimos destacar algunas cualidades y actuaciones suyas que en los tiempos que corren, pareciera que muchas de ellas están olvidadas o sin valor alguno:
+ Un líder innato que ejerció su liderazgo con inteligencia y sin hacerlo sentir con prepotencia.
+Militar brillante, adelantado a su época en tácticas de combate, idolatrado por sus tropas y que supo enfrentar con imaginación situaciones dificilísimas en el campo de batalla.
+ De una probidad y lealtad a toda prueba hacia quienes confiaron en él.
+ Humillado públicamente por el Rey, no le hizo recriminación alguna ni en privado ni mucho menos en público, por la actitud francamente deleznable que tuvo hacia él.
+ Y por último, la infinita ironía de que hizo gala frente a quien había servido muchas veces más allá de lo que le permitían sus fuerzas y que le había devuelto el reino de Nápoles
El Gran Capitán nunca más regresó a Nápoles y murió en su Córdoba natal a los 62 años, rodeado del respeto y agradecimiento de toda España y de sus soldados. E ironías del destino: Fernando de Aragón murió exactamente un mes después de quien lo había servido con lealtad y muchas veces, bastante más allá de lo que sus fuerzas físicas se lo permitían.