¡Despertemos ya!

Columna
El Líbero, 03.05.2023
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r)

Vivimos estremecidos casi a diario ante un posible estallido violento entre Estados Unidos y China en Asia, región a la que se dirige casi el 59% de nuestras exportaciones. Es innegable que se produce una lenta, pero paulatina pugna por un cambio de paradigmas entre ambas potencias que tiene como mar de fondo la emergencia de un nuevo orden mundial. Muchos expertos arriesgan incluso a ponerle plazos al estallido de la guerra.

Es evidente que ambas partes se encuentran aunando fuerzas, reorientando sus opciones estratégicas y tácticas, buscando aliados. La visita del presidente chino Xi Jinping a Moscú hace unas semanas; la clamorosa recepción del presidente Yoon Suk-yeol de Corea del Sur en Washington, o los anunciados viajes del presidente Biden a Papúa Nueva Guinea (la primera de un presidente norteamericano a un país estratégicamente situado en el Pacífico) o del primer ministro japonés a Seúl en varios años, dan cuenta de esa realidad.

Sin embargo, pienso que una guerra en esa región del mundo ni es inminente, ni se le pueden poner plazos, y ni siquiera es totalmente probable, salvo por un trágico error de cálculo de las partes. No es inminente ni tiene plazos, entre otros factores, porque la ventaja militar de Estados Unidos y sus aliados respecto de China y los suyos es aún considerable. Sólo el gasto militar de Washington supuso el año pasado casi un 40% del total mundial. Adicionalmente, un conflicto de largo aliento (y cualquier conflicto hoy lo sería) puede perjudicar a China más que a Estados Unidos, a pesar de las reservas estratégicas. Por último, la distancia tecnológica entre ambos, aunque se ha reducido, favorece aún a los norteamericanos y sus aliados.

Tampoco creo en una colisión inevitable, porque mientras la China milenaria actúa en un horizonte de muy largo plazo (en tanto controle por la fuerza sus disidencias nacionales y mantenga un sistema político vertical), no está claro que las democracias occidentales sean capaces de sostener la misma disciplina en las próximas décadas. Además, sospecho que el pragmatismo ancestral de los socios asiáticos de Estados Unidos pueda ser más coyuntural que de convicciones. En otras palabras, guerra no, pero tal vez una deserción.

No obstante, el hecho de pensar así no significa que el conflicto duro deba ser desechado como opción por Chile y por todos los que tenemos en Asia nuestro principal mercado de exportación. Al contrario, debemos prepararnos anticipadamente para un mal pronóstico porque la toma de posiciones de las grandes potencias es hoy día una realidad.

La primera pregunta que nos tenemos que formular es la siguiente: ¿De qué lado de la historia estamos? ¿Creemos, o no, en los principios de la Carta de las Naciones Unidas que establece, entre otros, la soberanía e inviolabilidad territorial de los Estados? ¿Creemos, o no, en el respeto a las nacionalidades sin merma de la integridad estatal? ¿Defendemos como un valor superior la democracia representativa y la vigencia universal de los derechos humanos? A la hora de las definiciones políticas duras y anteponiendo siempre el interés nacional, ¿resultan practicables las tesis más o menos prescindentes como las de un no-alineamiento activo, una neutralidad activa, o una autonomía estratégica? Llegó el momento de pensar este dilema transversalmente y con una mirada de largo plazo. No es baladí definir de qué lado de la historia estamos y a partir de ahí coordinarnos con los países de nuestro entorno.

Es ineludible y urgente, además, que desarrollemos como país una planificación estratégica frente a una contingencia grave. Ella debe involucrar al Ejecutivo al más alto nivel, al Poder Legislativo, productores, exportadores e importadores, la cadena de transporte, academia y otros frente a una eventual contingencia. ¿Dónde colocamos nuestras cerezas en caso de bloqueo a los mercados? ¿Qué inversiones deben ser definidas como estratégicas, y de qué origen? No podemos seguir mirando al techo como si nada estuviera ocurriendo.

Igualmente, resulta obvio que tenemos que hacer los mayores esfuerzos por diversificar nuestros mercados. Somos un país exportador y no podremos cambiar este estatus por mero voluntarismo. Por ende, resulta evidente que hace falta una política muchísimo más agresiva de posicionamiento diplomático y comercial para entrar mejor con nuestros productos en nuestra región; consolidar mercados en países afines como el europeo y el norteamericano; desarrollar una estrategia especial hacia Asia del Sur y Medio Oriente y, sobre todo, llegar a áreas del mundo donde simplemente no existimos, como África. Tenemos apenas seis embajadas y una única Oficina Comercial en este continente que alberga más de mil cuatrocientos millones de personas. Antes de la pandemia menos del 1% de nuestras exportaciones se dirigían a ese mercado.

Finalmente, dadas las características y fortalezas de nuestros recursos humanos, territorio, economía y grado de apertura comercial, tenemos que abordar con total realismo sectores nuevos de producción de bienes y de servicios. Me parece que no hemos hecho todavía el diagnóstico básico con miras a emprender una política de largo aliento.

En resumen, independientemente de si un conflicto a gran escala en Asia estalla o no, simplemente no podemos seguir haciendo más de lo mismo. Debemos despertar ahora.

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