Desarrollo inicial del nacionalismo europeo

Extracto del libro
"El hombre, el estado y el sistema: La diplomacia en la era del nacionalismo europeo (1814-1939)" 
Juan Salazar Sparks 
Universidad Finis Terrae, Santiago 2005

El estado nacional moderno, que se afianzó primero en Europa entre mediados del siglo XIII y mediados del XVI (con Inglaterra y Francia primero, luego con España) para extenderse después por todo el mundo entre fines del siglo XVIII y comienzos del XX, se convirtió en la forma de organización política más importante de la era contemporánea. Por cierto, surgió de maneras diferentes, ya sea como resultado de monarcas reformadores e ilustrados (la Paz de Westfalia reconoció la figura jurídica del Estado en 1648), de la revolución interna (republicanismo), o bien, de la desmembración de los grandes imperios. Hay quienes distinguen, por ello, tres formas distintas de generación de estados-naciones según la región geográfica:

(a) El proceso dado en la periferia atlántica a través de monarquías o regímenes centralizadores pero -a su manera- reformadores (Inglaterra y Francia);
(b) Lo acaecido en Europa central, fruto de la unidad lingüística y cultural (Italia y Alemania); y
(c) Los movimientos de segregación producidos al interior de los imperios considerados como “cárceles de naciones” (Habsburgo, Otomano y Romanov). En cualquiera de sus formas o lugares, la constitución, consolidación y expansión del Estado-nación dio lugar al nacionalismo, fenómeno que coincidió con la declinación de la religión como fuerza social motora, en el sentido de que fue una reacción del humanismo individualista al universalismo teocéntrico.

Para fines de la primera mitad del siglo XIX, se había consolidado en forma paralela en Europa el poder de la burguesía. A pesar de que el Congreso de Viena (1814-1815) había promovido la Restauración y, con ello, constituía una suerte de agente del Antiguo Régimen, la verdad es que dicha situación se vio superada con bastante rapidez. Si bien se reinstauraron algunas monarquías, al amparo de las revoluciones (1830 y 1848) se generalizaron las reivindicaciones a favor del sufragio universal y la justicia social, a la vez que se fue afirmando un liberalismo burgués enfocado a la obtención de mayores libertades individuales, a la separación de los poderes del estado (elección popular y fortalecimiento de los parlamentos) y a la libertad comercial (la doctrina del laissez faire, laissez passer). Por ello, entre 1815 y 1848, se dio lo que podríamos llamar el “nacionalismo romántico”, movimiento amplio que abarca tanto las artes (literatura y música) como la política y que desemboca en la revolución y en la caída definitiva de la monarquía (en Francia). Ese nacionalismo romántico y burgués era esencialmente individualista y una reacción contra los absolutismos y las jerarquías reinantes tanto sociales como políticas. Se asociaba, pues, a un concepto de modernización: secularización, urbanización, liberalismo y el imperio general de la ciencia sobre la religión.

Después de las revoluciones, concretamente entre 1848 y 1871, el movimiento es cooptado por una suerte de “nacionalismo realista” y conservador, que en lo práctico se tradujo en las unificaciones de Italia y Alemania. Más que un proceso individualista en las artes y la política, se produce una exaltación del colectivo nacional y de la comunidad como tal, donde el estado adquiere un valor por encima de sus propios ciudadanos. En otras palabras, la concepción moderna del Estado-nación moderno se fue estructurando sobre la base de dos vertientes principales: “la primera, surgida con la Revolución francesa, proclama que es una unión de ciudadanos libres e iguales, con voluntad de vivir juntos; la segunda, procedente de la tradición romántica alemana, orgullosa de su pasado, su identidad y su carácter, afirma que es un conjunto de territorios con una misma cultura, que va más allá del individuo concreto”.

Ahora bien, desde un punto de vista metodológico, se puede afirmar que las naciones calificaban como estados cuando cumplían tres requisitos básicos copulativos:

(1) Una población asociada a través de valores comunes (nación);
(2) Un pueblo nacional políticamente organizado para actuar en forma conjunta (gobierno); y
(3) Una nación debidamente organizada y gobernada debe habitar un territorio reconocido como tal por los demás estados.

El nacionalismo vendría a ser, por lo tanto, el movimiento que agrupa la institucionalización de esos sentimientos y valores nacionales por encima de meros intereses étnicos, derechos y tradiciones de soberanos, y de ideologías. En otras palabras, es la creencia de que cada nación tiene tanto el derecho como el deber de constituirse en un estado.

Por cierto, junto con la evolución de los estados modernos, se desarrollarán en el tiempo diversas definiciones de nacionalismo. El francés Ernest Renan (1823-1892) considera como elemento esencial del mismo la voluntad de ser, siendo la nación “un plebiscito cotidiano”, “un principio espiritual” y “una conciencia moral”. El erudito norteamericano Carlton J. H. Hayes (1882-1964) agrega la variable histórica, al sostener que es producto de “factores recordados o imaginados del pasado de un pueblo”. Liah Greenfeld, cientista política y socióloga de la Universidad de Boston lo entiende, en cambio, como algo conceptual o ideológico que es independiente de la etnicidad. Por su parte, el ya desaparecido historiador británico Hugh Seton-Watson (1916-1984) estimaba que el nacionalismo existe cuando una cantidad significativa de gente de una comunidad considera que forman una nación o se comporta como si la formara. Su compatriota, el utopista H. G. Wells (1866-1946), sostenía que se trataba de un movimiento por el cual cada nación procura completar su soberanía para manejar sus asuntos en su propio territorio y en forma independiente de los demás. Benedict Anderson (n.1936) de la Universidad de Cornell habla del desarrollo de la imprenta y de la estandarización de los idiomas, los que -junto con el surgimiento de las literaturas vernáculas escritas- posibilitan las “comunidades imaginadas”. Finalmente, el filósofo político marxista escocés Tom Nairn sentencia que el nacionalismo es una “patología social”.

Entre éstas y muchas otras aproximaciones teóricas nos quedamos con un concepto bien general y simple que se refiere al “sentimiento de lealtad hacia un grupo unido por raza, idioma e historia”. Pero, para los efectos de nuestro análisis de la política internacional, entendemos como un factor importante el proceso donde “unidad política y nacional son congruentes”. Es decir, “la nación-estado estaba destinada únicamente a un pueblo que compartía una identidad común y una serie de creencias, obtenidas mediante su experiencia histórica”. Ese fue, precisamente, el fenómeno que a todas luces predominó con mayor fuerza en la época comprendida entre la Revolución Francesa y el final del imperialismo europeo después de la segunda guerra mundial.

En consecuencia, el nacionalismo irrumpió con los cambios operados por la Revolución francesa difundidos en Europa por las guerras napoleónicas. Estaba asociado con la soberanía popular y ésta con la nación. Además, los franceses revolucionarios tenían por patriotas a quienes demostraban el amor a su país a través de la reforma. Cuando el imperio francés exportó sus ideales libertarios, incentivó los sentimientos nacionalistas en el resto del continente, en cuyo caso se trataba de una reacción contra la dominación francesa. Al decir de un autor, “el éxito del pensamiento romántico permitió que el nacionalismo se convirtiese en el movimiento de las vanguardias de su época, con una difusión y vitalidad que ninguna otra ideología había conseguido hasta ese momento”. En un primer momento, fruto del Congreso de Viena y su proceso de restauración, las revoluciones liberales de 1820, 1830 y 1848 fracasaron en parte frustrando los deseos de muchos europeos de poner fin al Antiguo Régimen para recomponer Europa sobre la base del principio de las nacionalidades. Pero, lentamente, los regímenes liberales se fueron imponiendo y, con ellos, se extendió el nacionalismo.

La ulterior etapa del nacionalismo en Europa se presentará en el curso de la segunda mitad del siglo XIX bajo dos formas diferentes: una, de inspiración romántica, liberal y democrática (italiana) y, la otra, conservadora y autoritaria (alemana). Ambas corrientes eran procesos dirigidos por una burguesía que procuraba un mercado nacional unificado y por una clase política ambiciosa que cuestionaba el estatuto territorial europeo, ya sea para la disociación o unificación de estados. Más tarde el fenómeno adquiriría otras dos orientaciones diferentes: si durante el siglo XIX la construcción de varias naciones europeas se consideró parte esencial de la evolución histórica, al combinar el concepto moderno de Estado-nación con la estructuración de una economía nacional (movimientos de unificación), en el siglo XX se dieron fundamentalmente movimientos pro liberación e independencia como agentes principales para la eliminación de una administración imperial (principio de la autodeterminación). En ambos casos, se daba la misma dicotomía entre la tendencia a unir poblaciones dispersas versus la tendencia al separatismo de minorías.

En lo que respecta al nacionalismo propiamente europeo, es cierto que después de Napoleón el fenómeno amainó como consecuencia de la Restauración, la que sofocó en 1815 los anhelos de independencia nacional de muchos pueblos. Sin embargo, los patriotas italianos seguían luchando contra el despotismo austriaco y los polacos contra la dominación autocrática rusa. Los belgas aspiraban a su separación de Holanda, porque a los católicos flamencos les molestaba estar subordinados a un gobierno protestante (la Casa de Orange) y a los valones liberales el régimen demasiado autoritario de los holandeses. Por su parte, los Balcanes eran un verdadero hervidero de etnias, culturas y religiones, que intentaban desprenderse del imperio otomano.

Dentro de todas esas fuerzas en ebullición, se produce la secesión de Grecia, el primero de los pueblos cristianos separados del imperio otomano fruto de la acción de potencias extranjeras y de diversos personajes. Entre éstos cabría mencionar el caso de Adamantios Korais (1748-1833), un académico griego graduado de la Universidad de Montpellier en 1788 que pasó gran parte de su vida exiliado en París y que se dedicó a denostar la influencia bizantina en  su país y a luchar contra el imperio otomano. La épica guerra de independencia griega (1821-1827) quedará sellada con la victoria franco-británica sobre los turcos en la batalla naval de Navarino (1827) y el consiguiente Tratado de Adrianópolis (1829). Dicho acuerdo puso fin a la Guerra Ruso-Turca de 1828-1829 y decretó –entre otras disposiciones- la soberanía helénica garantizada por Gran Bretaña, Francia y Rusia.

El primer presidente de Grecia será el conde Giovanni Antonio Capo D’Istria (1776-1831), un diplomático al servicio del zar ruso, que había integrado la delegación de dicho imperio en el Congreso de Viena. Fruto de los desórdenes civiles posteriores a la muerte de éste, las potencias garantes impondrán en 1833 a un entusiasta helenófilo, el príncipe de Baviera Otón de Wittelsbach (1815-1867), el hijo menor del rey Ludwig I de Baviera (1786-1868), como el nuevo rey Otón I de Grecia, y al conde Josef Ludwig von Armansperg (1787-1853) como su regente (por minoría de edad del rey), junto a centenares de mercenarios bávaros. El reinado de este primer soberano griego entre 1832 y 1862 fue complicado, puesto que habiendo tenido que aceptar una constitución liberal con el correr del tiempo impuso un régimen corrupto y despótico. El monarca de origen alemán era por ello detestado y despreciado por sus súbditos griegos. A la postre, los movimientos antidinásticos griegos lo destronaron mediante una revolución popular, a raíz de lo cual los garantes (Gran Bretaña, Francia y Rusia) llamaron al trono al príncipe danés Jorge de Oldenburgo (1845-1913), el cual como Jorge I de Grecia (1845-1913) sí tendrá un largo y popular reinado, sólo interrumpido al final por los disparos de un perturbado griego (Alexandros Schinas) mientras el rey se paseaba por la recién liberada Salónica durante la segunda Guerra Balcánica.

Entre tanto, el 18 de noviembre de 1830, se rompe el extraño matrimonio creado por el Congreso de Viena entre Holanda y Bélgica, cuando los flamencos (holandeses católicos) se sublevaron y, como era de esperarse, tuvieron el apoyo francés (por el apoyo a los valones). Sin embargo, será Leopoldo I de Bélgica (1790-1865), un príncipe alemán de Sajonia-Coburgo, tío y muy cercano de la reina Victoria I de Gran Bretaña, así como yerno tanto de Jorge IV (1762-1830) como de Luis Felipe de Orleáns (lo vemos más adelante), el ungido como el primer soberano belga que reinara en forma prudente y activa entre 1831 y 1865. Pero, a la larga, los mayores movimientos nacionales de la época, que se traducirán en dos nuevos e importantes actores del escenario europeo, serían Italia y Alemania. Así como la lengua francesa fue esencial para el concepto de Francia, de igual forma las lenguas vernáculas literaria y administrativa italiana y alemana fueron la base de las pretensiones de dichas nacionalidades.

En la primera parte del siglo XIX Austria era la única potencia satisfecha en el continente, pues el resto mantenía intereses y reivindicaciones importantes. En este caso, “dos gobiernos decididos, representados por sus cancilleres -Cavour y Bismarck- con parecida estrategia, similares oportunidades, iguales objetivos (fortalecer sus respectivos reinos y hacer de ellos la fuerza aglutinante de la unión) y el enemigo común (predominio austriaco en el norte y centro de Italia y en la Confederación Germánica) hizo que ambas unificaciones se interfirieran e influyeran mutuamente”. Los éxitos que se alcanzarán en Italia primero y en Alemania después animarán más tarde a los nacionalistas del resto del mundo, particularmente en el imperio otomano pero también en Japón, China y en otros lugares donde generalmente se trató de una reacción a la dominación occidental.

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