Altos y bajos de la democracia: cuatro casos

Columna
El Mostrador, 23.05.2023
Juan Pablo Glasinovic V., abogado (PUC), magíster en Ciencia Política y RRII y exdiplomático

Lamentablemente, la última década no ha sido positiva para la democracia en el mundo. Su erosión por múltiples causas ha dado lugar al aumento de regímenes autoritarios y a otros que van en vías de serlo, aun cuando conserven algunos elementos democráticos, como elecciones regulares, pero sin real competencia ni transparencia.

Dentro de las múltiples amenazas que acechan a la democracia representativa, la más peligrosa es la combinación del debilitamiento de su legitimidad social con actores que buscan desfondarlas desde adentro. En esa perspectiva, asistimos a la proliferación de partidos y movimientos de extrema derecha, ultraizquierda y populismos (muchas veces hay un maridaje entre los extremos y el populismo) que buscan capturar el poder vía elecciones, para, una vez logrado aquello, empezar a desmontar el delicado sistema institucional de pesos y contrapesos, hasta transformarse en un gobierno autoritario. En la fase final se produce un descuelgue del electorado como fuente del poder y su legitimidad, reemplazándolo por las herramientas coercitivas del Estado y, en última instancia, por su monopolio de la fuerza. La tragedia recurrente es que las democracias que derivaron en autoritarismos de este modo, con legitimidad de origen en sus gobiernos, son quizá más difíciles de revertir que aquellas que sucumbieron por golpes y asonadas.

En las últimas semanas hemos asistido a diversas situaciones y procesos que dejan en evidencia esta tensión a la que están sometidos muchos sistemas democráticos y que nos pueden dar luces, no solamente de la salud democrática mundial, sino también de repercusiones de otra índole a nivel regional y global. Al respecto quisiera referirme a cuatro casos.

En primer lugar, en nuestra región está la crisis política ecuatoriana en pleno desarrollo. El presidente Guillermo Lasso, candidato de derecha, fue electo hace casi 2 años tras varios períodos de gobiernos de izquierda. Su triunfo se debió más precisamente al rechazo a la continuidad “correísta” (seguidores del expresidente Correa) que a una adhesión a su postura. Esto se reflejó en el Congreso unicameral, donde el partido gobernante y sus aliados obtuvieron una ínfima minoría. A esto se sumó una fuerte fragmentación y polarización, lo que dificultó enormemente los acuerdos legislativos.

Desde el primer día sectores de la oposición encabezados por el “correísmo” se propusieron anular e incluso destituir al presidente Lasso. Esto se reflejó en acciones de hecho, con huelgas, paros y graves disturbios con pérdida de vidas, y en una implacable oposición en el Congreso, con varios intentos de juicio político, los que no lograron el quórum suficiente. Sin embargo, en la última ofensiva opositora y con un gobierno desgastado y sin posibilidad casi de operar, parecía que se lograrían los votos necesarios para destituir a Lasso. En ese contexto y antes de la votación que podía sellar su salida, este acudió al mecanismo constitucional que permite al presidente, en ciertas circunstancias, disolver el Congreso (se conoce popularmente como “muerte cruzada”). Con esto, el Parlamento quedó cerrado con efecto inmediato y el Consejo Nacional Electoral debe llamar a elecciones de presidente y legislativas en un plazo de 3 a 4 meses. Durante ese lapso (máximo hasta seis meses), el presidente en funciones seguirá gobernando por decreto.

La oposición intentó impugnar este mecanismo ante el Tribunal Constitucional de dicho país, lo que fue rechazado.

Esta grave crisis deja en evidencia una vez más que, al menos en Sudamérica, el presidencialismo con un Parlamento unicameral no ha funcionado bien. Cuando el presidente tiene minoría parlamentaria, en un esquema unicameral, esto se traduce en un choque de poderes que no solo bloquea el gobierno, también suele terminar con la destitución presidencial (véase la experiencia peruana también). Y si el jefe de gobierno tiene mayoría, se produce una gran concentración de poder que puede ser mal utilizada.

Desde mi perspectiva, esta “muerte cruzada” es la mejor salida o la menos mala, porque permite adecuar las fuerzas al momento y eventualmente oxigenar el ambiente con nuevos liderazgos. De haber sido destituido Lasso, su sucesor habría enfrentado probablemente las mismas condiciones de inmovilismo, con un Congreso más empoderado.

La pregunta es si la polarización y la fragmentación se mantendrán en las próximas elecciones y si el país dará un vuelco a la izquierda. La sociedad ecuatoriana está muy dividida y no es para nada evidente que ese clima desaparezca con el nuevo ciclo electoral. En esa línea, no es descartable que surja con fuerza una alternativa populista que recoja la frustración con las opciones de izquierda y derecha. En suma, diagnóstico reservado. Lo único positivo es que hasta ahora todo se ha dado dentro de la institucionalidad.

Otro país que ha llamado la atención es Turquía, con su reciente elección general, la primera en la cual el presidente incumbente, Recep Tayyip Erdogan, corría el riesgo de perder. Finalmente, conforme a los resultados oficiales, Erdogan obtuvo la primera mayoría rozando el 50% de los votos y deberá ir a segunda vuelta el 28 de mayo. En materia parlamentaria, su partido y aliados obtuvieron la mayoría de los escaños.

Erdogan lleva dos décadas gobernando, entre primer ministro y presidente (siendo esta su tercera postulación en esa condición). Quien empezó como un actor moderado, fue mutando en un gobernante autoritario y bajo su mandato Turquía ha cambiado sustantivamente. Un golpe fallido en su contra, del cual nunca estuvieron claras las motivaciones y participantes, le permitió tomar medidas radicales como remover masivamente a jueces y parlamentarios, así como prohibir partidos políticos, pasando a controlar los poderes Judicial y Legislativo. También impulsó sucesivas reformas constitucionales para aumentar su poder. En ese período se ha consagrado prácticamente como un monarca, evocando el imperio otomano.

Sin embargo, en esta oportunidad, producto de la difícil situación económica con una inflación galopante y además con el enojo de las regiones afectadas recientemente por un terremoto y su lenta reconstrucción, a lo que se suma una amplia alianza de la oposición, su poder y legitimidad por primera vez parecían en riesgo. De hecho, las encuestas daban ganador al opositor Kemal Kılıçdaroğlu. Pero Erdogan, quien tiene un gran electorado duro, puso a trabajar toda la maquinaria estatal y revirtió las proyecciones.

¿Será eso suficiente para ganar en segunda ronda? Al menos conseguir los pocos votos que le faltaron parece más fácil que para la oposición, la cual para triunfar debe convencer al candidato nacionalista del tercer lugar con 5% de los votos y que ideológica y culturalmente está más cerca de Erdogan, al mismo tiempo que debe seducir a parte de los que votaron por el incumbente.

De triunfar Erdogan, probablemente lo que resta de la democracia turca desaparecerá, consolidándose el régimen autoritario. Pero no solo eso, Erdogan tiene aspiraciones hegemónicas en la región y se acentuará por tanto su acción diplomática y militar, incrementando los riesgos para la paz.

Y si no triunfara, el nuevo presidente no contará con mayoría parlamentaria y deberá además lidiar con el mismo Erdogan, probablemente en su condición de jefe opositor con expectativas de regresar.

La disyuntiva es entonces compleja. Si gana Erdogan, consolida casi irreversiblemente su proyecto autoritario y cultural. Si pierde, pueden surgir dos escenarios. En uno el gobierno queda seriamente bloqueado con Erdogan como cabeza de la oposición y tiene un camino cuesta arriba de transición esperando que este se descapitalice y que la sociedad turca se reencante con la democracia, aunque con la posibilidad de no ser más que un interludio en una deriva autoritaria. En otro, la derrota del actual mandatario se traduce en su desaparición como alternativa de poder más allá de la importante influencia que pueda mantener, y se reconfigura el mapa político turco con la posibilidad de un nuevo aire democrático.

Otras elecciones que pasaron más inadvertidas por esta parte del mundo, pero también son importantes de considerar, ocurrieron en India y Tailandia.

En India –el ahora país más poblado, con más de 1.400 millones de habitantes–, se realizaron comicios en algunos de los estados de su federación. Lo destacable es que en el sureño estado de Karnataka, el Partido del Congreso regresó al poder local, asegurando el control de su legislatura y desalojando al partido gobernante, el BJP. Con este triunfo, el Partido del Congreso se convierte en el principal de la oposición, controlando actualmente 4 estados y con la posibilidad de sumar más este año. Aunque fueron elecciones locales, pudieran marcar un hito como adelanto de las generales que tendrán lugar el próximo año.

Además de recuperar la histórico colectividad el liderazgo opositor tras años de decadencia, el partido del primer ministro Modi queda sin control en todo el sur de la India.

Modi, al igual que Erdogan, ha ido concentrando poder y debilitando la institucionalidad democrática, además con un sesgo que discrimina a la población que no es hindú. Un nuevo triunfo suyo podría ser igualmente nocivo para el sistema. Quien hasta ahora no veía adversarios serios para su continuidad, con esta elección queda al menos inquieto. Las próximas contiendas estaduales indicarán si hay una tendencia o si, al contrario, los resultados solo reflejan realidades locales sin proyectarse al nivel nacional.

Finalmente, en Tailandia hubo comicios generales. Ahí se dieron varias sorpresas. En primer lugar, la actual oposición al gobierno originado en un golpe en 2014 arrasó y, dentro de ella, el nuevo Partido Avanza se llevó el primer lugar, desplazando al tradicional líder, el Pheu Thai. Los jóvenes se movilizaron masivamente y fueron artífices de este triunfo. Hay hartazgo con el autoritarismo y sus secuelas de corrupción y arbitrariedad, además con una economía relativamente estancada y desperfilándose respecto de otros países del vecindario.

Pese a lo macizo del triunfo, no será fácil para la oposición asumir el gobierno. Primero por el diseño constitucional de los militares, que impusieron que el primer ministro debe tener mayoría en la sumatoria de ambas cámaras (500 la Asamblea y 250 el Senado). El problema es que el Senado no es elegido y sus miembros son todos designados por el gobierno derrotado. En segundo lugar, porque para superar esa barrera prácticamente toda la oposición debe unirse y ahí entran muchas variables, incluyendo los egos de los principales candidatos.

Si apoyado en el diseño constitucional y la falta de acuerdo opositor, el gobierno de origen militar se mantiene, se generará una gran frustración que podría expresarse en multitudinarias manifestaciones que podrían derivar en violencia y en un regreso al control militar directo.

Si, al contrario, los triunfadores logran formar gobierno, tendrán un difícil camino, pero se abre la oportunidad de desmontar el rol militar en el sistema político local y debilitar su poder, así como abordar temas que chocan crecientemente contra una gobernanza democrática, como es el rol de la monarquía, que con el rey Maha Vajiralongkorn ha tratado de recuperar poder mucho más allá del modelo constitucional.

Cuatro países, varios escenarios y efectos que irán mucho más allá de sus fronteras. Mucho está en juego.

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