A propósito de autocrítica

Columna
El Mercurio, 01.04.2023
Roberto Ampuero (escritor) y Mauricio Rojas (historiador económico), autores de Diálogo de Conversos

Hace unos días el presidente Gabriel Boric afirmó lo siguiente: “Vale la pena reflexionar respecto de nuestras actuaciones en el pasado, en donde siempre creo que vale la pena reconsiderar y actuar de acuerdo al contexto que estamos viviendo en Chile”.

Para algunos, estas palabras representaron un esperanzador atisbo de una autocrítica suya pendiente, lo que de ser así nos alegraría profundamente.

Sin embargo, creemos que esta esperanza no tiene, al menos por el momento, asidero real, lo que lamentamos, pues nada le haría hoy mejor a nuestro país que una reflexión genuina y profunda de su parte que vaya más allá de las “actuaciones” y “el contexto” y se pregunte por las razones que las motivaron, es decir, por los fundamentos ideológicos que lo llevaron a actuar de una manera que ha dañado de modo grave a Chile.

Los abajo firmantes han recorrido un largo camino tratando de entender las motivaciones profundas y las consecuencias de un tipo de actuar político que en su momento contribuyó al trágico hundimiento de la democracia chilena.

Nuestras consideraciones esenciales al respecto, que quedaron plasmadas en el libro “Diálogo de Conversos”, parten de la fascinante llamada de la utopía, el sublime impulso a cuestionarlo todo, a considerar que la historia de Chile comenzaba con nosotros mismos, y a creernos portadores de una verdad y una moral superiores.

Por ello nos enamoramos en nuestra juventud de la promesa comunista de crear un paraíso sobre la Tierra, admiramos sin límites a la dictadura castrista y nos transformamos en extremistas políticos, fervorosos creyentes de una revolución que exigía destruir lo existente para abrirle las puertas a ese luminoso futuro que tanto anhelábamos.

Nos creíamos un Mesías y no éramos más que esbozos de futuros tiranos, como lo han sido todos aquellos que han llegado al poder con el propósito de realizar el sueño milenario de una sociedad perfecta habitada por “hombres nuevos”, de aquellos de que hablaba el Che Guevara y en cuyo nombre proclamaba con orgullo que “hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”.

El extremismo político, con ese ardiente deseo de destrucción de todo lo existente que se hizo patente en Chile a partir del 18 de octubre de 2019, viene siempre adornado con las mejores intenciones y por ello resulta tan seductor y peligroso.

El presidente es hijo de esa misma ilusión, ese sueño mesiánico que puede cambiar de ropaje y lenguaje, adecuándose “al contexto”, pero que por sobre todo es fiel a ese espíritu refundacional que el presidente ha encarnado de una manera tan fidedigna.

El hecho de que hoy gobierne con el Partido Comunista, cómplice de innumerables dictaduras amigas y defensor contumaz de la ideología totalitaria con más víctimas letales que la historia haya conocido, pone de manifiesto cuán distante se halla de una reflexión profunda sobre las motivaciones y los peligros del extremismo que se viste de idealismo. Y aún más lejos parece estar el presidente de admitir la indudable responsabilidad que le cabe por la ola de violencia que asoló a Chile a partir de octubre de 2019.

Convertirse de revolucionario refundacional en demócrata reformista es un proceso de cambio arduo, largo, meditado, autocrítico, doloroso y valiente, que una figura pública tiene el deber de exponer públicamente por más que sus viejos compañeros lo detesten y denigren. En este terreno, lo impulsivo y repentino huele más a oportunismo que a otra cosa.

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