A las puertas de la Revolución de Octubre (1917)

Columna
El Líbero, 23.09.2017
Alejandro San Francisco, historiador (Oxford), académico (PUC-USS) y director de Formación Instituto
Res Publica

Como suele ocurrir en los grandes acontecimientos históricos, ellos son la suma de pequeños detalles, de decisiones personales, ideas motivadoras, estructuras que se resquebrajan o muestran fortalezas. En definitiva, en los momentos decisivos confluyen una serie de factores que, mirados hacia atrás, permiten explicar el qué, cómo y por qué de la trayectoria humana.

Hace exactamente cien años el mundo estaba a las puertas de sufrir una de las revoluciones más importantes y transformadoras de su historia: la Revolución Bolchevique. Ciertamente, en septiembre de 1917 eso todavía no se podía saber, pero los actores decisivos llevaban meses actuando de una manera que sin quererlo -el caso del gobierno de Kerenski- o queriéndolo -ciertamente era la situación de Lenin-, se encontraban colaborando con facilitar un escenario favorable al éxito de lo que sería un nuevo cambio de régimen.

La caída de los zares a comienzos de ese año dejó muy claro que se había acabado el régimen monárquico de largos siglos de historia. En cambio, no quedó establecida con la misma claridad cuál sería la nueva forma de organización de Rusia, considerando la debilidad sobre la que se edificó el sistema liberal parlamentario, las continuas disputas internas y la debilidad de las autoridades, a lo que se sumaban numerosos detractores.

Uno de los problemas más graves fue el llamado “asunto Kornilov”, por el comandante en jefe, de gran popularidad, dispuesto a enfrentar a los soviets, y que estimaba que Kerenski no era apto para gobernar. A fines de agosto habría hecho tres propuestas, según le atribuían quienes se habían reunido con él: “1. Que se proclame la ley marcial en Petrogrado. 2. Que toda la autoridad civil y militar se ponga en manos del comandante en jefe. 3. Que todos los ministros, sin excluir al primer ministro, dimitan y la autoridad ejecutiva provisional se transfiera a viceministros hasta que el comandante en jefe forme un gabinete” (en Richard Pipes, La Revolución Rusa, Barcelona, Debate, 2016). Como era esperable, Kerenski consideró que estaba en marcha un golpe de Estado, hizo poner bajo arresto a Kornilov, quien había decidido desobedecerlo, tras ser acusado de traidor. Un periodista inglés señaló que “el desafío planteado por Kornilov al gobierno fue un último y desesperado esfuerzo por detener el proceso de su destrucción”.

En realidad, a esa altura el gobierno estaba desgastado y tenía poco dominio sobre la situación. Ese gran observador que fue Jacques Sadoul escribió a comienzos de octubre una carta lapidaria: “El gobierno lleva seis meses sin gobernar. Los Miliukov, los Kerenski son unos ideólogos parlanchines, sin energía, sin método, incapaces de actuar. Los engranajes administrativos y económicos están estropeados. La gente, hay que reconocerlo, saquea, roba y mata ante la calma y la indiferencia generales. La nueva Rusia, alumbrada por la revolución [contra los zares], es tan frágil como un recién nacido” (en Cartas desde la revolución bolchevique, Madrid, Turner, 2016).

Esta debilidad fue percibida claramente por quien resultaría triunfador en toda esta compleja situación: Lenin. El líder bolchevique estaba convencido de la necesidad de insistir sobre ciertas exigencias básicas, como el fin de la guerra, el pan para los núcleos urbanos y la tierra para los campesinos. Por otra parte, como había planteado en las Tesis de abril, era necesario un régimen político distinto, no uno liberal o burgués: “No una república parlamentaria –volver a ella desde los sovietsde diputados obreros sería dar un paso atrás–, sino una república de los soviets de diputados obreros, braceros y campesinos en todo el país, de abajo arriba. Supresión de la policía, del ejército y de la burocracia”.

Lenin ocupaba su tiempo, además de pensar y planificar la acción política, en escribir algunos documentos fundamentales. Así comenzó a redactar El Estado y la revolución, que completaría al año siguiente. Más importante, para efectos prácticos, fueron las cartas que preparó para el Comité Central, en las cuales definía la necesidad de la acción. “Después de haber conquistado la mayoría en los sovietsde diputados obreros y soldados de ambas capitales, los bolcheviques pueden y deben tomar en sus manos el poder del Estado”, decía en una de ellas (“Los bolcheviques deben tomar el poder”, 12-14 de septiembre de 1917). En esto consideraba el apoyo de la mayoría del apoyo del pueblo, por lo cual el Partido debía decidir “el destino de la revolución”. Así, “se trata de conseguir que esta tarea sea clara para el Partido: plantear al orden del día la insurrección armada en Petrogrado y Moscú (comprendida la región), conquistar el poder, derribar el Gobierno. Hay que pensar en cómo hacer agitación en pro de esta tarea, sin expresarse así en la prensa. Recuerden y reflexionen sobre la palabras de Marx respecto a la insurrección: la insurrección es un arte’”.

En otro documento, titulado “Las tareas de la revolución”, insistía en algunos aspectos fundamentales: el poder para los soviets, la tierra para los que la trabajan, la lucha contra el hambre, y hacer frente a la contrarrevolución (de los terratenientes y capitalistas), además de la omnipresente demanda de paz a los pueblos.

Lenin recelaba de los indecisos y estimaba que debía enfrentarse el momento con determinación. En su caso, la clave estaba en la insurrección contra el gobierno provisional y la toma del poder, como aspecto principal del programa del Partido Bolchevique. Un aspecto notable es que, dentro de su mismo partido, las opiniones estaban divididas, y muchos eran más cautelosos y no compartían la urgencia leninista.

Sin embargo, como observa Robert Service, Lenin confiaba en que tendría apoyo popular. Ciertamente, también contaba con la resistencia que provocaría: había leído mucho sobre la Revolución Francesa y conocía el experimento por controlar el poder, el fracaso final, incluida la carnicería en la que desembocó. “No ponía objeciones al terror en sí”, pero estimaba que “no se debería andar en bromas con la guillotina”. Por otra parte, estaba convencido de que la elección de Rusia sería entre dos extremos: “una dictadura burguesa o una dictadura proletaria” (Lenin. Una biografía, Madrid, Siglo XXI Editores, 2001).

La historia mostraría, dentro de muy poco, que la dictadura triunfante sería la del propio Lenin. Modificaría la historia para siempre, con su secuela de ilusión y de terror.

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