Opinión El Mundo, 13.04.2016 Carmen Rigalt
El panorama pinta mal. Los líderes no lideran nada, pero sus muletillas golpean diariamente un discurso que acabará por nublarnos la razón. Algunos clásicos suelen decir que los políticos ya no son lo que eran. Tienen razón. Ya nada es lo que era, excepto Mario Conde, que sigue siendo el de siempre: un zumbado de alma engominada.
En la España finisecular, un ángel exterminador entró a saco en parlamentos y cancillerías y borró todo vestigio de carisma. Se veía venir. Los políticos carismáticos no eran mejores, pero meaban más lejos y se llevaban más ligues al currículo.
A punto de jubilarse Obama, y con Castro pidiendo pista, el mundo añora líderes nuevos para hacer entretenido el trance. Hoy pienso en Justin Trudeau, actual primer ministro de Canadá, al que miramos por encima del hombro porque es progresista y aquí no se lleva el progresismo. Hijo de Pierre Trudeau y Margaret Sinclair, desde pequeño vio como a su alrededor todo el mundo le hacía la ola. Normal. Su padre era primer ministro y su madre, una mezcla de hippy e it girl, de actriz y escritora, que paraba en Studio 54 de Nueva York, donde alternaba con los Rollings y se dejaba fotografiar en bragas (o sin ellas).
Federalista y liberal, papá Trudeau pasó a la historia como uno de los creadores del Canadá moderno. Su hijo Justin no había decidido hacer carrera política, pero el mimetismo pudo más. En el funeral de Pierre Trudeau, Justin dedicó a su progenitor un emocionado discurso de despedida que hizo llorar a los líderes más duros del mundo. Tenía 28 años y era maestro de escuela.
Justin había crecido en Sussex Drive, la residencia oficial del primer ministro. Lo recuerdo como un niño algo cabezón, aunque el hecho de recordarlo cabezón no quiere decir que lo fuera. Jugaba en el despacho de su padre, se sentaba en las rodillas de los ministros y hacía las delicias de los dignatarios extranjeros que estaban de visita. Hasta Nixon le dedicó un brindis diciendo, copa en alto: «Por el futuro primer ministro». Es una anécdota recurrente en las biografías del político. Nos recuerda a John-John Kennedy, al que las cámaras habían captado de pequeño cuadrándose ante la bandera o colándose en los consejos de ministros.
Justin heredó de su padre el carisma y de su madre, un espíritu libre e inquieto. En el 'couché' de los 70, Pierre era considerado un 'play boy' y Margaret, una loca adorable, 30 años más joven que él.
Justin tiró por el camino de en medio. Usaba pelambrera indómita, fumaba porros y se despelotaba con naturalidad. Ahora gasta corte de primer ministro, y bajo el traje sepulta un tatuaje grande que es como una declaración de principios. Tiene tres hijos, 43 años y lleva seis meses ejerciendo de primer ministro.
Su primer discurso dejó a todo el mundo boquiabierto. Luego las acciones hablaron por sí solas. Justin T. formó un Gobierno paritario en el que estaban representadas todas las minorías (un sij, una aborigen canadiense, una refugiada afgana, etc.).
En campaña se comprometió a recibir a 25.000 refugiados, que ya están reubicados desde hace más de un mes. Misión cumplida.
Canadá sólo hay uno y es como Marte, pero no vendría mal seguir su ejemplo. Por cierto: el Gobierno de Justin Trudeau es de centro.