Jorge Edwards, grato diplomático y escritor

Artículo
Foreign Affairs Latinoamérica, 02.11.2023
Dixon Moya Acosta, embajador colombiano de carrera

Este año nos ha dejado el escritor Jorge Edwards (1931-2023), premio Cervantes 1999. Fue diplomático de carrera en Chile, su país natal, hasta el golpe de Estado de 1973, que le obligó a exiliarse en España. En 2023, ese golpe también cumple 50 años de haberse llevado a cabo.

Edwards nació en Santiago de Chile, en donde estudió Derecho; luego ingresaría a la carrera diplomática chilena, en la cual permaneció entre 1957 y 1973, ocupando diversos puestos, como primer secretario en París, consejero en Lima, Encargado de Negocios en La Habana y, de nuevo en París, fue ministro consejero cuando el poeta Pablo Neruda se desempeñaba como Embajador. Después del regreso de la democracia a su país volvería a tener experiencia diplomática como Embajador ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en París y ante el gobierno de Francia.

Fue autor de diversas obras, entre novelas, cuentos y ensayos. Junto a Mario Vargas Llosa, se le consideraba de los últimos sobrevivientes del llamado boom latinoamericano, aunque algunos críticos lo ubican en la generación de 1950, con un estilo muy definido, centrado en lo urbano, alejado de los temas costumbristas o rurales. Una de sus primeras novelas fue El peso de la noche (Editorial Universitaria, 1965), sobre una familia de clase acomodada que empieza a entrar en la decadencia.

 

Persona non grata

Hoy deseo destacar un libro de Edwards que, en su momento, fue objeto de discusión y de polémica, pero que debería ser lectura obligada para los diplomáticos de carrera, al ser uno los textos fundamentales del siglo XX en español: Persona non grata (Cátedra, 1973). Este libro recoge las experiencias del diplomático chileno en Cuba en 1970, cuando el gobierno socialista de Salvador Allende lo designa como Encargado de Negocios para reanudar las relaciones bilaterales entre los dos países, mientras se designaba un embajador titular.

El título se explica porque Fidel Castro le llamó así, al vincularlo con sectores intelectuales opositores del gobierno revolucionario. El libro, que fue prohibido tanto en Cuba como en Chile, es fascinante y, además de contar su experiencia como si fuera una novela de intrigas y de misterios, refleja muy bien las contradicciones internas del diplomático que desea dedicarse de tiempo completo a la escritura, o del escritor que debe fungir como diplomático para asegurar un ingreso económico estable.

La obra inicia con uno de esos episodios que son a la vez normales y confusos en la vida de un diplomático de carrera: el nombramiento en un determinado destino. Desde el Ministerio de Relaciones Exteriores, a Edwards le han informado que ha sido nombrado Encargado de Negocios en La Habana, a petición del presidente Allende. Sin embargo, el mismo Allende le manifiesta que se había opuesto a ese nombramiento, pero que “la gente del Ministerio” había insistido en que era el funcionario más adecuado para el cargo y el presidente no discutía con “los sabios ministeriales”.

La “gente del Ministerio” es ese poder en ocasiones invisible pero omnipresente, que al parecer es común y frecuente en todas las cancillerías, especialmente a la hora de los nombramientos de los funcionarios en el exterior. En el caso de Edwards su asignación en Cuba se explicaba por su condición intelectual, su participación reciente en un evento literario organizado por la Casa de las Américas y que era de los pocos funcionarios que se le identificaba como simpatizante de ideas de izquierda, a pesar de venir de una familia muy tradicionalista. Edwards lo tomó como un nombramiento temporal, una asignación que no le atraía demasiado, pero que resultaba una misión patriótica en los delicados momentos que vivía Chile. Fue una etapa previa, antes de su anhelado destino en París, al lado de Neruda, Embajador de su país ante Francia.

El segundo episodio, es otra de esas circunstancias en las que el diplomático, que va con un nombramiento de cierta importancia, suele sufrir: la falta de reconocimiento por parte de las autoridades locales y, en particular, la relación con el área de protocolo. El sentimiento personal, mezcla de alivio y decepción, cuando el Encargado de Negocios de Chile, quien personifica la reanudación de la relación diplomática entre los dos países, observa que no hay nadie esperándolo a su llegada a Cuba, ni funcionarios ni periodistas.

Buena parte de los problemas que se granjeó Edwards en su encargo diplomático fue por ser buen amigo, por no separar a tiempo la literatura de la diplomacia.

Sin embargo, esa llegada en modo bajo perfil le permitió a Edwards comenzar a ver la realidad de la Revolución que llevaba varios años publicitándose en el exterior como una exitosa transformación social y cultural, en un entorno de progreso material, pero que contrastaba con la situación circundante. La etapa romántica e idealista había dado paso a otra menos agradable, tanto para los locales como para los visitantes. La admiración se convertía en sospecha, frustración e incluso temor.

Edwards narra en el capítulo “Ir despacio para llegar antes…”, su primer encuentro con Castro, en quien se encarnaban todas las virtudes y los defectos del proceso revolucionario cubano. Inicia con una deliciosa reflexión sobre lo que él llama “las servidumbres doradas de la diplomacia”, cuando un funcionario no puede negarse a una invitación oficial. De inmediato recordé un dicho que suelo aplicar en mi propia experiencia: “Quien me invita, me hace un honor, quien no, me hace un favor”. Edwards narra en el libro dos reuniones con Castro, relativamente a solas, pero casi surrealistas, por los lugares y las horas escogidas: la primera, cuando le dio la bienvenida, y la definitiva, aquella en que lo declaró persona non grata en Cuba.

 

Literatura y diplomacia

Buena parte de los problemas que se granjeó Edwards en su encargo diplomático fue por ser buen amigo, por no separar a tiempo la literatura de la diplomacia, a pesar de que, como lo narra, cada vez más se daba cuenta que las dos disciplinas eran totalmente incompatibles, a pesar de lo que piensa la mayoría de la gente. Y la verdad es que Edwards no tenía buen concepto de la carrera diplomática, pues consideraba que estaba conformada por funcionarios que se quejaban todo el tiempo y con razón. El autor lo dirá más adelante: una de las principales diferencias entre el escritor y el diplomático es que este último nunca debe incurrir en riesgos.

Al Encargado de Negocios chileno le iba ganando su tendencia literaria y amiguera, al visitar más de la cuenta a los poetas y a los narradores cubanos, sin pensar en sus posiciones políticas, sino en sus calidades como escritores, lectores o bebedores. Aunque, a decir verdad, ¿acaso no todos estaban comprometidos con la Revolución? Pero el diplomático descreído aprendería que, en los mundos revolucionarios, no todos son iguales ni todos son lo que aparentan: hay autoridades y críticos superiores que determinan quienes son puros y santos a los ojos de los impolutos tribunales.

En el libro de Edwards se refleja muy bien, el trasegar de la Revolución cubana y como en 1971 ya se había superado la etapa eufórica, para caer en el momento de las realidades y las dificultades, algunas creadas por las mismas contradicciones de sus dirigentes. Sin duda, Edwards fue muy valiente para publicar este libro, que, en su momento, fue prohibido tanto en Cuba como en Chile, y que le valió la enemistad de muchos de sus antiguos camaradas.

Sin duda, lo que conllevó a la “desgracia” del diplomático Edwards fue su relación con escritores que resultaban sospechosos ante los ortodoxos del régimen, especialmente Heberto Padilla, nombre que suscitó un vendaval dentro y fuera de Cuba por su proceso a todas luces injusto y su posterior confesión y reconversión pública. Edwards fue tildado desde liberal hasta conspirador y posible agente de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense. La última conversación entre Castro y Edwards, que se reproduce textual en el libro, es muy iluminadora, especialmente porque deja ver a un líder que, a pesar de su erudición y su pasión por la lectura, no tenía un buen concepto de los escritores, al menos de los escritores convertidos en diplomáticos.

A pesar de las circunstancias y a pesar de sí mismo, Edwards continuó en el servicio exterior chileno, aunque las autoridades cubanas se habían quejado oficialmente del que fuera Encargado de Negocios. Expulsarlo de la carrera diplomática no era tan sencillo, porque, como dice el mismo autor: “Los poetas se refugian en las fallas de la administración”. Pero, además, porque hay poetas que protegen a los de su misma especie, y Edwards estaba bajo el manto sagrado de Neruda, quien le dio cobijo en la embajada de Chile en París.

 

Edwards y el golpe de Estado

Ahora que se están conmemorando los 50 años del golpe de Estado contra el sacrificado presidente Allende, Persona non grata se convierte también en un documento valioso para entender lo que ocurrió en Chile en 1973. El autor, que era cercano al presidente de su país, es claro en afirmar, previo al golpe, que si el proceso chileno repitiera la experiencia cubana, se daría una “reacción fascista de consecuencias incalculables”, sin ocultar su temor y reservas por la cercanía cada vez mayor entre Allende y Castro.

Ante los terribles sucesos que rodearon el cruento golpe de Estado, Edwards alcanza a realizar un análisis sereno, pues, en ese momento, muchos justificaron la intervención militar ante lo que se percibía como un viraje radical de la democracia al comunismo, en medio de una situación económica insostenible. El autor considera que la transición a un socialismo democrático pudo haber sido posible, si no se hubiera caído en dobles juegos ni provocaciones inútiles, y si se hubiera tenido un manejo lúcido de la economía chilena.

 

Lectura de una vivencia extraordinaria

Edwards termina su libro, el mismo que debería ser leído por todo el mundo, pero especialmente por los diplomáticos y, sobre todo, por los diplomáticos con aspiraciones literarias, diciendo que no guardaba rencor por lo sucedido en Cuba, cuando fue otra víctima de las paranoias de los ortodoxos revolucionarios. En cierta forma, pienso que agradecía haber pasado por la experiencia que terminó inclinando la balanza personal hacia su vocación como escritor, incluso posiblemente se lo debía al mismo Castro, cuando en medio de su acalorado monólogo le dijo a Edwards que cuando escribiera un libro bueno se lo enviara, porque él iba a leerlo.

Persona non grata es un libro muy bueno; ignoro si finalmente Fidel pudo leerlo, porque fue prohibido en Cuba. Pero, como nos demostró el mismo Edwards, para el líder de la Revolución no había nada vedado en su isla. Así que queda la invitación para disfrutar de la lectura de una vivencia extraordinaria.

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