A 32 años del colapso del mayor experimento estatizante

Columna
El Líbero, 01.01.2024
Iván Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)

La recurrida frase de Víctor Hugo en el sentido que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su momento histórico, parece útil también si se le utiliza en el sentido inverso. Es decir, no hay nada más desastroso que una idea floreciendo en el momento más inapropiado. El intento de reformar la URSS, lo ilustra. El resultado fue la disolución del imperio. Aquello ocurrió hace 31 años.

Quizás en este ejercicio inverso se inspiró Vladimir Putin al calificar la desaparición de la URSS como una de las grandes catástrofes del siglo 20. Lo concreto es que, pese a los años transcurridos, sigue siendo imposible determinar si el colapso fue o no evitable. Lo que sí quedó en la retina fue su disolución wagneriana. Un espectáculo histórico, abrupto, acompañado de una musicalidad intensa y majestuosa.

El lado positivo de este dramático proceso es bastante claro. Significó el término del experimento estatizante jamás realizado. Les devolvió el carácter abstracto e inalcanzable a las propuestas políticas basadas en un igualitarismo edénico.

No es extraño entonces, que, año a año, se le revisite. La gran pregunta que sigue inquietando a académicos, políticos, estudiantes e incluso a curiosos de todo el mundo es, ¿cuál fue la causa de su desplome?

La inquietud intelectual y política sobre este punto es obvia. No existe una situación comparable. Es el único caso de una potencia configuradora del orden internacional, tentada a cometer suicidio, sin haber recibido una pulsión militar externa.

Muchos siguen especulando con las estadísticas sobre el lamentable estado de la economía soviética hacia los años ochenta y su imposibilidad de mantener el ritmo de las millonarias innovaciones en armamentos. Quienes sostienen esta hipótesis, le adjudican casi todos los méritos a Ronald Reagan y su decisión de impulsar la Iniciativa de Defensa Estratégica.

Para la reconocida sovietóloga francesa, Helen Carrière D’Encause, el choque entre las grandes naciones soviéticas y el carácter multinacional del imperio, lo convertían en un proyecto históricamente inviable. Ella priorizó el elevado crecimiento demográfico de los musulmanes como casus belli determinante. Sin embargo, las profundas enemistades entre el centro y la periferia, así como una polarización doméstica extrema fueron los elementos más desestabilizantes. Las numerosas guerras en el espacio postsoviético lo confirman.

Lo interesante es que diversos estudios revelan un motivo bastante más prosaico. El grueso de la gente sencilla de la ex URSS, pese a mantener fuerte orgullo por el enorme avance tecnológico alcanzado por su antiguo país, manifiesta no haber entendido jamás los objetivos políticos de tan monstruosas inversiones en industria pesada. Dicen haber preferido algo más popular y menos costoso. Que en la URSS se hubiesen fabricado jeans.

Esta simpleza del ruso común coincide con lo observable en todos los otros países que tuvieron aquel régimen. Más allá de las explicaciones multifactoriales, el tema de la calidad de vida es concluyente.

Por eso, al comparar las principales ciudades de hoy, y su panorama multicolor, con el lúgubre gris soviético, se puede asumir que las cuestiones propias de una sociedad de consumo están en el centro del interés de los rusos. La satisfacción provocada por una economía de mercado sugiere que, hoy en día, el ciudadano común es bastante más feliz que el homo sovieticus.

Sin embargo, hay otros factores a considerar y que son importantes para las perspectivas políticas actuales. Uno: la ideología como traba para la imaginación política. Dos: lo nefasto de las estructuras rígidas al interior de un Estado. Tres: las consecuencias geopolíticas de cambios tan abruptos.

En cuanto a lo primero, la experiencia soviética confirmó lo negativo de una ideología entendida como religión de Estado, con un apego dogmático a textos sagrados y proféticos, que creían entender mejor que nadie el futuro de la humanidad. A la hora del desplome, de nada sirvieron el materialismo dialéctico ni el materialismo histórico. Y previo a ello, ni sus guerras santas ni mártires le sirvieron para mitigar el desgaste. Tampoco sus vilipendiados herejes, como Trotsky, pudieron acudir a la emergencia en la hora final. Ahí se apreció en toda su dimensión el toque wagneriano del derrumbe.

Por eso, no es una simple casualidad que, a partir de ese fatídico 25 de diciembre de 1991, los partidos de inspiración marxista de todo el mundo hayan iniciado un declive irreversible. Muchos desaparecieron por completo. Otros se convirtieron en sectas nostálgicas. Unos cuantos sobreviven gracias a argucias menores, al alero de socios considerados algo más neutros. Varios partidos latinoamericanos encontraron refugio en populismos mesiánicos, tomando elementos jesuitas en favor del pobrismo y adoptando retóricas ambiguas.

Luego, la franqueza con que Gorbachov desnudó el desempeño de la economía soviética caló muy hondo en el mundo entero. Reconocer que la economía centralmente planificada era un fracaso total y que generaba una burocracia parasitaria -la llamada nomenklatura– tuvo efectos desmoralizantes entre sus seguidores. Pero también fue sorpresivo para el resto de la gente. Varios renombrados economistas -incluso P. Samuelson- estimaron que, si la economía soviética retomaba los ritmos vertiginosos de crecimiento post Guerra, podía superar a la estadounidense entre 1987 y 1997. La inflexible verticalidad impidió aquello. Harari habla de que la clave está en la imposibilidad del modelo para procesar gigantescos volúmenes de datos y relata cómo algunos científicos alertaron del problema en los 70. Un proyecto cibernético parecido a una red de redes no tuvo eco en las autoridades.

El diagnóstico de Gorbachov no sólo dejó en claro que aquel modelo es irreformable. Confirmó la importancia de un sector privado dinámico y no sometido a estrecheces. Los chinos fueron categóricos. Basados en la experiencia soviética, crearon zonas económicas especiales, cuya legislación liberalizadora seguramente dejó pálido al propio Milton Friedman.

Luego, hay coincidencia, que la disolución soviética tuvo consecuencias complejas en el plano geopolítico. Pese al peligro de una hecatombe nuclear, el orden bipolar ya había alcanzado una razonable madurez en materia de coexistencia. Moscú y Washington habían desarrollado un lenguaje negociador consensuado. Se estaba operando con ciertos niveles de confianza mutua. Eso estalló en mil pedazos y las consecuencias no han sido buenas. Las lecturas hechas por republicanos y demócratas sobre lo ocurrido difieren demasiado y eso ha repercutido en la relación ruso-estadounidense, especialmente, durante la administración Biden.

Poco antes del derrumbe, un agudo asesor de Gorbachov, Gennadi Arbatov, pronunció unas frases proféticas, que nadie tomó muy en serio en esos años. Ante la inminencia del colapso, les dijo a los americanos: “les vamos a infligir el mayor de los daños jamás pensado… los dejaremos sin enemigo”. No alcanzó a divisar que el estatismo sobreviviría. Aunque malherido, desfalleciente y especialmente sin brújula.

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