Columna El Líbero, 31.10.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
El envejecimiento de nuestra población es un tema de enorme trascendencia que aún no ha sido explorado en su debida dimensión en las propuestas presidenciales. Si bien el Plan Generación Dorada es el más completo, se enfoca en preservar la dignidad y la autonomía de las personas mayores, mejorar su acceso a la salud, sus cuidados y el de sus cuidadores, garantizar sus derechos, establecer alivios fiscales, entre otros varios asuntos. Todo ello es muy loable, urgente, aborda una situación real, dramática, pero no plantea cómo revertir la condición de país en vías de extinción.
Nuestra tasa de fecundidad es de 1,1 hijos por mujer (PNUD, 2023), muy lejos de la tasa de reemplazo poblacional de 2,1 hijos. En América Latina ocupamos el último lugar en fertilidad y a nivel mundial una de las 15 posiciones finales. Es lamentable que en nuestra región -que presenta un promedio de 1,8 hijos por mujer (2024), y de menos de 1 hijo en las grandes ciudades- el tema no se discuta. Inquieta que frente a este fenómeno de alcance mundial no existan medidas, no haya un activo intercambio de mejores prácticas.
Frente al problema, Chile debe tener ideas y una línea de acción externa. De acuerdo con Nicholas Eberstadt, del Instituto Norteamericano de Empresa, autor del artículo “La era del despoblamiento” publicado en Foreign Affairs (noviembre/diciembre de 2024), el fenómeno que experimentamos es análogo en sus secuelas a la peste negra en el S. XIV. Francia tiene hoy día menos nacimientos que en 1806. España, que en 1859. Italia, que en 1861 y así sucesivamente. En 2022, en la UE se registraron cuatro fallecimientos cada tres nacimientos. En América Latina la caída neta de la población se espera para dentro de 8 años. Es decir ¡ya! La única región del mundo donde el saldo es positivo aún es el África Subsahariana, con una fertilidad por mujer que llega a 4,3 hijos lo que genera, en un continente pobre y repleto de conflictos, la imperiosa necesidad de emigrar.
De seguir por este camino, es previsible suponer que a mediano plazo los problemas políticos actuales se van a agudizar por la competencia para originar condiciones más favorables a la inmigración. A ello hay que sumar la difícil integración de unas poblaciones en otras; la capacitación de los migrantes; la falta de resiliencia y cohesión social en algunos países; el enorme gasto que significa sostener poblaciones envejecidas, entre otros mil temas. Esto requerirá de enfoques nuevos en la institucionalidad, la economía, la educación, el urbanismo, la actitud social. Sin embargo, por ahora discutimos lo contrario: cómo limitar la entrada de extranjeros.
No es fácil revertir la tendencia declinante, pero llegó el momento de pensar bien cómo favorecer la natalidad, a la familia chilena y a nuestra sociedad. El tema es complejo. No basta con decisiones institucionales. Transformar la tendencia hacia el ocaso pasa por modificar convicciones y conductas sociales sin alterar la libertad del ser humano de formar un hogar, y enlazarlo con generaciones anteriores y posteriores en una red que ha sido destruida por un erróneo concepto de libertad. El cambio puede provenir casi únicamente desde la educación, la perspectiva de los estímulos, el fomento de la interacción y traspaso generacional, y el reforzamiento de la formación en valores, pero en esos campos los Estados, hasta ahora, han fracasado. No obstante, peor es que el tema no esté en el debate entre nosotros y con nuestros vecinos.
Con la excepción de Bolivia (2,5 hijos por mujer); Paraguay (2,4) y Guyana (2,4), todos los países sudamericanos están por debajo de la llamada tasa de reemplazo poblacional. De alguna manera, todos tenemos necesidad de políticas públicas que fortalezcan la natalidad y la familia, a la vez que garanticen el acceso de los cónyuges al trabajo y a su desarrollo integral. Hasta hoy, que yo sepa, esas conversaciones brillan por su ausencia. Sólo hemos hablado de protección social y cuidados a las personas mayores sin efectos prácticos; pero un diálogo de fondo que estimule el intercambio de buenas prácticas para cambiar paulatinamente la desertificación poblacional común sigue al debe.
Esta situación es, además, una bomba de tiempo que estallará a corto plazo. Entre enero y marzo de este año, según el Instituto Nacional de Estadísticas, en Chile nacieron 36.984 personas, de los cuales casi el 20% corresponde a madres extranjeras. El número de fallecimientos en el mismo periodo alcanzó a 10.194 individuos. En otras palabras, el saldo neto en el trimestre fue de 26.790 ciudadanos nuevos. Mientras tanto, en el mismo lapso se generaron 188 mil puestos de trabajo formales. Si apreciamos como una simple fotografía estos números, hay un desfase entre nacimientos y empleos que -con una economía en auge, como esperamos todos que ocurra pronto- se va a convertir en un grave cuello de botella para nuestra sociedad y su progreso. Una parte de los empleos se puede reemplazar por tecnología, pero hay servicios como el cuidado a las personas mayores en una sociedad envejecida, que no admiten esa solución.
El problema es agudo en el sector agrícola y se ha resuelto parcialmente a través de la cooperación con Bolivia, uno de los tres países que presenta una cierta holgura en la tasa de reemplazo poblacional. Sin embargo, ellos también se encuentran en proceso de transición demográfica, lo mismo que Paraguay, con una disminución apreciable de la base poblacional en los segmentos de edad inferiores. En el sector de la construcción chileno también existe una escasez de mano de obra de alrededor de un 15%, que se notará mucho más el día en que se dinamice la actividad.
Lo que quisiera plantear es que en una América del Sur que experimenta una crisis poblacional creciente se pueden crear, a mediano plazo, tensiones por mano de obra, sin contar con su encarecimiento y otras derivadas, a no ser que el declive poblacional que hoy vivimos experimente una reversión inesperada.
En estas circunstancias, lo sensato no es prohibir la entrada de extranjeros a Chile, sino regular su entrada según nuestras necesidades y controlar por todos los medios posibles las fronteras porosas que tenemos, para evitar que elementos indeseables se instalen acá sin orden ni concierto. Como primera etapa, es necesario dar una señal potente de control sobre nuestro territorio, pero, a continuación, discutir el cuerpo legal que regule las circunstancias bajo las cuales se puede y debe admitir la entrada de extranjeros.
La experiencia australiana es, en este sentido, ilustrativa. Está ligada a las necesidades económicas y demográficas del país a través de un sistema de puntos alineado con el mercado laboral, y se gestiona únicamente desde el exterior. Paralelamente, mantienen un sistema de tolerancia cero hacia cualquier ingreso no-regular (Operation Sovereign Borders). Un sistema parecido es aplicado en Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido, Alemania y Japón. La política inmigratoria que nos rige hoy en Chile enfatiza en los derechos del migrante y, aparte de una tenue relación con la Bolsa Nacional de Empleo, hace caso omiso a las necesidades económicas del país.
En resumen, tanto la promoción de la natalidad y la familia, como la inmigración relacionada con la realidad del empleo, tienen que estar ligados a una nueva agenda exterior. Así como nos preocupamos por el cambio climático, la protección de los océanos, la desnuclearización o el medioambiente, creo que tenemos que prepararnos para generar ideas que puedan revertir el despoblamiento y sus consecuencias. Es urgente hacerlo, como dijo el Cardenal Fernando Chomali hace pocos días en El Líbero, para volver al sentido común y respirar moral y espiritualmente como país.

