ÉpocaRadical: El Partido Comunista de Chile en la década de 1930 (I)

Columna
El Demócrata, 12.06. 2016
Alejandro San Francisco, historiador (Oxford), profesor (PUC) e investigador (CEUSS)

El caso de los comunistas chilenos presenta una ambigüedad en cuanto a su fecha de fundación. Algunos la sitúan en 1922, cuando pasa a tener el nombre de Partido Comunista de Chile. Para otros el nacimiento corresponde a 1912, fecha en que se fundó el Partido Obrero Socialista, del cual nacería el PCCh. En la primera posición se encuentra, por ejemplo, Hernán Ramírez Necochea, autor Origen y Formación del Partido Comunista de Chile: ensayo de historia política y social (Moscú, Editorial Progreso, 1984), una especie de “historia oficial” de la colectividad. En la segunda posición podemos encontrar el libro editado por Olga Ulianova, Manuel Loyola y Rolando Álvarez, 1912-2012. El siglo de los comunistas chilenos (Santiago, IDEA Universidad de Santiago de Chile, 2012).

En cualquiera de los dos casos —es evidente la continuidad de proyecto, pese al cambio de nombre— lo cierto es que los comunistas chilenas en sus primeras décadas de vida acumularon un amplio bagaje que se proyectaría en las décadas siguientes. Al respecto destacaba su adhesión ideológica al marxismo-leninismo, su vinculación con la Unión Soviética a través de la Tercera Internacional, su liderazgo relevante en el incipiente movimiento obrero chileno, la participación electoral dentro de la democracia, la persecución contra sus miembros y las divisiones internas, entre muchos otros aspectos de su dinámica existencia.

A ello se podría sumar la irrupción de algunos liderazgos importantes, que además pasarían a formar parte del panteón comunista. Ellos fueron Luis Emilio Recabarren, el líder obrero fundador de la colectividad. Así le cantó Pablo Neruda, quizá el militante chileno más famoso del siglo XX: “Y fue por la patria entera/fundando pueblo, levantando/los corazones quebrantados./Sus periódicos recién impresos/entraron en las galerías/del carbón, subieron al cobre,/y el pueblo besó las columnas/que por primera vez llevaban /la voz de los atropellados./Organizó las soledades”. Otro fue Elías Lafferte, también hombre del salitre y dirigente de los trabajadores, y que fue candidato presidencial del Partido Comunista, cuya trayectoria narra en primera persona en Vida de un comunista (Páginas autobiográficas) (Santiago, Empresa Editora Austral, 1971, Segunda edición).

De esta manera, la década de 1930 comenzó con un partido constituido aunque con dificultades internas, asociadas al proceso político que vivió Chile en esos años: los golpes militares de 1924 y 1925, la caída y restauración alessandrista, la nueva Constitución de 1925, el intento restaurador del parlamentarismo con Emiliano Figueroa Larraín, y finalmente el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931). Todo terminó con un periodo de anarquía y múltiples ensayos políticos, movimientos de hecho, primacía de lo fáctico sobre lo institucional.

Una de las características del comunismo chileno en su primer cuarto de siglo fue su adhesión al régimen soviético y su admiración por la Revolución de Octubre de 1917, a la vez victoriosa y ejemplar para otras naciones y partidos. El mismo Recabarren viajó a la URSS a participar en el IV Congreso del Komintern y al II Congreso de la Internacional Sindical Roja. Fruto de los cuarenta y tres días que duró la visita, a su regreso publicó La Rusia obrera y campesina, algo de lo que he visto en una visita a Moscú (1923). Quería constatar “si la clase trabajadora efectivamente tenía en sus manos efectivamente el poder político”, así como “la dirección del poder económico” fruto de “la expropiación de los explotadores”. El resultado, señalaba el líder obrero chileno, fue comprobar que “jamás volverá a Rusia un régimen de explotación y tiranía, como el que todavía tenemos en Chile”, porque allá el proletariado tenía en sus manos “todo el poder para realizar su felicidad futura”.

En una parte Recabarren resumía la formación del nuevo régimen en la Unión Soviética, señalando: “LA DICTADURA PROLETARIA en pleno vigor todavía existe y se mantiene por la voluntad de toda la organización de la clase proletaria y ella es la fuerza que garantiza la estabilidad del poder obrero contra la intención de restaurar el sistema de explotación capitalista con todo su conocido cortejo de esclavitud y opresión que es la condición de la clase. ¿Quiénes son los que protestan de la dictadura proletaria? Todos los enemigos de la abolición de la explotación capitalista, llamados demócratas, socialistas revolucionarios y algunos anarquistas o supuestos anarquistas”.

Como señala Santiago Aránguiz en un interesante artículo, la experiencia bolchevique en Rusia fue concebida por el Partido Comunista local “como el principal referente histórico que articuló la creación de una cultura política que determinó los modos en que se desenvolvió el proceso de afirmación de sus identidades políticas”. De esta manera “los comunistas chilenos cumplieron un rol central en la legitimación de la Revolución de Octubre y del régimen soviético” (en “El Partido Comunista chileno y la Revolución de Octubre: ‘herencia viva’ de la cultura política soviética (1935-1970)”, publicado en el mencionado libro de Ulianova, Loyola y Álvarez).

El factor soviético tuvo otras implicancias importantes. Por ejemplo, el marxismo-leninismo asumido en Chile expresaba que el avance a la sociedad sin clases se realizaría “de acuerdo con los principios científicos del socialismo, enunciados por Marx y Engels, realizados y desarrollados por Lenin y Stalin, y sustentados por la Internacional Comunista” (Estatutos del Partido Comunista de Chile, Santiago, Antares, s/f). Esto tenía una relevancia histórica y doctrinal, pero también obedecía a la lógica interna soviética, por cuanto el régimen de Stalin -que había comenzado en 1924- tenía en Trotski a su principal enemigo, y al trotskismo como la gran herejía política. Esta discusión se trasladó a Chile, donde los comunistas asumieron la adhesión a la Unión Soviética y Stalin, condenando cualquier desviacionismo. Como consecuencia, los trotskistas chilenos también fueron perseguidos y proscritos del Partido, que vivía una fase de bolchevización.

El más perjudicado por la situación fue Manuel Hidalgo, comunista destacado que había llegado a ser senador y miembro de la Comisión Constituyente en 1925, pero que fue expulsado del Comité Central del Partido en 1930, y descalificado como “colaborador profesional de la burguesía”. En palabras de Andrew Barnard, “incapaz de volver al partido oficial excepto en términos de una abyecta rendición, los hidalguistas asumieron el rol trotskista que se les había asignado” (en “El Partido Comunista de Chile y las políticas del tercer periodo, 1931-1934”, en 1912-2012. El siglo de los comunistas chilenos). Así, Hidalgo y los suyos publicaron sus propios periódicos y folletos, hicieron su trabajo sindical, se organizaron y finalmente crearon la Izquierda Comunista (IC), después de haber compartido el nombre con sus antiguos camaradas. Adicionalmente tuvieron una análisis distinto de la realidad nacional, rechazando algunas visiones de la Komintern, como la identificación de la democracia con el fascismo, o de los socialdemócratas con socialfascistas.

En cualquier caso, todavía quedaba mucha historia por delante, y la década de 1930 sería extraordinariamente prolífica en proyectos, en medio de una situación internacional dinámica y dividida, que culminaría con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. En la segunda mitad de esa década el Partido Comunista se comprometería con la línea de los frentes populares, definido desde Moscú y asumido como la necesidad de luchar contra el fascismo, en una fórmula que tuvo vigencia en España, Francia, y también en Chile.

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