Papa sin esclavina

Columna
La Tercera, 06.01.2023
Pablo Cabrera, exembajador de Chile ante el Vaticano y consejero CEIUC

El Papa emérito Benedicto XVI ha partido el último día del año 2022 como queriendo pasar inadvertido. Su deceso se identifica como ese íntimo y noble deseo de apartarse del mundo sigilosa y sobriamente. No obstante, a diez años de su renuncia al pontificado, resurgen múltiples reflexiones sobre su pensamiento intelectual y aspectos de la tridente gestión (sucesor de Pedro, administrador de la Sede Apostólica y jefe del Estado Vaticano), de quien ha sido reconocido como uno de los más grandes teólogos contemporáneos. También, se han reavivado aprensiones e interrogantes acerca del ejercicio de su ministerio pretino, trascendencia y correspondiente legado, haciendo difícil una afinada contextualización por la magnitud de los desafíos que enfrentó y las decisiones que hubo de adoptar en un periodo de turbulencias que afectó la impronta de la Iglesia.

En beneficio de una evaluación acuciosa de tal cometido pontificio, no puede obviarse la transformación paradigmática del tercer milenio que “prima facie” actúa como impedimento para escrutar la figura del otrora cardenal Ratzinger y entregar un juicio categórico acerca de bondades o renuncios de su itinerario apostólico en cargos de alta responsabilidad.

Las nuevas tecnologías han configurado un ecosistema de intermediación inteligente que dificulta el examen objetivo sobre autoridades y personeros de renombre. Así las cosas, quizás sea prematuro ensayar un balance del papado de Benedicto XVI; más todavía si la humanidad transita hacia un nuevo ciclo civilizatorio. Ciertamente, la sola interpretación de la historia o la mera percepción de hechos y acontecimientos resultan insuficientes. Cabe antes una lectura hermenéutica de los hitos identitarios de la Iglesia. En esa línea, su proceder durante el papado en cuestión, dándole atención a la trascendencia de la renuncia del pontífice, confirma que los tiempos no coinciden con el de cualquiera otra institución intermediaria tradicional; tampoco sus métodos y procedimientos porque se fundan en la Revelación, las Escrituras y la Tradición, en un contexto donde la liturgia y el clero le son consustanciales. De ahí que el abandono de la esclavina blanca por el emérito deba leerse como testimonio de lealtad y sometimiento a la jurisdicción de Francisco su sucesor.

Desde esa perspectiva y en conocimiento del peregrinar de la Iglesia católica desde sus primeros Padres, no hay espacio para una aproximación neutra a su accionar. Por tanto, situar a Benedicto XVI en términos similares a sus antecesores originarios puede tener algo de osadía, pero no menos de justicia. Vale recordar que llegó al sillón de Pedro en momentos cruciales para la humanidad y cuando se rediseñaba el Atlas geopolítico global. A la sazón, su predecesor Juan Pablo II había atizado el término de la Guerra Fría y el cardenal alemán se erguía como expresión de unidad de una Iglesia católica muy dividida con posterioridad a la caída del Muro de Berlín. En consecuencia, asociar ahora su figura como símbolo de una etapa que finaliza tiene sentido para ayudar a desentrañar los intríngulis del cambio de época y el rol de la Iglesia católica en su consecución. La última palabra no está dicha.

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