Columna BioBio Chile, 24.10.2025 Samuel Fernández, abogado (PUC), embajador ® y académico (U. Central)
Hace 35 años, el 3 de octubre de 1990, dejaba de existir oficialmente la República Democrática Alemana (RDA). Otra consecuencia de la llamada “caída del muro de Berlín”, de noviembre del año anterior.
En verdad no hubo propiamente una caída ni tampoco un solo muro. Para impedir el ingreso a la República Federal Alemana, fueron cercados por tres muros infranqueables, fosos constantemente vigilados y casetas con guardias que eliminaban a quienes intentaban cruzar a los sectores occidentales. Tenía 155 kilómetros, 43 de ellos separaba el centro de la cuidad. El 9 de noviembre de 1989 se terminó la prohibición de cruzar, y todo cambió.
Me encontraba en Berlín, precisamente en el sector oriental, invitado por un colega y amigo que tendría una muy destacada carrera diplomática: Patricio Torres y su mujer Cecilia. Era un momento especial. Podíamos ver todavía el muro en toda su atemorizante construcción, visitar el museo que conmemora a los que pudieron cruzarlo de increíbles e ingeniosas maneras, así como aquellos que fueron abatidos por los guardias de la RDA, y que sus cruces lo testimonian.
Entrábamos y salíamos sin impedimento alguno por el tan conocido “Checkpoint Charlie” (en realidad el cruce “C” mencionado como “Charlie” en la jerga comunicacional), el más nombrado, cuidadosamente vigilado y principalmente destinado a los autorizados, funcionarios oficiales y diplomáticos. Muchos intentaron utilizarlo para escapar, y muy pocos lo lograron.
También hubo amenazas y confrontaciones entre los guardias del muro y los soldados norteamericanos. Los museos recordatorios están justo al lado. El sector occidental del paso, lo controlaba Estados Unidos. En la actualidad, hay una réplica de la caseta original, que está en el Museo de los Aliados. Su notoriedad la alcanzó cuando desde un mirador, el presidente Kennedy, pronunció su conocido discurso en Berlín.
Ese día de octubre, todo se liquidaba, y se vendía cuanto producto producía el país que terminaba, a precios mínimos. La gente los compraba más como recuerdo histórico que por su valor de fabricación, de menor calidad que los occidentales.
Entre ellos, estaban los autos “Trabant”, de fibras de algodón muy pequeño, y que fue una aspiración para los alemanes orientales, más caros que los más lujosos de la Alemania Federal. Incluso se ofrecían trozos del muro, el que poco a poco desapareció, luego de servir de mural al aire libre. Sólo se conservan algunos sectores como testimonio de una época demasiado penosa para los berlineses.
Era un día de fiesta, y la gente cantaba feliz, bebía cerveza y paseaba por el Bulevar Unter den Linden, con la célebre Puerta de Brandeburgo ahora habilitada, sin el muro que la cerraba. Un momento histórico e irrepetible. Todo era alegría y bullicio.
Sin embargo, reparamos en un señor de edad mayor, pequeño, canoso, y que lloraba a sollozos. A pesar de nuestro alemán elemental, nos acercamos para ver si requería alguna ayuda. Lo negó y siguió llorando. Se acercaron otros pasantes y asistimos a un diálogo que nos dejó conmovidos. Alguien le preguntó por qué estaba triste en un momento en que volvía a ser libre, sin controles, sin la omnipresente Stassi (el órgano de seguridad de la RDA), y que podía hacer lo que quisiera de ahora en adelante.
Nos miró con una enorme tristeza en sus ojos muy claros. Es cierto, dijo, ya soy libre. Yo nací durante el Imperio Alemán, y mi familia sufrió la derrota. Viví durante la República de Weimar (1919-1933). Estuve bajo el Tercer Reich Nazi (hasta 1945). He permanecido en la Alemania Oriental desde entonces. Siempre he estado controlado y han dirigido mi vida. Y añadió: “ya soy viejo, y no sé ser libre”.
Se nos acabó la alegría. Y partimos en silencio.

