Por qué la fortaleza de la reina es la debilidad de Putin

Columna
El Mercurio, 20.09.2022
Ross Douthat, columnista del The New York Times
¿Por qué Vladimir Putin no logra ganar su guerra en Ucrania? Las respuestas se multiplican: arrogancia, corrupción e incompetencia por la parte rusa; valor militar, liderazgo astuto y municiones estadounidenses del lado ucraniano.

Pero la muerte de la reina Isabel II y la oleada de antiguas pompas ayudan a iluminar una de las debilidades importantes del Presidente ruso. Se ha visto obstaculizado en su lucha porque su régimen carece de la cualidad mística que llamamos legitimidad.

Legitimidad no es lo mismo que poder. Es lo que permite que el poder se ejerza con eficacia en medio de pruebas y transiciones, contratiempos y sucesiones. Es lo que fundamenta la autoridad política incluso cuando esa autoridad no genera prosperidad ni paz. Es lo que buscan los gobernantes cuando llaman a sus sociedades al sacrificio.

En la mayor parte del mundo actual, solo existen dos bases sólidas para la legitimidad: el demos y la nación, la democracia y la autodeterminación nacional. La legitimidad que alguna vez tuvo el régimen imperial se ha ido y, del mismo modo, con excepción de Medio Oriente y algunos otros lugares, también ha desaparecido la legitimidad de la monarquía hereditaria. Existen reivindicaciones alternativas de legitimidad: la autoridad ideológica invocada por el Politburó de Beijing, la autoridad religiosa invocada por los mullás en Teherán, Irán, pero ellos confían más en la represión para obtener poder y supervivencia.

La pompa isabelina enfatiza esta realidad global porque la Casa de Windsor es una excepción que confirma la regla. Como casi ninguna otra institución en Occidente fuera del Vaticano, la monarquía británica ha conservado una legitimidad premoderna y predemocrática; en la efusión de dolor secular todavía había una sensación de que la reina de alguna manera había sido ordenada por Dios para sentarse en el trono. Pero la familia real ha mantenido esa legitimidad renunciando a todo, menos a una fracción de su poder personal; tiene legitimidad y poco más.

En Moscú está el contraste: poder político personal, mucho mayor que el poder del rey Carlos III, que carece de estructuras legitimadoras profundas. Putin es un pseudo-zar pero no uno real, sin unción divina ni juramento antiguo. Reivindica cierta legitimidad nacionalista rusa, pero su sistema es en realidad un imperium políglota. Reclama cierta legitimidad democrática al celebrar elecciones periódicas, pero sus resultados no son ni justos ni libres.

Así que todo lo que tiene para justificar realmente su poder es el éxito. Lo que ha logrado durante la mayor parte de su carrera: una Rusia más rica y más estable que en los años anteriores a que asumiera la presidencia, y una serie de tácticas exitosas en política exterior.

Ahora viene la prueba, el gambito que no ha dado resultado, el espectro de la derrota, ¿y a qué tiene que recurrir? No a la autoridad de un zar: no puede movilizar al pueblo ruso como súbdito feudal, pidiéndole que trate los grandes proyectos de la Rusia imperial como propios. No a la autoridad de un líder nacional en una lucha por la autodeterminación: él es el invasor; es Ucrania la que lucha por una nación. Y no a la autoridad de un líder democrático: no puede reivindicar su política de guerra en una elección, como Abraham Lincoln en 1864, porque cualquier elección sería una farsa.

En los últimos años, a medida que los líderes autoritarios han ganado terreno en todo el mundo y la democracia ha decaído, ha habido temor de que estas figuras tengan una mano más dura que los dictadores del pasado, porque su autoritarismo es más amable y sutil, y también están envueltos en las estructuras legitimadoras de las elecciones.

Pero la situación de Putin sugiere que este autoritarismo más sutil es más débil que el de sus predecesores en una crisis. Los regímenes totalitarios del siglo XX a menudo se apropiaron de la retórica de la democracia y el nacionalismo, pero en el fondo hicieron sus propias reivindicaciones únicas (y terribles) de legitimidad: la república popular, el gobierno de la raza superior. Putin, al carecer de esa base, no puede ser simplemente un imperialista orgulloso, un autócrata o un revolucionario: tiene que legitimar sus ambiciones en el marco de sus enemigos occidentales, con resultados absurdos (Ucrania no es una nación real, Rusia está liberando a Ucrania de los nazis, los rusos luchan por los derechos humanos).

Hay paralelos con la política interna de EE.UU., donde los movimientos que se ven tentados por el autoritarismo, sin embargo, se legitiman en el lenguaje familiar de la democracia. Por lo tanto, Donald Trump tiene que afirmar que la voluntad del pueblo se vio frustrada en 2020, no que tenía derecho a un gobierno autocrático. Del mismo modo, el impulso de la izquierda para cancelar o eliminar la plataforma, para dirigir la opinión pública a través de la censura, tiende a justificarse en nombre de “salvaguardar la democracia”.

Este patrón no significa que no haya peligros autoritarios en nuestra política, como tampoco los problemas de legitimidad de Putin hacen que su invasión sea menos destructiva. Pero ayuda a ver con claridad nuestras crisis si se reconoce que todavía están ocurriendo dentro de las líneas de la modernidad tardía, y que cuando Isabel II está siendo enterrada, nada como su legitimidad radicalmente antidemocrática parece estar lista para renacer.

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