Lechín en el laberinto del 9 de abril

Columna
La Razón, 09.04.2017
Carlos Soria Galvarro
La Revolución boliviana del 52 ha sido considerada una de las más significativas de América Latina

Hace 65 años, un día como hoy ocurrió uno de los acontecimientos más importantes de la historia boliviana del siglo XX. Una insurrección popular triunfante acabó con un gobierno oligárquico y abrió paso a cambios trascendentales en la sociedad y el Estado.

La revolución boliviana ha sido considerada, con sobrada razón, junto a la mexicana de 1911 y la cubana de 1959, como uno de los procesos revolucionarios más significativos de América Latina. Que en el camino se hubiera estancado, que sus dirigentes más notables claudicaron, y que sus metas principales no hayan sido alcanzadas plenamente no disminuye para nada la relevancia del hecho histórico. Y como todo suceso de gran magnitud, el 9 de abril de 1952 tuvo protagonistas de carne y hueso, aquellos que con sus luces y sombras, sus fortalezas y debilidades, sus grandezas y miserias, dejaron una imborrable huella en la historia del país. Uno de ellos fue, sin ninguna duda, Juan Lechín Oquendo, líder histórico de la poderosa Federación de Mineros y de la Central Obrera Boliviana.

El 11 de abril de 1990, a 38 años de la culminación victoriosa de la insurrección, tuve el privilegio de entrevistar en Canal 13 por más de dos horas a este singular personaje. Una versión escrita, y por tanto resumida de este diálogo, se publicó en el libro Re cuentos (La Paz, 2002). Allí explico que no fue nada fácil centrar la atención del entrevistado en los sucesos del 9 de abril, dada la riqueza anecdótica de su relato testimonial que arrancaba de mucho más lejos. Cuando por fin logré que ingrese al tema, reveló con lujo de detalles los entretelones de la acción golpista del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). Contó que fue él quien introdujo en la conspiración al ministro de Gobierno, Antonio Seleme (de ascendencia libanesa, como él mismo). Urriolagoitia había entregado el poder, desconociendo el resultado de las elecciones de 1951, a una cúpula militar que se deshacía en varias tramas golpistas simultáneas.

Sin embargo, la clave más reveladora del relato de Lechín es la manera cómo se consiguió la participación de los núcleos obreros de las principales fábricas de La Paz. Esa participación, junto a la de los mineros de Milluni y de otros centros mineros que marcharon sobre Oruro, fue decisiva. Convirtió un simple golpe de Estado en una insurrección popular triunfante. La experiencia que Lechín tenía de su contacto con las bases mineras facilitó el rol articulador que desempeñó en esa oportunidad. Pero también, en el sentido programático, él encarnaba las dos principales consignas movilizadoras del momento: la nacionalización de las minas y la reforma agraria. Propuestas que las grandes masas populares habían hecho suyas y que se las consideraba absolutamente ineludibles.

Lechín estuvo tan cerca del poder en esas circunstancias que era inevitable preguntarle cómo fue posible que la revolución boliviana de 1952 tuvo el desenlace que tuvo, a pesar de miles de trabajadores y campesinos armados que tenían la sartén por el mango, que eran los amos de la situación. La respuesta de don Juan no pudo ser más sincera: “Yo era un ignorante (...) no estaba preparado para la toma del poder (...). Ese fue mi gran error, lo he dicho veinte veces y lo repito ahora (...) era mi ignorancia la que no me permitió ver más adelante”.

Caso cerrado. Los políticos de ahora y de siempre tendrían que aprender esa dramática lección. No es suficiente estar en la cresta de la ola, hay que saber hacia dónde marchar.

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