Columna El Líbero, 21.06.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y ex subsecretario de RREE
El derecho internacional establece la prohibición del uso de la fuerza, excepto en caso de legítima defensa u otras circunstancias particulares. Así y todo, esta debe ser usada cuando se hace necesaria, tiene que ser proporcional a la ofensa y limitada a repelerla. Sin embargo, la realidad política nos enseña que las cosas no son siempre así. Resulta difícil pensar que un estado cualquiera, sintiéndose amenazado, se abstendrá de lanzar un ataque preventivo antes de que sea tarde.
La reacción internacional frente al ataque de Israel a Irán se mueve entre esas coordenadas: el deber ser del derecho, por un lado; y la realidad política, por otro. Nuestro comunicado del viernes 13 de junio afirma, principalmente, la primera dimensión. No asumió el riesgo existencial que supone para Israel el programa nuclear iraní y las distintas declaraciones de Teherán en las que cuestionan la existencia misma del Estado judío. Tampoco se hizo cargo del reciente informe de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) que señala que Irán habría acumulado una gran cantidad de uranio, el cual se encontraba enriquecido a un nivel próximo al que se necesita para fabricar una bomba atómica. El ataque israelí fue de tipo preventivo, que se produce generalmente cuando el riesgo es inminente. Sin embargo, en las decisiones de este tipo el factor tiempo es fundamental.
Hace casi doscientos años, don Diego Portales apreciaba la situación de Chile en relación a la Confederación Peruano-Boliviana en términos muy parecidos a los de Israel respecto a Irán. En carta al Almirante Blanco Encalada señalaba: “La posición de Chile frente a la Confederación Perú-Boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno, porque ello equivaldría a su suicidio”. Sostenía que ambos estados confederados, superiores en recursos, aniquilaron la independencia de Chile. Por ello, remataba, “la Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América”. Así, nos embarcamos en una guerra de tipo preventivo donde, finalmente, contamos con alianzas internas en el propio Perú.
Israel no es un país querido en su propia región, sino respetado. Es un Estado poderoso en lo militar, lo tecnológico, lo político, pero no es hegemónico ni pretende serlo. No pertenece culturalmente al entorno. Por sus capacidades de inteligencia e infiltración a través de los intersticios de las divisiones regionales se ha hecho temido, e incluso necesario. Por otro lado, Irán es para una parte importante de los países de la región una potencia con ansias de dominio, país musulmán pero no árabe, que pretende extender su influencia y arrastrar a la región tras de sí. Irán es heredero de la civilización persa, cuyo imperio sasánida se extendía más bien hacia la India, y no hacia el mundo árabe situado al sur, desde donde provino el Islam.
Irán desarrolló vínculos estrechos en la zona a través de diversos grupos políticos o intereses, como con la Siria de Hafez el Assad, cuyo régimen se derrumbó estrepitosamente en diciembre pasado y, a través suyo, con El Líbano. Además, ha sostenido a las milicias de Hezbollah (Líbano); Hamas (Gaza); a muchos de los grupos que conforman las Fuerzas de Movilización Popular iraquí (67 facciones armadas); a los hutíes del Yemen. Han logrado el acomodo político de países como Omán, Qatar, Libia o Pakistán, pero no al punto de considerarlos aliados incondicionales suyos.
Israel tiene relaciones diplomáticas con muchos países árabes, además de Rusia y China, pero un sólo aliado incondicional: Estados Unidos. En un nivel más lejano y variable según las circunstancias, a diversos países europeos occidentales, principalmente a Reino Unido, Alemania y Francia. En estos momentos, dichos países manifiestan admiración por la hazaña emprendida contra Irán al evitarles realizar el “trabajo sucio”, al decir del nuevo Canciller alemán. Sin embargo, no tiene la capacidad tecnológica para destruir completamente los depósitos subterráneos de uranio iraní; ni sostener a mediano plazo su escudo antimisiles, y tampoco la capacidad política para producir por sí solo el derrumbe del régimen de los ayatolas, si es que ese es un objetivo a conseguir. Para estas metas necesita de Estados Unidos, país renuente a participar en operaciones político-militares riesgosas que dejan un vacío de poder; temeroso de entrar en un escenario bélico cuando Trump había prometido lo contrario a sus votantes; reacio a arriesgar las vidas de cerca de 40 mil efectivos distribuidos en la región, objeto de posibles represalias; y con pánico ante la subida del precio mundial del crudo, en caso de escalamiento del conflicto.
Entre Irán e Israel se encuentran países influyentes en la región como Turquía, antiguo imperio que aspira nuevamente a incrementar su influencia. Mantiene una relación competitiva con Teherán y pragmática con Israel (limitada hoy por el conflicto de Gaza). Arabia Saudita, país receloso del eventual liderazgo iraní en la zona, tiene relaciones con ellos desde el 2023 gracias a la diplomacia china. Los sauditas aspiran a ser el principal aliado de Estados Unidos en el mundo árabe. Emiratos Árabes Unidos, que desconfía del poder saudita; alimentan una posición ambigua en diversos conflictos regionales; se dicen próximos a occidente; mantienen relaciones críticas con Israel desde el 2020 y conflictivas con Irán por razones políticas y territoriales. Egipto, que no tiene relaciones diplomáticas plenas con Irán desde 1979, pero una vinculación estable y pragmática con Israel. En otras palabras, entre las principales potencias de la región no existen alineamientos automáticos respecto de las partes en conflicto, sino pronunciamientos que trasuntan decisiones complejas, calculadas, sopesadas, y en las que es frecuente un lenguaje crítico e incluso hostil hacia el Estado judío como parte del juego, pero no como eje político central.
En esta guerra, Israel ha obtenido ganancias estratégicas considerables al hacerse con la supremacía aérea y haber destruido buena parte de las plataformas de lanzamiento de misiles iraní, pero no ha conseguido el completo desmantelamiento del programa nuclear, su objetivo fundamental. Para esto, necesita el apoyo militar y tecnológico de Washington. Por otro lado, Irán tampoco tiene muchas herramientas políticas y militares a disposición, y necesita preservar lo esencial de su régimen. En estas circunstancias, se comprende la pausa de dos semanas anunciada por Trump para tomar una decisión sobre si acceder, o no, a las demandas de Netanyahu. Es un tiempo para un mejor análisis, equiparse ante una eventual intervención y, ciertamente, para negociar una salida. Estados Unidos, los países influyentes de Medio Oriente, Rusia, China y los europeos tienen en su mano la salida diplomática para que los avances israelitas no se conviertan en una humillación a una civilización antigua y brillante como la persa; mantener activa la exportación de hidrocarburos; no poner en peligro la navegación por el Estrecho de Ormuz por donde transita el 20% del crudo que se produce en el mundo; respetar la sensibilidad religiosa iraní; y que los ayatolas cedan el control que hoy ejercen sobre el Estado. Veamos lo que pasa este fin de semana.
Estos son acontecimientos que están en pleno desarrollo, imposibles de analizar con certeza sin acceso a fuentes directas y confiables. No obstante, hay una evolución lógica que se está produciendo y una cierta experiencia acumulada a base de crisis pasadas.
En estas circunstancias bélicas nuestro Presidente asistirá dentro de pocos días a la Cumbre de los BRICS, hoy opacada por los acontecimientos comentados. Se siente la mano de Lula en la decisión, que el 2010 fracasó al buscar una salida al programa nuclear iraní, y que en 2024 ayudó a Teherán a subirse a este grupo de países que pretende acabar con el orden mundial que conocemos. Me gustaría saber cómo explicará el Presidente su presencia entre las dictaduras y autocracias que son mayoría en los BRICS. Su imagen en el “retrato de familia” que es común en este tipo de reuniones.