Columna El Líbero, 28.11.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
No sé lo que va a pasar en el sur del Caribe en las próximas horas, días, semanas. Un día las señales que emiten los EE.UU. indican que se desataría una tormenta bélica en forma inminente, aunque limitada, y las aerolíneas se ven obligadas a suspender sus vuelos hacia y desde Venezuela. Horas después, el presidente norteamericano parece preferir el diálogo con el usurpador Maduro para evitar el derramamiento de sangre. Nadie sabe a qué atenerse.
Lo único que parece claro es que la operación Lanza del Sur, como se denomina al despliegue militar, se mueve en el terreno de lo político, del posicionamiento y control de una gran potencia sobre su entorno geográfico inmediato, en el amplio espacio de las amenazas a la seguridad de los Estados Unidos, o de la usurpación de la soberanía popular de los venezolanos. A pesar de todas sus justificaciones políticas, las maniobras y acciones no tienen mayor asidero en el derecho internacional según el cual el uso de la fuerza está limitado a la legítima defensa cuando no existe otra alternativa, y a aquellas autorizadas por el Consejo de Seguridad de la ONU. La legítima defensa preventiva, anticipadora o la intervención con fines de protección, entre otros, son altamente controvertidas y no forman parte del cuerpo legal. En ese contexto, no podríamos convalidar una acción de fuerza adoptada de manera unilateral.
Esto nos obligará, si llega el momento, a decir algo para salvar la cara y continuar con nuestra inveterada política de defensa de la legalidad internacional, de un mundo apegado estrictamente a normas y reglas.
Sin embargo, no podríamos sino aplaudir una acción que permita acabar con un régimen que genera un tremendo desorden en nuestro país y entorno, y que es una amenaza a nuestra estabilidad. ¿O nos olvidamos de la grosera intervención que sufrimos desde Caracas en el caso Ojeda? ¿De la falta de cooperación para las repatriaciones de delincuentes venezolanos? ¿Del déficit de información y antecedentes sobre sus ciudadanos sin papeles? ¿Borramos, acaso, la forma como nos trataron durante el cierre de nuestra embajada y la expulsión de nuestro personal? ¿O la pensada apertura de las cárceles para que miles de delincuentes se instalaran entre nosotros y en otros países para ampliar los tentáculos del crimen organizado? No. Estas acciones del usurpador caraqueño y muchas otras han sido para nosotros hostiles y nos gustaría verlo lejos del poder que ocupa.
La presencia en la región del dictador Maduro es una afrenta a la voluntad popular venezolana expresada en las urnas hace un año y cuatro meses, y mucho más si contamos los atentados previos cometidos contra la democracia y las instituciones en su país. Su presencia en el poder es un agravio a la libertad de expresión, de pensamiento, de participación en la vida pública venezolana. Un baldón para el respeto a los derechos humanos. Por lo demás, según una encuesta publicada en varios medios, el 89,09% de sus ciudadanos apoyaría las acciones de EE.UU. Son cientos de miles los venezolanos que viven entre nosotros, legal y honestamente, que desearían ver restaurados sus derechos y, eventualmente, poder regresar a su patria en libertad.
El usurpador Nicolás Maduro es un escollo para alcanzar mayores grados de integración en América Latina, desde el momento en que su presencia y el peso natural de Venezuela alinea en grados variables a otros, como Colombia o Brasil que, por vecindad, historia, política interna, interés local o motivos ideológicos, tratan de acomodarse a Caracas y a sus caprichos, haciendo caso omiso del dominio político-militar y del crimen organizado en todas las esferas del estado.
De no ser por Maduro, no tendríamos una flagrante amenaza a la paz en Guyana, país caribeño colindante con Venezuela, que pone en peligro en un porcentaje creciente el abastecimiento mundial de crudo (780 mil barriles diarios) y la estabilidad de una tradicional política venezolana de buena vecindad hacia el resto de los países caribeños.
Por todo esto y mucho más, nada nos gustaría más que un cambio radical en Caracas; que la voluntad de ese noble pueblo vuelva a respetarse como eje central de su actuar político; que la decencia regrese el poder. No obstante, da la impresión de que no pasa nada.
Cumplimos poco más de cien días del despliegue militar norteamericano y, salvo unas cuantas lanchas bombardeadas que seguramente transportaban droga a algún territorio en tránsito, pero con destino final EE.UU., Europa u otros mercados consumidores, nada ha cambiado en lo sustantivo, salvo el previsible ambiente de fervor nacionalista que explota a su favor el régimen de facto; la también previsible utilización de la situación por el mandatario colombiano, su vecino; la expectación mundial; o la sensación de que algo tiene que suceder.
Se ha instalado una guerra sicológica de desgaste en la que todos los elementos cuentan, desde la narrativa a la que acceden los medios y/o que interesadamente les filtra la inteligencia, a los sobrevuelos de bombarderos sobre las costas venezolanas; incluye la idea de que existen negociaciones secretas para hallar un exilio seguro al usurpador Maduro, al posicionamiento estratégico de Estados Unidos en la zona. Aparentemente, Trump querría lograr su objetivo sin tener que disparar un tiro, pero nadie sabe. Idealmente, pretendería el derrumbe interno de las bases de apoyo del régimen que, a su vez, sustenta el crimen organizado en la región.
Sin saber aún el desenlace de esta trama, hay varias cosas que resultan irreversibles. Por un lado, EE.UU. no puede decretar el regreso de sus tropas con las manos vacías. A lo menos, tiene que lograr la erradicación del crimen organizado instalado en el poder en Caracas, lo que implicaría seguramente la salida de Maduro. Todo lo demás puede ser objeto de negociación según la visión de un developer neoyorquino y de sus amigos petroleros, interesados en los factores económicos de la operación. Por otra parte, también es irreversible el hecho de que, a través de esta operación, Washington volvió a sentar sus reales en el Caribe sin ningún complejo.
El acomodo de los grandes países caribeños es evidente. Jamaica apoya sin condiciones la cooperación regional con EE.UU. en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado transnacional, pero sin pronunciarse sobre la operación Lanza del Sur. En Trinidad y Tobago, importante abastecedor de GNL de Chile y situado a 14 kilómetros de Venezuela, su primera ministra Kamla Persad-Bissessar ha establecido una alianza estratégica con Estados Unidos como una liberación de la asfixiante cercanía de Maduro. Su proximidad a Washington le es útil desde la perspectiva interna, política y económica. También se alineó con Washington la República Dominicana al facilitarle bases para asentar su presencia en la zona y usarlas en caso de conflicto. Qué decir de Guyana, actor cada vez más preponderante en esa región que necesita despejar la incertidumbre venezolana para su propio desarrollo. En este contexto, se eclipsan las ambiciones de países menores de Caricom, cercanos al ALBA y a Venezuela.
Otra cosa es clara. En la medida que el tiempo pasa y las posiciones en el tablero regional del Caribe se van asentando a favor de Washington, que tiene desplegada allí toda su potencia diplomática, las posibilidades de un diálogo de Trump con Maduro disminuyen y se acerca el punto de no retorno. El tiempo juega en contra del tirano de Caracas.

