Esequibo

Columna
El Mercurio, 26.12.2023
Joaquín Fermandois, historiador y columnista

La crisis reciente del Esequibo, parece que ahora conjurada por un Brasil preocupado, ya que desordenaba el naipe de su diplomacia, nos debe dar algunas lecciones. En sus inicios tuvo y tiene un asombroso parecido con la decisión del general Galtieri de ocupar las Malvinas en 1982: para librarse de un callejón sin salida, esgrimir una acción militar en un tema que concita unanimidad en el apoyo. Uso y abuso del patriotismo.

Mucho más dramática es la situación de la Venezuela de Maduro, por excelencia un matón de barrio, en esto fiel secuaz de Chávez. Siguiendo la antigua tradición latinoamericana, un descubrimiento de riqueza petrolera activó una demanda de fronteras de mucha trayectoria, y de pronto exige los dos tercios del territorio de otro país, Guyana, este, reconocido internacionalmente en sus propios límites, mientras se proclama a los cuatro vientos la “integración latinoamericana”. Desde luego, por esta entiende una concepción surgida de su propio caudillaje, como tantas veces en la historia continental. El problema fronterizo no es sin embargo lo que está en juego, sino que la simple prepotencia demagógica para defender una causa popular que pueda camuflar en Venezuela una elección de estilo soviético. Los orígenes de este diferendo vienen de tiempos remotos. Hay envueltos derecho internacional y acuerdos, no sin vaguedad. Nada nuevo, lo sabemos nosotros, en Chile, por nuestra difícil estructura fronteriza.

Aunque este aleteo es tributario de técnicas de los caudillos —en general, de pacotilla—, la amenaza se vincula a una fuente de conflictos tradicionales que reemergen en la post Guerra Fría, esto es, la pugna por los espacios territoriales. Incluso durante la misma Guerra Fría, caracterizada por la pugna de sistemas, se coexistía con conflictos clásicos entre Estados: el más referido, el árabe-israelí; aquel entre India y Pakistán, bastante violento; la India y China; nuestra propia situación conflictiva en el Cono Sur en los 1970. La lista no es corta.

En la post Guerra Fría, este tipo de conflicto se ha ido perfilando con más vigor. La rivalidad de Rusia y China con EE.UU. no es muy diferente al panorama que llevó a 1914 y el período de las guerras mundiales. Putin y Xi Jinping han intentado embellecer esta desnuda lucha de poder con la idea de que defienden su cultura y un tipo especial de democracia (dictaduras desprovistas de todo aliento liberal), y pregonando la patraña de que también defienden un mundo multipolar. Lo único consistente es el antiguo “antiimperialismo”, vaciado de sus contenidos marxistas; y la política sistemática por corroer a las grandes democracias desarrolladas.

Los temas territoriales en África y en Asia se entremezclan con los de carácter étnico-cultural, o religioso. En el primero de estos continentes la secesión de Eritrea, en 1991, ha dejado una estela de confrontación armada entre ese país y Etiopía; este último demanda ahora “salida al mar” (¿suena conocido?), un problema embrollado en cada uno de esos estados por sanguinarios conflictos étnicos en el continente que, con estadísticas inciertas, han costado millones de muertos en estas últimas décadas.

Estos diferendos no constituyen el núcleo del tema internacional, aunque mal manejados sí pueden precipitar conflictos mayores. De esta manera, apaciguar esos nudos ciegos es una tarea tenaz de las políticas exteriores. La preocupación puede consistir en ponerlos en sordina; cuando los problemas se verbalizan, puede que adquieran más poder y por ende percepción de peligro en nuestra fantasía. Es para reflexionar, al cumplirse 45 años de ese borde del abismo que fue el conflicto del Beagle.

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