Asesinatos políticos o conspiración perpetua

Columna
El Líbero, 16.06.2025
Iván Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)

Con una frecuencia inaudita, los latinoamericanos se encargan de recordar que el asesinato de líderes políticos forma parte de su cotidianeidad. Una irrefutable regularidad histórica da cuenta de ello. Suena, sin dudas, escalofriante.

Por un lado, es cierto que las litis entre los Estados constituyen una rareza en esta zona del mundo, pero, por otro, resulta sencillamente chocante el nivel de violencia doméstica, sea de tipo delincuencial o política. Algo flota en el ambiente regional que no cuadra con la naturaleza propia de una democracia, la cual parece ser vista sólo como un objetivo abstracto. La mentalidad agresiva y poco inclinada al diálogo civilizado sugiere lejanía con el Estado de Derecho en estos países.

La verdad es que la conducta arisca y el reguero de sangre indican de forma fehaciente que es un profundo error creer que los países latinoamericanos son equiparables a cantones suizos.

Igualmente es erróneo considerar que las eliminaciones de líderes son sucesos repentinos, casuales o con motivaciones exógenas. Eso es un absurdo. No son marcianos los que asesinan a unos o a otros, ni los que dan las órdenes.

Por todo esto resulta curioso que cada vez que se produce un atentado se reaccione con espanto, lamentos y condenas momentáneas.

Así ocurrió la semana pasada en Bogotá cuando se atentó en contra del senador y precandidato presidencial del partido Centro Democrático, Miguel Uribe Turbay, cuya madre, la periodista Diana Turbay ya en los años 90 había sido secuestrada y asesinada por narcotraficantes.

Por eso, mirado con cualquier lupa, lo de Uribe Turbay no constituye sorpresa. Hace apenas dos años en Ecuador había sido ultimado en condiciones muy similares el también candidato presidencial, Fernando Villavicencio. Cuarenta tiros acabaron con su vida. En ambos casos nada se sabe sobre motivaciones ni autores. Lo más probable es que nunca se llegue a saber.

De hecho, tampoco se conocieron los motivos que tuvieron unos sicarios para acribillar en su residencia al presidente de Haití, Jovenel Moïse, hace cuatro años. Llegaron hasta su dormitorio, dejando un signo de suspicacia sobre la indiferencia mostrada por su esposa frente al hecho.

Por cierto, en general, los autores de estos crímenes -cuando se logra saber algo- responden a grupos protervos, al servicio de rivales políticos de las víctimas o de grupos delictivos que sienten amenazadas sus actividades o bien están dispuestos a saldar cuentas antiguas, consideradas impagas.

El listado es muy impactante. El vicepresidente paraguayo Luis María Argaña, en 1999; los candidatos presidenciales colombianos Luis Carlos Galán, en 1989; Jaime Pardo, en 1987; Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo, en 1990; el candidato presidencial mexicano Luis Donaldo Colosio, en 1994; el alto dirigente del PRI J. Francisco Ruiz Massieu, también en 1994; el exjefe de Estado nicaragüense Anastasio Somoza Debayle, en Asunción en 1980; y así, casi de forma interminable.

En muchos textos se dice que esto empieza con Jorge Eliecer Gaitán en Colombia, en 1948. Fue un político popular, cuyo asesinato conmovió a toda América Latina. Hubo espanto, lamentos y condenas.

Es posible. Sin embargo, si se mira lo que ocurre en México, no sólo el abanico se remonta más atrás. También la frecuencia. En el último tiempo son decenas los políticos masacrados o simplemente hechos desaparecer, desde aspirantes a autoridades locales hasta figuras centrales de la vida pública.

Sólo en el primer trimestre de este año más de 50 políticos mexicanos fueron ultimados. En el mismo lapso se han producido más de 1.500 agresiones directas a candidatos a diversos cargos; es decir, amenazas de muerte, secuestros o ejecución de atentados fallidos. El año pasado, las víctimas registradas sumaron 63.

La violencia política en México se remonta bastante atrás. Debe ser escarbada en las secuelas de la Revolución y en la conducta de sus líderes, verdaderos amos y señores del país por aquellos años.

Varios especialistas en ese fascinante período de la historia política del México moderno sitúan ahí el inicio de una violencia política inaudita. Se estima que para ese entonces habitaban el país poco más de 12 millones de personas y que las víctimas fatales bordearon el millón. Basta escuchar las rancheras surgidas durante tan traumático proceso para darse cuenta que los asesinatos o las balas perdidas formaban parte de la cotidianeidad.

En aquellos años todos los líderes de las diversas facciones revolucionarias se despreciaban entre sí y se enfrascaron en disputas que finalizaron con ellos asesinados. Madero, Pino Suárez, Carranza, Pancho Villa, Emiliano Zapata y así una lista que deja perplejo.

Uno de aquellos líderes, llamado Plutarco Elías Calles, comprendió lo imperioso de un cambio brusco para acabar con esto. Planteó la necesidad de generar un poder identificador para todos, que permitiese crear algo así como un Leviatán revolucionario. Para ello encauzó las disputas hacia el interior de un ente político completamente novedoso. Lo llamó Partido Nacional Revolucionario y fue el antecesor inmediato del PRI. En un proceso no exento de dificultades, todos terminaron teniendo allí su lugar y su domicilio.

Fue un paso político gigantesco, pues traccionó una estabilidad de largo plazo. Además, se le atribuye a P.E. Calles una de aquellas formidables normas no escritas que tuvo el régimen del PRI, destinada a proteger la figura principal, al presidente.

Así entonces, el máximo responsable de la seguridad del país no sólo sería de total confianza del jefe de Estado, sino que estaría en todo momento a su lado. Pese a las dificultades, esa cercanía física absoluta se convirtió en el tiempo en otro de los mecanismos fascinantes del modelo priísta. Fue tan efectivo, que, si se revisa la trayectoria del régimen, no hubo un solo intento de magnicidio… hasta el período de Carlos Salinas de Gortari, en la década de los 90, cuando el candidato oficialista, Luis Donaldo Colosio, cayó abatido por las balas de un delincuencillo de poca monta, incapaz de hilvanar posibles motivaciones al ser arrestado y dispuesto a ir a la cárcel. Fue el signo de que el régimen había iniciado su colapso.

Por eso, mirado en retrospectiva, lo del ecuatoriano Villavicencio y lo del colombiano Uribe Turbay son simples copias del aquel infausto asesinato ocurrido en Tijuana en pleno acto de campaña.

Sintetizando, todo esto se corresponde con acciones desestabilizadoras intermitentes, propias de personas y grupos que no sólo no gustan de la naturaleza de la democracia, sino que son simples veneradores de una conspiración perpetua. Para ello, necesitan difuminar el principio de auctoritas y hacer que la democracia sea sólo de fachada.

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