El estado de la democracia

Opinión
La Vanguardia, 10.11.2016
Steve Jarding, catedrático de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy (Harvard)
  • El escepticismo que los estadounidenses sienten por su gobierno se ha revelado como un forma de paralización de la necesaria disposición de la sociedad a ejercer los mecanismos de control sobre la administración

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El estado de la democracia en Estados Unidos, en pocas palabras, no es muy bueno.

La lista de problemas de la democracia estadounidense es larga: las encuestas públicas de opinión muestran que los ciudadanos desconfían más de su gobierno en la actualidad que en cualquier momento desde la guerra de Vietnam y el Watergate. Los últimos tres congresos son calificados como los menos eficientes de la historia de Estados Unidos. El apoyo de los estadounidenses al Congreso, de acuerdo con las mismas encuestas, se sitúa por debajo de un 10 por ciento.

Por otra parte, una encuesta reciente de la Universidad de Harvard mostró que los jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y los 29 años apoyan el socialismo más que el capitalismo. En el sistema político bipartidista de Estados Unidos, en el que los partidos demócrata y republicano han gobernado desde los años 60 del siglo XIX, un número mayor de estadounidenses en la actualidad están registrados como independientes por encima de demócratas o republicanos.

De hecho, los estadounidenses han perdido tanto el interés por su gobierno y por quienes lo ejercen que en la actualidad solamente uno de cada dos electores hábiles se preocupa por registrarse para votar y, de todos aquellos que se registran, sólo uno de cada dos vota habitualmente. Esto significa que tres de cada cuatro electores hábiles en Estados Unidos no participan en sus elecciones democráticas.

Y si usted realmente quiere la prueba de que la democracia estadounidense tiene problemas, no necesita observar más que el actual fiasco de las elecciones presidenciales. Los votantes del Partido Republicano se sienten tan irritados ante su partido y su gobierno que han acabado nominando a Donald Trump, un candidato que no ha sido puesto a prueba, que carece de experiencia, malhablado y que ha ofendido a las mujeres, a los latinos y a los musulmanes, además de a casi todo el mundo, con su retórica grandilocuente.

Pero no se trata únicamente de que el Partido Republicano se halle en un estado caótico. En el lado demócrata, un socialista confeso, Bernie Sanders, se ha enfrentado con la figura de mayor relieve de la política demócrata de las últimas dos generaciones, Clinton, y ha hecho una competición de lo que se suponía que iba a ser una coronación.

El alarmante escepticismo y desdén que los estadounidenses sienten por su gobierno se ha revelado en la actualidad en forma de una paralización de la necesaria disposición de la sociedad a ejercer los mecanismos de control sobre el gobierno, de forma que este trabaje para ellos. Combínese esto con el hecho de que los grandes medios de comunicación en Estados Unidos se han visto debilitados por los recortes presupuestarios, cambios en las preferencias de los telespectadores, la aparición de la competencia entre los medios de comunicación social y un sistema político abiertamente hostil a los medios de comunicación social en lugar de ser respetuoso con ellos, y el resultado es que la crisis de la democracia americana es manifiesta.

Puede ser objeto de debate que las semillas de estas críticas fueron sembradas en primer lugar hace más de 50 años por dos acontecimientos que sacudieron la confianza de los estadounidenses en su gobierno; esto es, la desastrosa guerra de Vietnam y el posterior escándalo Watergate.

Las mentiras dichas a los estadounidenses por su gobierno en relación con la guerra de Vietnam costaron al país su sentido de certeza y su convicción de que su gobierno, al menos durante la guerra, era invencible; un sorprendente cambio para generaciones de estadounidenses cuya percepción de que la capacidad militar del país estaba inscrita en sus mentes por los éxitos en las dos guerras mundiales.

El escándalo del Watergate costó a Estados Unidos su presidente, lo que por sí solo impactó en un país que había llegado a reverenciar a sus líderes políticos pero tal vez, de modo más importante, hizo trizas la convicción estadounidense de que su gobierno, no importa si siempre se está de acuerdo con sus políticas en su núcleo esencial, es básicamente bueno. Eso ha dejado de ser así.

En este momento crucial de la historia de Estados Unidos, un auténtico líder político podría haber vuelto a poner en marcha al país. Un auténtico líder podría haber logrado que las cosas volvieran a ir bien regresando a lo que había funcionado en los años 50, 60 y 70. En consecuencia, lo que Estados Unidos necesitaba era otro Franklin D. Roosevelt u otro John F. Kennedy que creyeran no sólo en el poder sino en la necesidad de una democracia representativa impulsada por el pueblo.

La lista de problemas que arrastra la democracia estadounidense es larga; el gobierno y quienes lo ejercen suscitan desinterés y sólo la mitad de los electores registrados vota habitualmente

En cambio, Estados Unidos tuvo a Ronald Reagan.

Fue la suma de las políticas de Reagan, su percepción del limitado papel reservado al gobierno y su ataque a programas que habían creado el siglo americano lo que ha situado a Estados Unidos en la senda hacia una democracia mucho más frágil en la actualidad.

Para empezar, Reagan tenía una perspectiva horriblemente cínica sobre el gobierno. Defendió que cada cual saliera adelante por sus propias fuerzas atacando los programas para la población de clase media y pobre en Estados Unidos mientras que institucionalizó programas y políticas que abrieron la puerta sin precedentes a ricos y al sector americano corporativo y opulento en forma de una política de recortes legislativos y fiscalmente esquelética. No eran precisamente principios favorables a la democracia.

Además, Reagan promovió políticas sociales causantes de divisiones y polarizaciones de grupos como el de la mayoría moral , que aprobó un ataque contra la política social en favor de un enfoque muy estrecho en materia de varias cuestiones sociales; sobre todo, en los derechos sobre el aborto y las políticas sobre los derechos de los homosexuales. Una vez más, no precisamente cuestiones sobre las cuales se construyen democracias sólidas. Reagan también dio a los estadounidenses un escepticismo malsano y paralizante hacia el gobierno. Fue el primer presidente de los tiempos modernos en hacer campaña sobre un tema: suplicar a los estadounidenses que detestaran y desconfiaran de su gobierno y tiraran la toalla al respecto aunque históricamente hubiera desempeñado el papel más fundamental al hacer de Estados Unidos objeto de la envidia del mundo. Reagan quería que el gobierno no se implicara en la tarea de crear una red de seguridad social y en cambio creía que, si se daba carta blanca a la economía, las empresas crearían puestos de trabajo bien pagados que volverían obsoletos los programas sociales gubernamentales.

Los observadores políticos no deberían perder de vista que apenas 20 años antes de Reagan, cuando la democracia estadounidense parecía funcionar muy bien y, de hecho, cuando Estados Unidos era la envidia del mundo en todas las cuestiones relativas a la economía, la formación y cualquier otra categoría importante en el terreno humanitario y tecnológico, John F. Kennedy fue elegido presidente ampliamente sobre un mantra que dice que el gobierno funciona y es una fuerza positiva; de hecho Kennedy razonó que el gobierno, junto con el pueblo estadounidense, podría hacer prácticamente cualquier cosa que se propusiera. “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti, pregúntate qué puedes hacer por tu país”, fue básicamente la advertencia de Kennedy a los ciudadanos de que su gobierno sólo es tan bueno en la medida en que ellos lo reclamen. O, para decirlo con otras palabras, en una democracia auténticamente representativa el pueblo es el gobierno de tal modo que si dejan de participar, tu gobierno estará metido en problemas.

Y, para mostrar el poder de la voz de los líderes políticos, en 1961, justo después de que Kennedy fuera elegido presidente –sobre ese programa que decía que el gobierno estadounidense era bueno y, de hecho, un reflejo del pueblo–, un 75 por ciento de las respuestas a una encuesta de Newsweekdijeron que el gobierno de Estados Unidos era una fuerza buena en sus vidas. Veinte años más adelante, en enero de 1981, justo después de que Reagan fuera elegido presidente, sobre ese programa que decía que el gobierno no es la solución al problema sino que es el problema, un 75 por ciento de encuestados en la encuesta de Newsweek dijo que el gobierno era una fuerza mala en sus vidas.

En un sistema verdaderamente representativo Kennedy tenía toda la razón porque para que un gobierno funcione en un sistema como el estadounidense el pueblo había de participar, exigir y, de hecho, imponer cómo su gobierno había de funcionar para cada ciudadano. Reagan, evidentemente, estaba equivocado; si el pueblo deja de creer que su gobierno funciona, en un sistema democrático como el estadounidense el gobierno, sin los mecanismos de control de un electorado participativo, está listo para la opresión.

Reagan, asimismo, regaló a los estadounidenses con un ataque equivocado una eliminación definitiva de las muy necesarias regulaciones gubernamentales sobre las corporaciones de carácter lucrativo. Y cuando las corporaciones orientadas a los grandes beneficios y a la competividad no fueron obligadas a actuar de forma responsable, no lo hicieron. Estas decisiones erróneas se concretaron en una lista de tendencias perjudiciales para Estados Unidos, de las cuales no fueron las menores la crisis financiera de 2008, la continua y sin precedentes externalización de puestos de trabajo, la desigualdad sin comparación posible de rentas, una explosión de empresas dedicadas a trabajar por sus intereses, la lamentable y alarmante escasez de inversión en infraestructuras, I + D, educación y sanidad junto con una inseguridad alimentaria galopante y una inadecuada política de vivienda favorable a los bancos. Y es directamente responsable del enorme desastre medioambiental que es nuestro planeta en este 2016, incluidos desastres inmediatos y personales como el agua contaminada de toda la comunidad de Flint, en el estado de Michigan.

Reagan también regaló a los estadounidenses un confuso abrazo a la estrafalaria idea de la economía del derrame con la que abandonó 50 años de exitosa inversión en la gente que de hecho había creado la mayor población de clase media nunca vista antes en el mundo y que además fijó claramente el siglo XX como el siglo americano. En lugar de ello, Reagan inició el mayor programa social y de redistribución de rentas de la historia del país aunque mediante ayudas sociales y redistribución de rentas hacia los ciudadanos y empresas más ricas. A ellos les ofreció exenciones fiscales de todo tipo, especialmente a beneficio del capital, lo que les permitió ahorrar miles de millones de dólares sin que tuvieran que ceder nada a cambio, unas prácticas que también cayeron en la manipulación y abandono de reglamentaciones.

La creencia fue que con esta asistencia las empresas tendrían nuevas fuentes de ingresos para invertir en Estados Unidos. No lo hicieron. En cambio se llevaron sus beneficios, y con ellos muchos empleos estadounidenses, que protegieron en el exterior o al sur de la frontera con México. Esto constituyó una destrucción económica por partida doble, tanto para el gobierno como para los trabajadores estadounidenses y supuso un agravio a los verdaderos principios democráticos.

Hechos como las mentiras sobre la guerra de Vietnam, el escándalo del Watergate y las políticas de Reagan perjudiciales para las clases media y pobre contribuyeron a configurar la actual crisis de la democracia

El cinismo de Reagan sobre el gobierno, de hecho, arraigó. Con su bendición e, incluso, aliento, los estadounidenses empezaron a abdicar de su responsabilidad de establecer mecanismos de control sobreWashington no participando en el proceso electoral, mucho menos al tratarse del gobierno. En suma, creyeron a Reagan en el sentido de que el gobierno era malo y, por lo tanto, ¿por qué participar en él?

Además, sólo en los últimos seis años en Estados Unidos dos docenas de gobernadores de estados han aprobado legislaciones para que los electores tengan una mayor dificultad para participar en las elecciones. En el Estados Unidos actual el Senado rechaza incluso celebrar una audiencia sobre un candidato para el Tribunal Supremo arguyendo un mandato constitucional inexistente. Nada de todo esto recuerda al funcionamiento de una democracia representativa, porque no lo es.

Y mientras los estadounidenses empezaron a abandonar y a no participar en el gobierno –pretendiendo que esto sería conveniente para ellos–, el gobierno dejó de participar y trabajar a favor de las vidas de la gran mayoría de estadounidenses, de otras formas también.

Por ejemplo, los salarios en Estados Unidos han permanecido increíblemente bajos. El salario mínimo estadounidense se sitúa en 7,25 dólares la hora. En el supuesto de que el pueblo hubiera participado y exigido que el gobierno trabajara para él, el salario mínimo, al menos, habría correspondido a la inflación y se situaría actualmente por encima de los 25 dólares la hora.

En cambio, los beneficios empresariales se han disparado, al igual que los sueldos de los directivos, y actualmente en Estados Unidos un directivo cobra 350 veces más que un trabajador medio.

Actualmente los 400 estadounidenses más ricos son más ricos que los 160 millones de ciudadanos situados en los últimos puestos, más de la mitad de toda la población del país. Hoy, en mayor medida que en otra época en la historia de Estados Unidos, más gente tiene pluriempleo, una práctica que les permite llegar a fin de mes.

Uno de cada dos trabajadores de comida rápida con salario mínimo recibe ayuda gubernamental para pagar sus facturas.

Pero la red de seguridad ha sido destruida durante los últimos 30 años, comenzando con el asalto de Reagan contra los programas sociales que habían puesto las bases de la esperanza económica y abierto las puertas de oportunidades para millones de estadounidenses.

Durante la gran recesión de finales de los años 2000, por ejemplo, cuando el paro se disparó hasta un 10-12 por ciento, sólo un 38 por ciento de los parados recibió subsidios de cualquier tipo del gobierno y un 44 por ciento nunca recibió ninguno. Tan malo como eso: uno de cada seis estadounidenses vive hoy en la pobreza, incluido casi uno de cada cuatro niños.

¿Por qué los estadounidenses ganan tan poco mientras a los directivos empresariales les va tan bien? En parte se trata del desmoronamiento de la imagen y del poder de los sindicatos en Estados Unidos. Y aquí también Ronald Reagan desempeñó un papel muy importante. Se reconoce a Reagan como la persona que convenció a los estadounidenses de que la afiliación sindical era algo negativo, una creencia que quedó de manifiesto cuando quebró el sindicato de controladores aéreos, pero también con la alarmante caída de la afiliación sindical que perjudicó a los trabajadores americanos en salarios, subsidios y dignidad.

Para ver las cosas en perspectiva, en los años 60, cuando Estados Unidos llevaba la voz cantante en el mundo –sobre todo en la economía–, un 35 por ciento de la mano de obra estaba sindicada. En la actualidad, esta cifra es inferior al 6 por ciento en el caso de trabajadores que no están en el sector público. Tal situación ha contribuido a que Estados Unidos deje de poder afirmar que tiene el mayor porcentaje de ciudadanía de clase media. Este mérito corresponde hoy a Canadá, que sobrepasó a Estados Unidos hace dos años y que es un país con el 34 por ciento de su mano de obra está sindicada.

La necesidad de pagar buenos salarios y sueldos con los que se pueda vivir es crucial para el éxito de la democracia estadounidense. He aquí un ejemplo de por qué. Supongamos que el gobierno decidiera impulsar una política consistente en duplicar el salario mínimo hasta 15 dólares la hora. De suceder esto, el coste de los estadounidenses por cada dólar gastado en bienes y servicios sería sólo de un céntimo de dólar por dólar. Así que, por ejemplo, en lugar de pagar cinco dólares por un Big Mac, los consumidores habrían de pagar 5,05 dólares por el bocadillo de comida rápida de McDonald. Prácticamente ese mínimo aumento ni siquiera se notaría para cada ciudadano. Pero para millones de estadounidenses con un salario mínimo o inferior significaría poner en sus bolsillos casi 15.000 dólares al año.

¿Y qué muestran los estudios que harían con esos 15.000 dólares? Los gastarían comprando calzado, ropa, alimentación, electrodomésticos y otros bienes y servicios. ¿Qué consecuencias tendría ello? Apertura de fábricas y empleo para más estadounidenses. Ahora bien, ¿qué cabe decir de las empresas y negocios más pequeños que podrían verse sobrecargados? Lo primero a tener en cuenta es que si se les exigiera pagar un salario mayor para cada trabajador y cada empresa trasladara los costes a sus consumidores, esto no supondría cargas en absoluto.

Con la bendición y aliento de Reagan, los ciudadanos empezaron a abdicar de su responsabilidad de establecer mecanismos de control sobre la gobernanza no participando en el proceso electoral

No obstante, no fueron sólo los sindicatos fuertes los que ayudaron a garantizar buenos salarios a los estadounidenses. Más importante incluso fue un sistema educativo fuerte. Y el compromiso del gobierno para financiar la educación empezó su declive funesto y decisivo durante la presidencia de Reagan. Con los programas fiscales favorables a las empresas, los ingresos del gobierno cayeron, y cuando esto sucedió la educación se convirtió en uno de los primeros y más fáciles objetivos para los recortes.

Como consecuencia, en la actualidad, después de 30 años de presupuestos más reducidos, aulas atestadas e insuficiente financiación de servicios esenciales –incluido un currículum diversificado en el caso de alumnos de enseñanza primaria y secundaria–, el sistema educativo estadounidense de la educación primaria a la superior es un desastre y una vergüenza para un país que en su día fue un modelo para el mundo.

Para empezar, de los 50 estados de la Unión sólo 11 tienen programas desde los 0 a los 3 años y de preescolar hasta los 5 para los más pequeños. Todas las pruebas empíricas indican que la educación de los primeros años es esencial para el éxito futuro –y esto devuelve siete dólares al gobierno por cada dólar gastado en programas educativos.

En la etapa de primaria y secundaria, con profesores y aulas sobrecargadas, además de los recortes en programas y las ayudas, el resultado es que actualmente los adolescentes de 15 años americanos no son capaces de entrar entre los primeros 20 países en lectura, matemáticas y ciencia.

En matemáticas, 29 países de los 65 encuestados del estudio PISA(Program for International Student Assessment) superaron en los exámenes a los alumnos de las escuelas estadounidenses “por un margen estadísticamente significativo” de acuerdo con los datos de la propia PISA para el año 2012. En ciencia, estudiantes de 22 países obtuvieron resultados mejores que los estadounidenses y, en lectura, los de 19 países obtuvieron puntuaciones más altas que los alumnos estadounidenses, que solamente superaron a nueve países en 2009. Estas tres puntuaciones son indicadores de referencia en orden al éxito futuro, tanto económico como personal.

Además, el sistema de educación superior notablemente respetado ha excluido a la mayoría de estudiantes de la capacidad de participar en él. Desde 1978 la matrícula universitaria ha subido un 1.800 por ciento. La consecuencia es que actualmente sólo uno de cada cuatro alumnos que superen la educación secundaria obtendrá titulación universitaria en Estados Unidos.

Por si fuera poco, Estados Unidos es actualmente un país exportador neto de licenciados universitarios por primera vez en su historia, algo impensable para este país que durante generaciones fue punto de destino de las personas del exterior más inteligentes y preparadas para aprender, vivir y producir. Estas mentes de mayor rendimiento que ahora se van de Estados Unidos producirán la próxima generación de avances en medicina, electrónica, tecnología, ciencia y sector farmacéutico para que algún otro país coseche los beneficios.

La realidad es que desde que Ronald Reagan inició su asalto contra el sistema de educación pública en el país, los números han caído de forma tan espectacular que esta generación de escolares será la primera en la historia de Estados Unidos menos formada que la de sus padres.

Podría continuar, por supuesto. El sistema sanitario estadounidense no funciona como debería –recuérdese que Reagan dijo que los programas gubernamentales no funcionan– aun cuando el programa US Medicare es un modelo de éxito y gestión fiscal en el campo sanitario; sus vástagos republicanos han diluido el Obamacare y siguen combatiéndolo. Para colmo, la desigualdad de ingresos en Estados Unidos ha estallado y un tercio de las carreteras y puentes precisan reparación. El sistema fiscal está tan plagado de lagunas fiscales que un 43 por ciento de las empresas estadounidenses pagaron cero dólares en impuestos el año pasado mientras que el índice fiscal efectivo en el caso de los estadounidenses más ricos es un 19 por ciento y no el 35 por ciento como afirman.

Por último, el Tribunal Supremo ha calificado las desigualdades en la economía estadounidense mediante una serie de decisiones que actualmente posibilitan que un puñado de estadounidenses más ricos compre sus elecciones, garantizando prácticamente que las voces de los muy ricos sean las únicas escuchadas en Washington.

La consecuencia de todo esto es que el estado de la democracia estadounidense esté sumido en problemas. El gobierno ya no funcionapara proveer las necesarias inversiones en la población, el sistema sanitario, la educación, la vivienda, los programas para la infancia y las infraestructuras que fueron en su día la envidia del mundo.

Además, el sistema político estadounidense parece estar en quiebra con un Congreso paralizado que debilita la presidencia.

Todo esto no equivale a decir que Estados Unidos carezca de la capacidad de cambiar las cosas. Puede. La cuestión es si los políticos tienen un sentido de la historia y la capacidad de liderazgo para reinvertir en la democracia; por otra parte, con la anémica participación de los americanos en su propio sistema político, ¿les importará siquiera a la mayoría de ellos?

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