Columna El Demócrata, 29.05.2016 Alejandro San Francisco, historiador (Oxford), profesor (PUC) e investigador (CEUSS)
Las relaciones entre el Partido Conservador y su juventud no fueron fáciles en la década de 1930. Esto quedó particularmente claro cuando se formó el Movimiento Nacional de la Juventud Conservadora —que después sería conocido como Falange—, con la cual existieron dificultades iniciales, como ha destacado Teresa Pereira en Partido Conservador (1930-1965) (Santiago, Editorial Vivaria, 1994). Por una parte, no había una militancia necesaria: se podía ser de la juventud sin pertenecer a la tradicional colectividad; por otro lado, solía destacar su autonomía organizativa y también los énfasis doctrinales, en que los jóvenes enfatizaban su adhesión a la doctrina social de la Iglesia, frente a un mayor liberalismo de los antiguos dirigentes. Así hablaban algunos jóvenes dirigentes: “Estamos en el Partido Conservador persiguiendo su transformación” (Bernardo Leighton); o “si viéramos que el Partido fuera un obstáculo para la integridad de nuestro ideal… en ese mismo instante, abandonaríamos sus filas” (Manuel Garretón) (ambos textos citados por Alejandro Silva Bascuñán, Una experiencia social cristiana, Santiago, Editorial del Pacífico, 1949).
También influía el contexto de la Iglesia Católica. En esos años existió un importante documento que fijaba posiciones respecto de la autonomía política de los católicos. La famosa carta del Cardenal Pacelli, de junio de 1934 y que fue reproducida por El Diario Ilustrado, señalaba con claridad lo siguiente: “Un partido político, aunque se proponga inspirarse en la doctrina de la Iglesia y defender sus derechos, no puede arrogarse la representación de todos los fieles, ya que su programa concreto no podrá tener nunca un valor absoluto para todos, y sus actuaciones prácticas estarán sujetas a error”. Con esto, en los hechos, se abría una posibilidad para que existiera una alternativa política diferente al Partido Conservador, en la cual los católicos podía participar con libertad.
En su interesante Ideas sobre la reconstrucción del hombre (Santiago, Ediciones Lircay, 1937), Eduardo Frei Montalva —uno de los líderes del nuevo grupo— sostenía que resultaba “un poco ridículo el pensar que la solución del catolicismo social es una especie de término medio entre el liberalismo y el socialismo, o sea un liberalismo avanzado o un socialismo moderado cuando la verdad es que se comienza por plantear los fundamentos en un plano diametral distinto”. El joven abogado y periodista enfatizaba la idea de revolución espiritual, lejano a los materialismos y también distante de los totalitarismos que se entronizaban en el poder en diversos países de Europa. La revista Lircaytambién era un gran medio de difusión de las ideas de los jóvenes, que dirigió durante algún tiempo el brillante joven Mario Góngora -quien fue conservador, pero no falangista.
En el orden práctico, los jóvenes fueron cosechando sus primeras victorias. Un momento interesante fue la designación de Bernardo Leighton como Ministro del Trabajo en 1937, cuando se acercaba el final del gobierno de Arturo Alessandri. El joven, talentoso y trabajador, dejó el cargo a comienzos de 1938. En marzo de 1937 hubo elecciones parlamentarias, en las que participaron algunos jóvenes de la Falange en la lista del Partido Conservador: entre ellos estaba el propio Eduardo Frei, que no resultó elegido; mientras otros lograron ser diputados, como eran los casos de Manuel José Irarrázaval, Fernando Durán, Guillermo Echenique y Manuel Antonio Garretón. También asumió como diputado Ricardo Boizard, que se integraría plenamente a los falangistas (Fernando Castillo Infante, La flecha roja, Santiago, Editorial Francisco de Aguirre, 1997). Ese mismo año, en la Convención celebrada en octubre, los jóvenes ratificaron su autonomía, así como enfatizaron su perfil propio, si bien lo hacían en un contexto de “lealtad absoluta”, como destacó Frei, agregando que habían entrado a militar “con ideas precisas y personalidad propia”. En la ocasión ratificaron los famosos “24 puntos fundamentales”, que definía a la Falange como “una cruzada que se impone instaurar en Chile un orden nuevo”.
En 1938 surgieron grandes discrepancias entre los falangistas y los dirigentes del Partido Conservador, con ocasión de la elección presidencial de ese año. Los conservadores apoyaban a Ross, mientras la juventud proponía una fórmula distinta, que eligiera al candidato en una Convención en la que pedían participación, cuestión que no les fue concedida. El resultado de esos comicios -que estuvieron marcados por la masacre del Seguro Obrero y el retiro de la candidatura de Carlos Ibáñez- fue una derrota de Ross, resultando victorioso el líder del Frente Popular, el radical Pedro Aguirre Cerda. La diferencia fue de apenas cuatro mil votos.
En la práctica los jóvenes no habían apoyado a Ross, lo que suscitó que se produjeran acusaciones por parte de la Directiva del Partido, que culpaba a los falangistas de la derrota de Ross, porque no habían participado y “miraban inertes el ajetreo de la campaña electoral”. Se propuso la reorganización de la juventud. Como era previsible, los acusados se defendieron, y Manuel Antonio Garretón Walker señaló que habían ingresado a la política para “encauzar las fuerzas todas de la sociedad hacia un régimen nuevo”; además aclararon que habían votado por Ross, si bien no habían contribuido en la campaña. En otro plano reclamaban “la integridad y autonomía de la Falange Nacional”. La división estaba prácticamente consumada, y se podría decir que las formas distintas de ver las cosas eran el sustrato detrás del problema puntual de 1938, de manera que el conflicto en torno a la elección de Ross solo precipitó una situación que se volvió inevitable.
No pudiendo obrar en política dentro del Partido Conservador, los jóvenes optaron por la plena autonomía, dando inicio a la Falange Nacional, que tendría una larga vida. Fue Eduardo Frei quien resumió la nueva situación en un artículo publicado en Lircay: “De ahora en adelante la Falange es un movimiento con personalidad enteramente propia. Lo único que queda por decir es que la acción constante, multiplicada mil veces cada día, nos dará el triunfo”. El quiebre no fue fácil y se proyectaría con gran fuerza en el siglo XX. En el camino habría victorias, pero en la primera etapa se repitieron más las derrotas. Pero resultaba indudable un sello generacional y sentido de misión que le daría gran parte de su vitalidad y proyección.