Qué salida tiene la guerra

Columna
El Mercurio, 15.11.2022
Joaquín Fermandois, historiador y académico (PUC)

Poco se puede exagerar la gravedad de la invasión rusa a Ucrania, un país con fronteras internacionalmente reconocidas, incluso por la misma Rusia. Ya la anexión violenta de Crimea en el 2014 había sido un antecedente sombrío, sin desconocer su ambigüedad, dada la íntima relación de la península con la Rusia de los últimos siglos. El método de Putin cambia las cosas. Su conquista por medios militares a costa de fronteras asumidas internacionalmente puede tener profundas consecuencias, incluso para un país lejano como Chile, que ha tenido una difícil estructuración fronteriza.

El asesinato del príncipe heredero del imperio austro-húngaro, en 1914, terminó finalmente en una guerra sin salida que destruyó a Europa, ya olvidado el magnicidio que la desencadenó. Había por cierto otras causas, tensiones recurrentes. Siempre las ha habido y las habrá. El asesinato fue planificado por el servicio secreto serbio (no se sabe si con el consentimiento del gobierno en Belgrado), y ese país merecía algún tipo de sanción, pero un mundo no tenía por qué destruirse por ello, con decenas de millones de víctimas. Fue otra guerra de Troya. La más justa de las guerras termina afectando las fibras íntimas, incluso de los vencedores. Putin puede imponer sin miramientos sacrificios a su pueblo; Kiev hace lo mismo, pero con una legitimidad que hasta ahora le da amplio apoyo voluntario de la gran mayoría de su gente. Y se triza el sustento político a Ucrania por parte de las democracias, vieja historia, por más que los gobiernos occidentales pretendan mantenerlo.

No se trata de premiar a la Rusia de Putin, y de efectuar un puro cálculo de conveniencias. Todo esfuerzo de paz que no sea la destrucción total del enemigo, como en 1945, efectúa una transacción entre valores encontrados. Además, ya Rusia sufrió una derrota al no cumplir con el propósito inicial, declarado, de dominar en breve tiempo a Ucrania en su totalidad. También, si en Ucrania antes de la guerra había sentimientos encontrados ante la confrontación con Rusia, ahora la independencia es un hecho irreversible en términos culturales y anímicos. Nació un mito que no se va a evaporar muy rápido, análogo al de los polacos con la Batalla del Vístula, en 1920, ante los bolcheviques, o el alzamiento de Varsovia contra los nazis, en 1944. Ucrania ha quedado más firmemente anclada al resto de Europa y quizás se asienten conductas políticamente democráticas.

Como estrategia, y esperando que las tropas ucranianas avancen un poco más, habría que negociar un acuerdo de cese el fuego que deje la situación congelada, sin reconocimiento internacional a todo cambio de fronteras ocurrido a partir de 2014, y que Ucrania reciba fuerte apoyo de la OTAN para mantener fuerzas armadas eficaces, ofreciendo neutralidad en un futuro tratado de paz, condicionado a la restitución de sus fronteras de preguerra. Una de las dificultades de cualquiera de estas alternativas es que el primero que lo plantea se debilita ante el adversario. Los negociadores diestros —con garrote y zanahoria— han mostrado muchas veces capacidad de superar este dilema, sin desconocer que le otorga algunas ventajas al agresor. La paz política, interna o externa, exige una cuota de olvido y de ficción. Sospecho que, a largo plazo, el sistema de Putin quedaría malherido, quizás fatalmente. En 1991 lamenté la partición del país, porque en este mundo la desintegración de los Estados en general no es buena noticia, sobre todo si las tensiones se pueden resolver razonablemente dentro de ellos. Eternizar la guerra nos lleva a todos a un territorio incógnito, y a tentaciones delirantes.

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