Columna El Líbero, 24.05.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE
El pasado domingo hubo elecciones en tres países europeos: Portugal, Rumania y Polonia. Aparte de los temas propios de cada estado, planeaba sobre estos comicios una gran interrogante: ¿cuál sería el peso de los partidos nacionalistas locales, los que otros llaman de extrema derecha? En términos cortoplacistas, estas fuerzas fueron derrotadas. Sin embargo, si medimos su arrastre en relación con votaciones anteriores, se han convertido en todos estos países en la segunda familia política más relevante.
Estos partidos, que prefiero llamar nacionalistas porque su común denominador es aquel (y no el pensamiento liberal, conservador, o cristiano), están suponiendo una dura prueba al espíritu europeísta que hasta hace poco dominaba en los 27 estados de la Unión Europea. Se pensaba que la extensión del estado de bienestar y los principios fundadores de la UE como la paz, la prosperidad, la justicia social, la cooperación entre sus miembros, o la ilusión de crear colectivamente una casa común, motivarían a los ciudadanos. No ha sido así.
Los partidos nacionalistas ya gobiernan en solitario o en coalición en Hungría, Eslovaquia, Finlandia, Países Bajos e Italia. El destino de 97 millones de europeos está parcialmente en manos de ellos. Poco más de un 20% en términos demográficos. En las elecciones del domingo votaron por estos, otros 12,5 millones de europeos.
En Francia y Alemania, donde estas agrupaciones han estado muy cerca de llegar al poder, se han erigido “barreras sanitarias” a su alrededor. Se forjaron alianzas de gobierno entre fuerzas que históricamente poco han tenido que ver entre ellas, y representan a electorados diferentes que no entienden el sentido de decisiones adoptadas por sus dirigentes, por los expertos, los medios académicos. Se trata de alianzas que han sido ampliamente aplaudidas por los grandes medios de comunicación. En Alemania se debatió, incluso, declarar inconstitucional la Alianza por Alemania (AfD). Sin coincidir con estos grupos, pienso que dichas medidas los victimizan y los acercan al votante menos informado y a la mayoría para gobernar.
En ningún país donde las fuerzas nacionalistas ganan musculatura existe interés en salir de la casa común europea, salvo entre minorías, pero obliga a Bruselas a adaptarse a otras sensibilidades. Hay que reconocer que, a lo largo de las décadas, la experiencia de la II Guerra Mundial desapareció del mapamundi personal y se convirtió en un capítulo de los textos de Historia, y que el conocimiento del llamado “socialismo real”, que dominó en la Europa del Este, se encuentra solamente en los asilos de ancianos. Las nuevas generaciones de europeos del Este no experimentaron aquella realidad. Algunos recuerdan la esperanza con que vivieron la caída del muro y la integración en la UE, cuando soñaban alcanzar rápidamente el nivel de vida de los europeos occidentales, y pasearse en un Mercedes por sus pueblos con olor a rebaño. Hoy el bienestar de volvió rutina.
La vida les cambió para mejor en lo material. En los 20 años que transcurren desde el 2004, cuando se integraron los primeros países del Este al concierto europeo, las mejoras en la calidad de vida han sido radicales. Aguantaron estoicamente el sentimiento de superioridad que destilaban los gobiernos de los países fundadores de la nueva Europa; la condescendencia de muchos de los que adhirieron progresivamente al proyecto común; las presiones políticas de los que sentían amenazada su pérdida de influencia. Muchos de estos países exportaron masivamente mano de obra hacia sus vecinos ricos del norte y el oeste y vieron, en primera persona, que se les hacía sentir distintos. Eran europeos de segunda, pero hoy son ricos.
Mientras, los “países tradicionales”, que antes habían acogido generosamente a personas llegadas de sus antiguos imperios, recibieron masivamente a desplazados de diferentes conflictos del mundo, o a quienes simplemente querían participar del bienestar de la tierra prometida europea. En general, los recién llegados ocuparon puestos de trabajo que se habían vuelto excesivamente caros y contuvieron los efectos de la caída de la natalidad. Pedían menos por el mismo empleo y eran poco exigentes. Sin embargo, los nativos se sintieron desplazados en su tierra por una oleada de personas que no cesa, no asimilan las políticas multiculturales, les pesa el vaciamiento de la historia occidental promovido desde las élites, resienten las directrices aprobadas en Bruselas. Se consideran perdedores en su tierra. Decía un comentarista en El Mundo: “…el tejido social de cualquier sociedad se tensa y percibe el peligro para la cohesión nacional cuando los extranjeros son más del 10% de la población”.
En los tiempos que corren, el ahorro externo ha provocado otros desplazamientos. La propiedad inmobiliaria en manos extranjeras ha cambiado la fisonomía de muchos barrios. Por otro lado, el turismo masivo fomenta el retiro de miles de departamentos del mercado de arriendo y encarece el costo de vida. Los habitantes de muchas urbes empiezan a rechazar esa invasión temporal y desaprensiva de su territorio. Protestan. A ellos se suman los que sienten sus ciudades más inseguras; los que ven pasar a grupos cada vez más numerosos de mujeres tapadas; los que rechazan el alto volumen del habla caribeña.
Reclaman seguridad, orden y votan por el regreso a sus valores nacionales. A mayor proximidad a la frontera rusa, el votante del Este elige a los partidos que valoran lo propio. Pasó hace poco en Alemania, donde los estados de Brandemburgo, Turingia y Sajonia prefirieron a la AfD. Ahora mismo, en Polonia y Rumania los distritos más próximos a la antigua frontera soviética se decantaron por los partidos nacionalistas. ¿Qué pasa?
Ocurre que el bálsamo del bienestar no es todo. Hay un fuerte reclamo por la distancia entre el individuo y las normas de Bruselas, a veces incomprensibles, y sienten que sus políticos no los defienden. Basta ver las 17 directrices que traducen las llamadas cinco libertades para el tratamiento de animales de granja: libertad de hambre y sed, es decir, acceso al agua potable y a una dieta saludable y vigorosa; ausencia de molestias, a saber, “un ambiente adecuado con refugio y zona de descanso cómoda”; alivio del dolor, heridas y enfermedades; libertad de expresar un comportamiento normal, o sea, “espacio e instalaciones adecuados y compañía de la misma especie animal”; y libertad de miedo y angustia, esto es, “condiciones y trato que eviten sufrimientos mentales”. Si hay algo que une al ganadero de Paterna del Campo con el de Hajnówka, es la condena a estos extremos reglamentarios.
Comparto lo que dijo el Papa Juan XXIII en Pacem in Terris, en 1963, cuando advertía que no se debe “limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado”. Agregaba que “la autoridad mundial (europea en este caso) debe procurar que (…) se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos”.
Impedir el auge de los nacionalismos que agobian a la Europa “bienpensante” pasa por entender la naturaleza del reclamo de sus sociedades, no por propiciar su expansión a través de barreras de contención. De lo contrario, las actuales segundas fuerzas políticas, conscientes de su peso, más coordinadas entre sí y ávidas de poder, pasarán a ser dominantes dentro de poco.