Columna El Mercurio, 03.10.2017 Eugenio Tironi, sociólogo
¿Qué cambió en Michelle Bachelet entre 2010, cuando dejó su primer mandato, y 2014, cuando inició el segundo? La pregunta ha rondado insistentemente a lo largo de estos años, y ahora que su gobierno llega al final, creo que hay elementos para intentar responderla. Mi hipótesis es simple: que a raíz de su estancia en la ONU adoptó la forma como esta organización mira el mundo y el futuro de la humanidad. De aquí nace la diferencia: "Bachelet I" llegó a gestionar, con un estilo si se quiere más humano y horizontal, una trayectoria que contaba con bases filosóficas y operacionales provistas por la escuela neoliberal; "Bachelet II", en cambio, volvió para implantar -asumiendo los quiebres que fueran necesarios- una nueva visión: lo que podríamos llamar la escuela de Naciones Unidas.
Cuando se miran las cosas desde esta perspectiva se explica la extraña persistencia que ha mostrado la Presidenta Bachelet, que ha perseguido cumplir con su agenda sin atender los vaivenes de la opinión pública y la encuesta del lunes siguiente, ni lo que titulen los diarios y escribamos los columnistas, ni velando por su coalición política y el impacto electoral, ni dejándose llevar por la lealtad hacia sus colaboradores históricos. No; ella ha gobernado con su vista colocada mucho más lejos: en los objetivos que se pone el sistema de Naciones Unidas.
Sería pretencioso intentar sintetizar en qué consiste la visión que emana de la ONU. Como toda doctrina, esta apela a principios y metas universales, los cuales han de guiar la conducta de los gobernantes al margen de las contingencias propias de la política y la economía de cada país, e independientemente también de los humores de la opinión pública. Sus objetivos centrales dicen relación, entre otros, con el desarrollo inclusivo, el perfeccionamiento de la democracia, la promoción de la igualdad, especialmente en materia de género, los derechos de las minorías, el combate a la corrupción, la protección del medio ambiente. Estos son precisamente los objetivos que han guiado a su gobierno, como la Presidenta se encargó de dejarlo en claro en su reciente intervención en la ONU, donde fuera recibida como a la hija pródiga. Acusarla de haber privilegiado su agenda personal por sobre los intereses de los chilenos, como lo han hecho algunos políticos de la oposición, es perfidia; lo que ha tratado es ser fiel a su compromiso de servir a Chile teniendo como norte la agenda global emanada de la ONU.
Desde este punto de vista -y solo y nada más que desde este punto de vista, pues en cuanto a su estilo y objetivos está en las antípodas-, hay una cierta similitud con el régimen militar: la misma mirada estratégica -y, si se quiere, algo mesiánica-; la misma terquedad en cuanto a los objetivos; la misma indiferencia hacia los estados de ánimo de la opinión pública; en fin, la misma flexibilidad táctica y frialdad cuando se trata de mover piezas en el tablero.
Bien se podría decir que desde Pinochet que Chile no tenía un gobierno más doctrinario que el actual: el primero fue fiel a la doctrina de Chicago; el segundo, a la de Manhattan. De ahí que, contrariamente a lo que sostienen algunos majaderos, el gobierno actual está en el extremo opuesto del populismo. Este busca el aplauso, complacer a su público respondiendo a lo que pide la galería o su clientela: Bachelet, en cambio, ha estado dispuesta a perder popularidad y ver cómo estallan su gabinete y su coalición antes que a renunciar a sus propósitos.
La BBC eligió a Bachelet como una de las "mujeres inspiradoras e innovadoras" de 2017. Veremos ahora cómo la despiden los chilenos, que a juzgar por las últimas encuestas pareciera que la están volviendo a apreciar.