Firma de Escazú

Editorial
El Mercurio, 21.03.2022

Llama la atención el distinto criterio respecto de otros tratados relevantes, como el TPP11

Como parte de las medidas tomadas por el nuevo gobierno en su primera semana de trabajo, y reflejando las prioridades con que se escogieron, estuvo la firma del Acuerdo de Escazú. Este tratado latinoamericano tiene por objetivo garantizar los “derechos de acceso” de la población a las decisiones y procesos medioambientales, entendidos como:

“el derecho de acceso a la información ambiental, el derecho a la participación pública en los procesos de toma de decisiones en asuntos ambientales y el derecho al acceso a la justicia en asuntos ambientales”.

A pesar de que el primer gobierno del presidente Piñera participó de las conversaciones que dieron lugar al acuerdo, iniciadas en 2012, cuando llegó el turno de firmarlo, durante su segundo mandato, en 2018, decidió no hacerlo. Fundó su resolución en las dificultades que su funcionamiento introduciría, tanto por el “deber de cooperar con países en desarrollo y sin litoral”, cuya ambigua redacción podría tener implicancias indeseadas en la relación del país con Bolivia, como por la forma en que está concebida la cláusula de resolución de controversias. Ella establece que los países deben, al momento de firmar, aceptar como obligatorio uno o los dos medios de solución que considera el acuerdo: la Corte Internacional de Justicia o un mecanismo de arbitraje conforme los procedimientos que la Conferencia de las Partes establezca. La amplitud con que está formulada esta disposición, según la cual un país firmante puede cuestionar sin mayores limitaciones el modo en que otro Estado está cumpliendo el tratado, planteó aprensiones respecto de la posibilidad de que el acuerdo fuera usado para llevar infundadamente a nuestro país a tribunales internacionales, cuestión en la que Chile ya acumula indeseables experiencias, y que en este caso podría tener impacto incluso en el desarrollo de proyectos de inversión.

Hay distintas visiones respecto de estas aprensiones, pero, antes que una discusión fundada, la oposición al gobierno de Piñera decidió hacer de este un asunto emblemático por referirse el acuerdo de Escazú a temas ambientales. Ello, aun cuando una lectura de las obligaciones que impone al país, por ejemplo, en materia de transparencia, muestra que ellas ya se cumplen con creces en nuestra legislación interna.

La decisión del gobierno del presidente Boric de firmar este tratado y enviarlo al Congreso para su ratificación tiene pues un sentido político simbólico para el actual oficialismo. La nueva administración deberá asumir, sin embargo, su responsabilidad respecto de las aprensiones que este paso suscita y que la canciller ha desestimado. En cualquier caso, aceptar tan fácilmente la cesión de soberanía que la suscripción de este tratado acarrea, contrasta con la oposición a ratificar —utilizando precisamente el argumento de la soberanía— el TPP11, un acuerdo de libre comercio de última generación que impulsa el beneficio mutuo proveniente del intercambio comercial. El contraste entre uno y otro caso transparenta ante la población las prioridades del nuevo gobierno y el contradictorio criterio que parece subyacer a ellas.

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