Columna El Líbero, 08.10.2025 José Joaquín Brunner
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Hoy la lógica de la polarización parece favorecer a las derechas más extremas, también en Chile. Se trata efectivamente de un fenómeno global, del cual somos parte inescapablemente.
Cambio de marea en las derechas tradicionales
La nueva ola -denominada también de derecha radical, ultra o populista, a veces- se sitúa en el extremo del espectro político, más allá de las derechas convencionales o tradicionales; liberal-conservadoras o viceversa. Ejemplos abundan: desde partidos europeos como Vox en España, Ley y Justicia en Polonia o Fidesz en Hungría, hasta líderes como Trump en EE.UU., Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en India, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Nayib Bukele en El Salvador o Javier Milei en Argentina. En Chile, es el caso del Partido Republicano de José Antonio Kast y, más recientemente, de Kaiser y su parido Nacional Libertario. Y, por aproximación, también el de Parisi, en versión de oportunismo populista.
Pese a las obvias diferencias nacionales, de origen y localización ideológica, ¿qué tienen en común estas fuerzas políticas?
En general, comparten una crítica al sistema tradicional de sus países, con desconfianza hacia la política institucional y rechazo de la democracia liberal pluralista y competitiva. Es decir, cuestionan las reglas de juego, mostrando incomodidad, cuando no abierta hostilidad, hacia los mecanismos representativos, los acuerdos amplios, la competencia política y los balances de poderes.
A nivel ideológico, esta nueva derecha radical exhibe varios componentes claros.
Componentes ideológicos
Primero, un nacionalismo agresivo: se produce una afirmación de la identidad nacional (de “patria y sangre” comunes) acompañada de un patriotismo de las fronteras, hostilidad a lo cosmopolita y una radical animadversión hacia los inmigrantes, retratados como “nuevos bárbaros” que amenazan la homogeneidad nacional. Este elemento nativista implica que el Estado debe velar ante todo por los intereses de la población “nativa”, viendo al extranjero (ya sea personas u ideas foráneas) como un peligro para la identidad nacional y un ilegítimo competidor por oportunidades y beneficios locales.
Segundo, una obsesión con el orden y la autoridad: su discurso político se concentra en los valores de orden, seguridad, jerarquía y disciplina, con admiración por “líderes fuertes” que ejercen el mando con “mano dura” y se comunican carismáticamente con “el pueblo”. Este rasgo autoritario promueve una estructura social jerárquica donde cualquier desviación o disidencia es considerada un peligro cuando no una abierta rebeldía.
Tercero, un estilo populista que proclama hablar en nombre de “la gente común” contra élites insensibles, abusivas y corruptas. Estas fuerzas -ya lo sabemos- suelen presentar la sociedad dividida entre un pueblo virtuoso y una casta del poder u oligarquía, al mismo tiempo que, una vez llegadas al gobierno, habitualmente despliegan una administración de cliques y un gobierno de jefatura personalista.
Ese discurso antiestablishment refuerza la idea de que sólo el líder representa verdaderamente a la gente, rechazando mediaciones institucionales, particularmente los partidos, y atacando a cualquier contrapoder que busque dar una expresión alternativa de la “voz del pueblo”.
En breve, como ha señalado el politólogo Cas Mudde, la ideología de estas derechas radicales combina precisamente nativismo, autoritarismo y populismo. Además, son fuerzas “anti pluralistas” en tanto no toleran la diversidad de visiones y sus expresiones en cualquier registro discursivo; más bien tienden a deslegitimar a los oponentes políticos, calificándolos como enemigos peligrosos, traidores a la patria o “malos chilenos” en la jerga de nuestra propia derecha dura, en lugar de reconocerlos como parte legítima del juego democrático.
Además de estos rasgos nucleares, el fenómeno de la nueva derecha iliberal conlleva otros elementos.
Enfoques y estilos rupturistas
Existe una marcada aversión a las izquierdas (de todo tipo), al marxismo cultural y la “ideología de género”, y un rechazo visceral al “cosmopolitismo” asociado a la globalización capitalista. En el caso más extremo, como muestra la ideología trumpiana, dicha aversión se vuelca contra cualquier elemento DEI (diversidad, equidad e inclusión), fenómeno que exhibe la deriva anti humanista de dicha ideología.
Igualmente, se ataca a organismos internacionales (por ejemplo, Naciones Unidas y entidades defensoras de derechos humanos; piénsese en el reciente discurso de Trump ante la Asamblea General de NU), acusándolos de imponer una agenda woke que erosionaría la soberanía, los valores tradicionales, la moral imperial y la supremacía de los relatos occidentales. (Al respecto, vale recordar los últimos versos del poema de Cavafis: “¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? / Esta gente, al fin y al cabo, era una solución”).
También las derechas extremas suelen demonizar a la prensa y los medios de comunicación convencionales, tachándolos de estar “capturados” por corrientes progresistas y propagar fake news, todo lo cual alimenta teorías conspirativas sobre oscuras fuerzas que moverían los hilos de la historia y los laberintos del poder (Deep State).
En efecto, muchas expresiones de ultraderecha abrazan una mentalidad de “guerra fría” y de “batalla cultural”. Entienden las circunstancias del mundo como complots orquestados por enemigos internos y externos, ya sean comunistas, globalistas, minorías étnicas, ateos, potencias extranjeras o inmigrantes. Pronostican la decadencia de Occidente y sus antiguos valores (“griegos, romanos, de Jerusalén y Oxford, según escuché decir irónicamente a un colega en dicha ciudad). Y presagian inminentes “choques de civilizaciones”, donde esperan se producirán dramáticos “estallidos” y violentos desórdenes. Según un comentarista, es una “derecha aversiva” con fuerte tendencia a castigar, condenar, sancionar y excluir al otro, imaginado siempre como una amenaza.
Importa destacar que este giro iliberal de la derecha no significa un rechazo total a la democracia electoral, sino más bien a los elementos liberales de la democracia. Varios líderes de esta corriente han llegado o intentan llegar al poder mediante elecciones, pero una vez allí procuran erosionar los contrapesos institucionales, los derechos de las minorías y las libertades civiles que definen a un régimen plenamente democrático. El término “democracia iliberal” -igual como el más propiamente chileno de “democracia protegida”– alude precisamente a gobiernos elegidos en las urnas o “llamados por el pueblo”. Pero que, una vez establecidos, no respetan principios liberales básicos como el pluralismo, la autonomía judicial, la libertad de prensa o la protección de las minorías. Ya en 1997, el analista Fareed Zakaria advirtió sobre este fenómeno emergente: regímenes que cumplen con la forma democrática (elecciones) (o declaran querer recuperarla), pero vacían su contenido liberal.
Claves de interpretación
Hoy vemos materializarse esas democracias iliberales en ejemplos como Hungría bajo Viktor Orbán -quien abiertamente proclama construir un “Estado iliberal”- o la propia administración de Donald Trump, que es descrita por la prensa internacional como un gobierno “descendiendo hacia el autoritarismo” al ignorar fallos judiciales, atacar a medios críticos y minar normas institucionales básicas. En Estados Unidos, de hecho, varios observadores han llegado a alertar que se estaba acercando un “Defcon 1” para la democracia debido al cariz abiertamente autoritario que tomó el trumpismo en el poder.
A nivel global, la politóloga Marlene Laruelle propone entender el iliberalismo no sólo como un tipo de régimen, sino como un universo ideológico transnacional coherente en su rechazo a las variantes de liberalismo vigente (político, económico, cultural). Es, según Laruelle, una reacción contra el liberalismo contemporáneo en nombre de valores mayoritarios y nacionalistas: exalta la soberanía nacional, las mayorías culturales tradicionales y la homogeneidad, reivindicando un giro desde la política institucional hacia la defensa de identidades culturales “raíces” (ancladas) frente a la globalización.
En otras palabras, la nueva derecha iliberal pretende recentrar la sociedad en torno a “el pueblo” mayoritario, la nación y el orden, desafiando la inevitabilidad del modelo liberal democrático. Este último no sería más que un engaño de las élites político-intelectuales dotadas de educación superior, una visión de “alta cultura” y un (falso) refinamiento burgués que lleva a despreciar a las masas plebeyas, vulgares y deplorables. (Nótese la sorprendente similitud, aunque invertida, de la crítica dirigida antaño por las izquierdas marxista/leninistas a la democracia liberal con la actual crítica de ultraderecha).
Un amanecer portaliano sin fin
Chile no es ajeno a esta ola internacional. Se manifiesta -como ya anticipamos- en las figuras de José Antonio Kast y Johannes Kaiser y su coalición de partidos -Republicano (PR), Social Cristiano (PSC) y Nacional Libertario (PNL)- y en la figura menos clasificable de Parisi, que hoy encarnan un movimiento ascendente de derecho no-tradicional.
Pero las raíces autoritarias, iliberales y de radical desconfianza en la democracia tienen antecedentes remotos y también más próximos en nuestra historia político-cultural.
A la distancia, aún resuenan como un emblema las palabras que Diego Portales escribe a su amigo Cea en marzo de 1822:
“La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y ¿qué ganamos?”.
Más adelante, en la misma misiva y a propósito de visiones autoritarias moralizantes, Portales imaginaba así un gobierno fundacional republicano: “La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual”.
El núcleo íntimo, cognitivo y emocional del iliberalismo contemporáneo, está bien retratado en las palabras del fundador de nuestro “Estado en forma”. Se trata de una reacción realista de los que saben mandar (los de arriba) y reconocen la falta de virtudes de los de abajo. Estos, antes de gozar del derecho a gobernarse eligiendo entre élites competidoras (conservadoras o liberales), deben ser moralizados y enderezados; lo demás es un pregón de ilusos.
A partir de esta suerte de postergación (moral) de la democracia (liberal), un intelectual chileno contemporáneo ha interpretado que ella quedó desplazada para las calendas griegas. Así, escribe, “la República aparece como una realidad política que, desde las primeras décadas de su Independencia, se halla en una (eterna y autoritaria) transición hacia la democracia”. Llevaríamos pues más de dos cientos años a la sombra de un fantasma portaliano. Ningún conservador ha tenido en tan alto concepto a don Diego.
La idea original de una democracia protegida
Mas no se necesita ir tan atrás, ni creer en la eternidad portaliana, para encontrar el filón autoritario e iliberal más próximo de las actuales derechas duras chilenas. A fin de cuentas, basta con retroceder apenas una sola generación; nuestras neo derechas son, efectivamente, hijas y nietos de Pinochet, aunque a algunos les venga mal recordarlo, y son herederas ideológico-intelectuales de Jaime Guzmán, principal autor política de la dictadura y de su posterior metamorfosis en una de “democracia protegida”.
Ya en el anteproyecto constitucional elaborado por la Comisión Ortuzar (1978), cuyo intelectual orgánico fue precisamente Guzmán, se diseña, dirá una estudiosa del tema:
“una democracia protegida y autoritaria, con mecanismos capaces de evitar los vicios y defectos que acabaron, a juicio de los constituyentes, con la institucionalidad chilena. De este modo, como mecanismo de protección de la democracia, la Constitución establece la pluralidad restringida, garantizada por la proscripción de grupos o partidos que sustenten doctrinas totalitarias. Igualmente, establece una libertad de expresión limitada, así como la promoción de la educación cívica, amor a la patria y a los valores permanentes y fundamentales de ésta. Como modo también de preservar la democracia contra conflictos sociales, el anteproyecto establece la proscripción de derecho de huelga en aquellos sectores económicos de interés general para el país. Con este fin también se prohíbe la compatibilidad entre dirigente gremial y político. Para asegurar la seguridad nacional, valor fundamental del ser chileno (nuestro destacado), se establecen mecanismos como el Consejo de Seguridad Nacional, y el nuevo papel de las Fuerzas Armadas. Igualmente, y como mecanismo de defensa, se consagra y refuerza el principio de autoridad” (Moncada Durruti, tesis doctoral, 2003, p. 337).
Un análisis de esa idea de “democracia protegida” -nacida de un Estado que entonces se hallaba en guerra contra una parte de la sociedad civil, hoy recuperada por la ultraderecha en tiempos de batalla cultural contra la democracia liberal- muestra su afinidad con los actuales postulados iliberal-autoritarios.
Según el conocido análisis de Jorge Vergara Estévez (2007) dedicado a la idea original de “democracia protegida”, esta posee un fuerte carácter doctrinario. Se define como antimarxista, antisocialista, anti totalitaria y defensora de la libertad, entendida básicamente como libertad económica; rechaza el principio de la voluntad popular y de la mayoría y los sustituye por el concepto de “voluntad nacional”, la cual reside en las autoridades y la burocracia superior del Estado; es un medio y no un fin y su objetivo es asegurar el progreso económico de la nación; niega el principio liberal de la prescindencia política de las Fuerzas Armadas y las convierte en un actor político permanente, como un nuevo poder del Estado, el “poder de seguridad”; hace del Presidente de la República un dictador legal que reúne en sí las facultades propias del Poder Ejecutivo y gran medida el Poder Legislativo; es un régimen autoritario que emplea el mecanismo electoral para elegir un gobernante autoritario. El mismo Pinochet describe este rasgo como una “democracia vigorosa para autoprotegerse, dotada de vigor suficiente para sobrevivir gracias a los recursos propios. El término define a un sistema de autoridad firme e impersonal, verdaderamente participativo, en contraposición a los antiguos métodos de gobierno por pequeños grupos partidistas” (citado por Vergara).
Hay pues una inconfundible afinidad entre aquella “democracia protegida” diseñada en dictadura y la actual pretensión de una democracia portaliana, iliberal, autoritaria, medio y no fin, centrada en la seguridad nacional, con altas fronteras y baja tolerancia a pensamientos y conductas desviadas de antiguos y nuevos enemigos internos (“¿Qué esperamos congregados en el foro? / Es a los bárbaros que hoy llegan”) (Cavafis, el poeta, ibid).
Si bien hasta hace poco, Chile parecía una excepción -un país estable donde la extrema derecha autoritaria y/o populista no cuajaba-, eso ha cambiado. De hecho, diversos autores sostienen que la irrupción de Kast marca la llegada de la “derecha populista radical” a Chile, después de tres décadas en que este tipo de fuerzas estuvo ausente del escenario nacional. Cristóbal Rovira, experto en extremas derechas, apunta al hecho que Kast y su movimiento ha dado vida a un proyecto que se escinde de la derecha tradicional por considerar que ésta se volvió “blanda” o demasiado moderada, tanto en lo económico como en lo cultural, según hemos comentado aquí y aquí en columnas anteriores.
En cambio, no debería extrañarnos la íntima filiación emotivo-intelectual que existe entre la derecha dura de la dictadura y la actual, y cómo ambas resuenan familiarmente, doctrinariamente, intra-religiosamente, valóricamente, fundacionalmente en su común admiración al eterno portaliano.
El núcleo ideológico autoritario
Además, varios líderes republicanos, incluido el propio Kast, provienen de partidos de la derecha convencional (UDI, RN), a los que abandonaron acusándolos de haberse rendido al modernismo en temas valóricos y al progresismo en materias sociales. El Partido Republicano y sus epígonos nacen por lo mismo en tensión con aquella derecha tradicional (aquella de la fronda aristocrática), repudiando el acomodo centrista que habría caracterizado, dicen, el ciclo de los gobiernos piñeristas, al mismo tiempo que impulsan un proyecto ideológico más radical.
De hecho, sin embargo, el núcleo ideológico central del nuevo proyecto de derecha extrema recicla ideas pertenecientes al viejo “programa pinochetista” -orden, autoridad, libre mercado, democracia protegida, enemigo interno y seguridad nacional, sobre todo- pero actualizadas con una renovada visión iliberal, en sintonía con las derechas extremas que florecen en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica.
No es casualidad, por lo mismo, que Kast haya realizado visitas simbólicas a referentes internacionales de esta corriente; la mega cárcel construida por Bukele en El Salvador, el muro que separa a la Hungría de Orban de la vecina Serbia, las políticas de control migratorio de Meloni, la campaña de “volver a hacer grande a América” de Donald Trump, subrayando así las afinidades ideológicas con estos proyectos. En breve, según expresa una acertada metáfora sobre cercanías ideológicas: “Kast está más cerca de Pinochet que Jara de Allende”.
¿En qué consiste la propuesta de Kast y del Partido Republicano de Chile?
De acuerdo con diversos análisis, su agenda enfatiza tres componentes principales: punitivismo autoritario, ultraconservadurismo valórico y neoliberalismo económico. En otras palabras, promueve mano dura contra la delincuencia, defensa del orden tradicional en lo moral-cultural y un Estado mínimo en lo económico.
Por el lado autoritario-punitivo, Kast aboga por “mano dura” para enfrentar la criminalidad, incluyendo aumento de penas, facilidades para armarse los ciudadanos y militarización del orden público. Esta línea dura en seguridad pública viene acompañada de una retórica que exalta la disciplina y la autoridad, conectando con las demandas de orden ante el aumento de la delincuencia.
En el plano sociocultural, el Partido Republicano adopta posturas fuertemente conservadoras en temas sexuales y de valores, oponiéndose al aborto, al matrimonio igualitario y a los derechos de las minorías LGTBQ, tópicos frente a los cuales el candidato ha guardado un calculado silencio durante la presente campaña, negándose a responder preguntas sobre valores con la excusa de que “todo mundo conoce lo que pienso”. Así es. Republicanos defienden una visión tradicionalista-jerárquica de la familia y la sociedad, erigiéndola como dique frente a los cambios culturales propios de la modernidad. Son los valores grecorromanos, judeocristianos y de los gentlemen al estilo oxfordiano.
A esto se suma una fuerte dosis de nacionalismo nativista: Kast explota el sentimiento antinmigración, vinculando migración ilegal con delitos y crimen organizado, al punto que los inmigrantes -especialmente venezolanos- son convertidos en la primera línea del enemigo interno, como si todos perteneciesen al Tren de Aragua. No está mal acompañado en esto, viendo cómo Trump persigue al mismo enemigo, literalmente, por aire, mar y tierra.
De modo parecido, Kast y sus émulos adoptan una línea extradura contra las demandas de los pueblos indígenas, particularmente el pueblo mapuche en el sur, estigmatizando a sus asociaciones como terroristas y a sus demandas como contrarias al Estado nacional. Este énfasis en delinear un “nosotros” nacional homogéneo contra un “ellos” -ya sean migrantes, indígenas contestatarios, minorías “globalistas” o la izquierda “antipatriota” o woke– refleja singularmente la dimensión nativista y excluyente típica de la derecha radical populista global, adaptada al contexto chileno.
Por último, en lo económico, Kast y sus republicanos se diferencian de varias ultraderechas europeas contemporáneas (que a veces adoptan posturas estatistas o proteccionistas) porque él y su partido son abiertamente neoliberales. Siguen, como he argumentado en otra parte, lo que se ha llamado la “Navarra School of Catholic Neoliberalism” (Moretón, 2023).
Abogan por el libre mercado sin complejos: bajar impuestos, achicar el Estado, defender la herencia del modelo económico de los Chicago Boys. Por esta visión es que el candidato y su equipo se metieron últimamente en un verdadero pantanal, al proponer un mega recorte presupuestario en nombre de la austeridad estatal, recorte que luego no pudieron explicar frente a la derecha más temperada ni frente a los gremios empresariales y la opinión pública, dejando al descubierto un exceso de entusiasmo neoliberal y la absoluta parquedad de sus equipos técnicos. Como sea, el compromiso con el neoliberalismo es un sello peculiar de la ultraderecha chilena, heredado de la dictadura de Pinochet. Y tiene su manifestación más extrema entre los libertarios de Kaiser y su modelo en los planteamientos anarcocapitalistas de Milei.
Efectivamente, Kast reivindica aspectos del legado pinochetista -como la Constitución de 1980, la economía libremercadista y la “mano dura” contra la insurgencia de los 70- lo que muestra la conexión ideológica entre su proyecto y aquella experiencia autoritaria. En los próximos días, con ocasión del nuevo aniversario del estallido social del 18-O de 2019, esta conexión volverá a aparecer ahora enmarcada en el discurso del enemigo interno, la violencia de izquierdas, la ruptura del orden y la anarquía que echa al suelo todas las jerarquías dejando libre el espacio a los fantasmas de la barbarie.
Hegemonía en disputa
Esa filiación histórica y discursiva subraya el conflictivo vínculo que tiene el proyecto de Kast con la democracia liberal. Si bien participa del juego democrático electoral, su discurso y propuestas colisionan con varios principios liberal-democráticos. Por ejemplo, llegó a proponer la expulsión del territorio nacional de organismos internacionales de derechos humanos que atenten contra la soberanía y a criticar la independencia de los poderes del Estado cuando, a su juicio, impiden combatir decididamente la delincuencia o el terrorismo. La ambivalencia democrática de las neo derechas está allí presente: por un lado, estas se legitiman con votos, pero, por otro, se enarbolan ideas de orden y autoridad que podrían erosionar el pluralismo, las autonomías institucionales y las garantías a las minorías.
En la reciente contienda constitucional, el Partido Republicano mostró esta tensión al anteponer su visión ideológica pura antes que buscar consensos: obtuvo una mayoría en el Consejo Constitucional de 2023, pero prefirió bloquear un nuevo texto constitucional de amplio consenso preparado por una comisión experta antes que flexibilizar su fidelidad a la concepción de una democracia protegida. Con ello dinamitó la oportunidad de una nueva Constitución de amplio acuerdo, evidenciando que prioriza la hegemonía de sus principios por encima de un pacto democrático amplio.
Esta conducta intransigente reveló una autocomprensión simbólica en lucha contra la derecha tradicional de Chile Vamos: el Partido Republicano no se veía a sí mismo como una facción radical marginal, sino como el nuevo eje alrededor del cual debía reordenarse toda la derecha. Y en gran medida parece estar lográndolo, al menos hasta ahora; Kast impuso su liderazgo al resto de la derecha chilena en la elección presidencial de 2021 al forzar su apoyo en segunda vuelta y actualmente, con su influencia dominante, empuja a los partidos de Chile Vamos a desempeñar el papel de segundos violines en la lucha por la presidencia de la República.
Dicho en breve, en Chile estamos frente a una nueva derecha iliberal que, igual que sus pares internacionales, critica la democracia pluralista, exalta valores autoritario-nacionalistas y despliega un discurso populista excluyente. Este extremo ideológico -encarnado por Kast y su partido, pero también por Kaiser y en ocasiones por Parisi en el filón populista-oportunista- se ha convertido en el polo gravitante dentro de la constelación de derechas chilenas, desplazando el eje político tradicional del sector hacia posiciones antes impensables.
La polarización resultante beneficia al grupo más extremo y obliga al resto de la derecha a subordinarse a su agenda. A su vez, mantiene en vilo a un gobierno de centroizquierda que lidia con sus propias debilidades y contradicciones, viéndose acorralado por la agenda impuesta por la oposición derechista más dura. Paradójicamente, esa agenda -centrada casi exclusivamente en seguridad y orden y en un Estado de emergencia nacional- comienza a tensionar los equilibrios del sistema democrático chileno, por ejemplo, con propuestas de ampliar el papel de militares en seguridad interior o de endurecer continuamente los “estándares de protección de la democracia” de formas que recuerdan prácticas autoritarias del pasado. Asimismo, los candidatos de derechas compiten por levantar muros y cavar zanjas en la frontera norte o, incluso, como propone Parisi, sembrar el territorio limítrofe de minas antipersonales para combatir la inmigración ilegal.
La sociedad en su conjunto pierde: se enrarece el clima de convivencia democrática, el pluralismo se ve amenazado y el debate público se empobrece, reducido a trincheras. Pero, adicionalmente, el resurgimiento de esta derecha iliberal -tanto global como localmente– plantea un desafío mayúsculo: cómo renovar, si todavía se puede, la democracia liberal y sus valores sociales, sin ceder a las presiones autoritarias, de restauración de formas protegidas de democracia y de volcamiento del Estado hacia un ceñido control de la sociedad civil, incluidas las universidades y los medios de expresión pública, las calles de las ciudades y los contenidos curriculares, las manifestaciones de la cultura y la memoria, y del lenguaje y la moral, como está ocurriendo sin disimulo -y, atención, con significativo apoyo popular– en los Estados Unidos de Trump.
No digo que las derechas extremas de Kast, Kaiser y Parisi, con sus mezclas autoritario-populistas, conservador-restaurativas, iliberal-securitarias, sean un peligro inminente de destrucción de la democracia chilena. Entre otras cosas, porque para gobernar necesitarán integrar a las fuerzas de derecha convencional que, se supone, representan elementos de democracia liberal y poseen una vocación más claramente institucional.
¿Por qué entonces dedicar este espacio a la amenaza de esas nuevas derechas?
Porque, efectivamente, son portadoras de un proyecto que se inscribe en una tradición política nacional iliberal de origen portaliano y que culminó con la dictadura cívico-militar de Pinochet.
Esta tradición se ve revitalizada hoy en Occidente por la ola más reciente de propuestas que, partiendo de una crítica a las democracias en forma, liberal-sociales, pluralistas y de sociedades abiertas, se dirige hacia democracias protegidas, iliberales, autoritarias, excluyentes, de emergencia permanente y puramente instrumentales, orientadas a la acumulación de los capitales, el control de las sociedades y el nacionalismo-populismo cultural.
Nuestras nuevas derechas y sus líderes y partidos se hallan envueltas en esos mismos dinamismos con similares orientaciones. De allí la necesidad de estar atentos a estos fenómenos -en Chile e internacionalmente- de manera de evitar que nuestra sociedad quede atrapada, nuevamente, en los laberintos de su propio pasado autoritario y busque, desde allí, repetir una nueva experiencia de “reconstrucción nacional”.
El Comité Nobel noruego ha otorgado este viernes el Nobel de la Paz a la opositora venezolana María Corina Machado (Caracas, 58 años). El comité la ha elegido “por su incansable trabajo promoviendo los derechos democráticos para el pueblo de Venezuela y por su lucha por lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”. Machado lleva desde finales de agosto del año pasado en la clandestinidad a causa de la represión desatada por el régimen de Nicolás Maduro tras las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024, en las que la galardonada, que no pudo participar en la contienda por estar inhabilitada, apoyó la candidatura del diplomático Edmundo González Urrutia.

