Columna El Líbero, 18.01.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE
Hace unos meses asistimos en la Basílica de San Pedro en Roma a la ordenación episcopal de un sacerdote amigo, nacional de Burkina Faso (BF), castigado país africano del Sahel, inmensa región al sur del Sahara rica en recursos minerales. Pudimos conversar con su familia y algunos obispos que vinieron especialmente para la ocasión, ya que nuestro amigo era el primer burkinabé en asumir una Nunciatura Apostólica. Todo un orgullo para el valiente e ilustrado catolicismo africano.
No obstante, llegar a Roma desde Uagadugú la capital de BF fue una odisea para todos ellos. Tuvieron que viajar hasta la capital de Costa de Marfil (Abidjan) para obtener una visa de entrada a la UE. Además, dos de los obispos presentes, amenazados por las guerrillas islámicas, debieron programarse y salir desde sus provincias en helicópteros de fuerzas militares para emprender el viaje a Abidjan y Europa. Finalmente, a todos se les concedió una permanencia en la UE de solo diez días, a pesar del enorme sacrificio que tuvieron que hacer para acompañar a su connacional.
Todo esto da cuenta de la percepción de África en Europa y de la realidad de la iglesia mártir, que a diario da testimonio de su entrega en un territorio crecientemente hostil. Estos conflictos olvidados nos recuerdan los padecimientos que aquejan a millones de seres humanos, los cuales se enfrentan a barreras de todo tipo para llegar a lugares seguros donde son rechazados, apartados, discriminados o expulsados. Sabemos que no es posible recibirlos en el destino final sin arriesgar frágiles equilibrios políticos y sociales internos, pero tampoco hacemos mucho por crear las condiciones, en el origen, que detengan su huida. Paliamos los efectos humanitarios de estas crisis, pero no sus causas. Esto es válido para el África, pero también para Venezuela, Cuba o Haití.
Con la toma de posesión de Donald Trump en los próximos días, tenderemos naturalmente a escudriñar lo que será su mirada sobre nuestra región y sus conflictos, así como su respuesta de largo plazo a las disputas que han concentrado en los últimos años la atención del mundo. Es decir, lo que suceda en Ucrania y Medio Oriente. Sin embargo, es muy posible que queden en un segundo plano esos conflictos africanos, a pesar de que las disputas están interconectadas entre sí en grados diversos, porque en el mundo actual guerra y paz son indivisibles.
Ese enorme cinturón de África que va desde la costa de Mauritania y Senegal en el Atlántico, hasta Sudán o Eritrea en el Mar Rojo, no recibe nuestra atención. Sin embargo, hacia agosto del año pasado en el Sahel se registraban cerca de 5 millones de desplazados, en Sudán otros 15 millones y en Etiopía 4,5 millones, sin contar los que tuvieron que huir por otros conflictos relacionados. Unos 7 millones se refugiaron, asilaron o asentaron en países africanos vecinos (Chad, Ghana, Costa de Marfil, Libia, Egipto etc.) en una suerte de diáspora centrífuga que se desplaza rumbo al sur, norte y oeste del continente: hacia las costas africanas del Mediterráneo (de Egipto a Marruecos) o a las de Mauritania y Senegal, frente a Canarias. Sin embargo, según la Agencia Europea de Fronteras, en 2024 ingresaron al territorio de la UE solo 183.000 personas de manera ilegal procedentes de África. No es mi intención defender una inmigración sin control al espacio europeo, sino llamar la atención acerca de la magnitud del fenómeno y de las presiones que se acumulan.
En el Sahel, la crisis política que da origen a la humanitaria va en aumento según ACLED (Armed Conflict Location and Event Data). Hacia mediados del año pasado se contabilizaban en la región 7.620 muertes por conflictos armados (9% más que en el mismo período del año anterior), que enfrentan a los gobiernos de BF, Mali y Niger, principalmente, con las milicias islamistas del Estado Islámico del Sahel (EIS), las fuerzas Jama’at Nustar al-Islam wal-Muslimin (JNIM) y otras. Estas buscan la erradicación de occidente de la zona (incluido el cristianismo) y la imposición de la sharia. Ambos grupos mayoritarios ejercen una violenta competencia entre sí y explotan rivalidades africanas ancestrales, pero persiguen un mismo objetivo esencial.
Después de los golpes militares en dichos países que culminaron con la expulsión de Francia y la instalación de un fuerte y trasnochado discurso anticolonialista, esos gobiernos crearon grupos como los Voluntarios para la Defensa de la Patria y otros parecidos. Además, acudieron a Rusia que se instaló allí a través de los mercenarios de Wagner. Sin embargo, no han logrado recuperar territorios. Por el contrario, EIS se consolidó en la triple frontera de los países mencionados, en zonas del interior de estos y en Nigeria (ocasionalmente en Argelia). Mientras, JNIM se hizo fuerte en varias regiones del Sahel, ha atacado las capitales de Mali y Niger y ha expandido sus operaciones hacia Benin, Togo, Nigeria, Costa de Marfil, Guinea, Mauritania y Senegal para intentar armar una cadena de suministros desde el Golfo de Guinea y el Atlántico hacia el interior.
Es pavoroso constatar que, desde mayo del 2015, cuando se sumó al Estado Islámico el líder de EIS, Adnan Abu Walid al-Sahrawi, la violencia no ha cesado de llevarse por delante instituciones, pueblos y estados del Sahel y países vecinos, asentándose en los territorios e instalando una cultura como la justicia por lapidación, mutilación o decapitación. En paralelo, aumenta el uso de armas sofisticadas y drones de ataque. En países como Ghana, que limita con estos y donde el 7 de este mes tuvo lugar un democrático cambio de mando, el terrorismo jihadista viene en aumento y se alimenta de una extrema pobreza que ya alcanza a 7 millones de personas (2024), casi el 20% de la población. A ellos, los extremistas le ofrecen un sentido de “pertenencia”, una redención.
Más al este, en Sudán, asistimos a la guerra civil más devastadora del mundo donde se habrían usado incluso armas químicas. La contienda ha forzado la huida de un tercio de su población de 50 millones y, según las agencias de la ONU, ha provocado una hambruna a 21 millones (situación negada por Rusia y otros). El conflicto amenaza con la fractura del país y arrasar la estabilidad de naciones vecinas como Sudán del Sur, emancipado hace pocos años; Chad, en el Sahel, que hoy da refugio a un millón de personas y donde la semana pasada hubo un ataque al Palacio Presidencial donde murieron 19 soldados; o a ciertas naciones del cuerno de África (Etiopía, Somalia y Eritrea).
El enfrentamiento se inició con la rebelión del general Mohamed “Hemedti” Hamdan Dagalo, comandante del grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), contra al general Abdel Fattah al-Burhan, comandante de las Fuerzas Armadas de Sudán (FAS), con quien compartía el poder. Desde que estalló la conflagración en abril de 2023 ninguna de las facciones ha mostrado una superioridad evidente. Ambas partes reciben apoyo de países vecinos o próximos. En el caso de las FAR, de los Emiratos Arabes y Etiopía. Las FAS obtienen respaldo de Egipto, Irán y Eritrea. Arabia Saudita y Bahrein se mantienen teóricamente neutrales para ser protagonistas de una eventual solución. Mientras tanto, todos niegan meter las manos en el avispero.
Estos conflictos de los que no se habla mucho en nuestra región han producido decenas de miles de muertos (150.000 solo en Sudán), millones de desplazados y su gravedad política para esta parte del mundo está ligada, por ahora, al incremento del tráfico ilegal de oro, y de todo tipo de armas, municiones, drogas que pueden sostener esta lucha, pero no está lejos el día que incluya el tráfico de personas hacia las Américas. Por otro lado, los regímenes del Sahel se alinean con las dictaduras latinoamericanas de izquierda. En Sudán, la geopolítica del acceso al Mar Rojo que subyace en ese enfrentamiento repercutirá también sobre nosotros. Por ello, necesitamos que las capacidades de los Estados Unidos y de los países del Golfo, exitosas hoy en el cese al fuego en Gaza, se vuelquen también, y pronto, hacia estas regiones ignoradas de África.