Columna La Razón, 10.07.2025 Jaime Aparicio Otero, abogado, periodista y diplomático boliviano
En pocos meses más los bolivianos estarán frente a una decisión existencial. La política exterior del MAS ha dejado a Bolivia rezagada y aislada. Un cambio pragmático y democrático es más necesario que nunca.
Después de dos décadas de retórica antiimperialista y fracasos diplomáticos, Bolivia tiene la oportunidad de redefinir su política exterior. Puede aferrarse a la grandilocuencia ideológica de la “diplomacia de los pueblos”, carente de resultados, o adoptar un enfoque sobrio, basado en intereses nacionales, profesionalismo y pragmatismo.
En política exterior, las posturas ideológicas son baratas; las consecuencias, costosas. Durante quince años, la política exterior del MAS se caracterizó por una retórica antiimperialista, lealtades a regímenes autoritarios como Cuba, Venezuela, Irán y Rusia, y una hostilidad persistente hacia Estados Unidos y Europa. El desenlace, previsible y lamentable, ha sido la pérdida de relevancia internacional del país y la destrucción del Servicio de Relaciones Exteriores.
El frente interno tampoco salió indemne. La carrera diplomática profesional fue desmantelada por un clientelismo político que convirtió los méritos en un estorbo insalvable para trabajar en el Servicio de Relaciones Exteriores. La Cancillería fue progresivamente vaciada de cuadros profesionales y colonizada por militantes de los movimientos sociales del MAS. El servicio exterior se convirtió en una extensión periférica de la movilización callejera.
Las consecuencias son evidentes. Las derrotas en la Corte Internacional de Justicia, tanto en la demanda marítima contra Chile como en la disputa por el Silala, reflejaron errores jurídicos y una diplomacia que confundió narrativa con estrategia. Ambas iniciativas respondieron más a cálculos políticos internos que a evaluaciones jurídicas sólidas.
La incoherencia también marcó el discurso. Mientras Bolivia proclamaba los “derechos de la Madre Tierra” en foros globales, lideraba la deforestación en Sudamérica, permitía la expansión de la minería ilegal; la depredación ambiental por expansión del narcotráfico y las tomas de tierras por el crimen organizado; la contaminación de ríos con mercurio; y reprimía protestas ambientalistas. El ambientalismo se redujo a una fachada para ganar aplausos internacionales, sin una estrategia de sostenibilidad.
Sin embargo, el cambio es posible. Pero no bastan ajustes cosméticos. Bolivia necesita un viraje conceptual: una política exterior basada en intereses antes que ideologías; en resultados antes que rituales; en apertura antes que aislamiento.
Esto implica reconstruir lazos con las democracias occidentales, sin sacrificar soberanía, pero abandonando la autarquía selectiva del MAS. En un mundo interdependiente, el prestigio se mide en conexiones, no en consignas. En ese nuevo espacio, la diplomacia económica debe ser prioridad. Una economía estatal dependiente de hidrocarburos y minería es insostenible en el corto y mediano plazo. Bolivia necesita atraer inversión en sectores de valor agregado —tecnología, energías limpias, inteligencia artificial, servicios digitales, biotecnología—, lo que exige seguridad jurídica, profundas reformas constitucionales, marcos regulatorios estables y una política exterior orientada a resultados, no a narrativas sin contenido como las que se discutían en UNASUR o que aún se discuten en la CELAC.
Parte esencial de este cambio es la profesionalización del cuerpo diplomático. No se puede defender el interés nacional con diplomáticos improvisados y sin preparación. El servicio exterior no puede ser una extensión del partido de gobierno. Un Estado serio necesita una diplomacia estable, una meritocrática técnicamente capacitada y políticamente plural. Es tan vital como un sistema judicial funcional o una política fiscal responsable.
Bolivia también debe recuperar su relato internacional. Ello implica asumir una postura inequívoca a favor de la democracia, el estado de derecho y los derechos humanos. El silencio ante los abusos de regímenes amigos del MAS—como Venezuela, Irán, Rusia o Nicaragua— ha minado la legitimidad del país en los foros multilaterales. La política exterior no puede ser cómplice dictaduras de ningún tipo. Bolivia debe alzar la voz contra la represión, sin excepciones ni doble moral.
Otro activo desaprovechado por la política exterior es la diáspora boliviana. Con millones de compatriotas en el exterior, Bolivia tiene una red transnacional de talento, remesas e influencia que podría impulsar su reinserción global, pero requiere consulados modernos y políticas migratorias inteligentes.
En el ámbito regional, Bolivia debe promover la integración física y los corredores bioceánicos, mejorar la competitividad y reducir la vulnerabilidad logística. Acuerdos de arbitraje y cooperación transfronteriza deben sustentar una diplomacia funcional a generar crecimiento de calidad.
Bolivia debe reimaginar su vecindario. Una política vecinal activa, centrada en la integración física, la reapertura de relaciones diplomáticas con Chile, las buenas relaciones con Argentina, Paraguay, Perú y Brasil facilitarán el crecimiento del comercio y la seguridad jurídica regional, generando beneficios tangibles. América del Sur, pese a su fragmentación, sigue siendo un espacio estratégico para el país.
Bolivia puede seguir usando la política exterior como un espejo del poder o transformarla en una herramienta para reposicionarse en el mundo. Una diplomacia profesional, estratégica y orientada a los valores e intereses democráticos es el camino hacia un país respetado, integrado y próspero. En un mundo definido por la tecnología, la sostenibilidad y la interdependencia, la diplomacia no es un lujo, sino una necesidad que Bolivia no puede desaprovechar.
En pocos meses más los bolivianos estarán frente a una decisión existencial para el futuro de la o recuperar la institucionalidad y la convivencia civilizada de los ciudadanos. Sólo en democracia se podrá contar con una estrategia internacional como política de Estado: profesional, estratégica, orientada al futuro. No será un giro fácil ni inmediato. Pero es, sin duda, el único camino hacia una República más respetada, más integrada y próspera en el siglo XXI.