Juan Manuel Santos, un estadista al servicio de la paz

Opinión
El Tiempo, 04.12.2016
Shlomo Ben Ami, historiador, vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz
y ex ministro de RREE de Israel
El presidente de la República, que recibirá el Premio Nobel, es para EL TIEMPO el Personaje del Año

La resistencia a cualquier solución diplomática es hoy una constante en la política internacional. El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, que antes de su elección en el 2010 era percibido por todo el eje bolivariano de la región andina como un peligroso belicista cuyo ascenso a la presidencia de su país auguraba el preludio a la guerra, ha regalado a su país y al mundo un modelo loable de diplomacia de paz.

No perdió un momento después de su investidura para poner en marcha su gran visión diplomática para la región andina. Las Farc se comprometieron finalmente con el proceso de paz, arrastradas tanto por su debilitamiento a manos de un ejército colombiano de creciente eficacia bélica como por la brillante política regional del presidente Santos, que consiguió diluir el eje bolivariano y dejar a la guerrilla sin el oxígeno político y el soporte logístico que le brindaban los hasta entonces enajenados vecinos de Colombia.

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Es más, sin hacer ni una sola concesión ideológica ni al chavismo ni a la guerrilla, Santos consiguió convertir a Hugo Chávez en un mediador vital con las Farc en la etapa inicial del proceso de paz.

Tampoco se puede desligar el inicio del proceso de paz de la ambiciosa Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, firmada por el presidente Santos el 10 de junio del 2011, con la presencia del secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon.

Al abordar dos cuestiones: la reparación de las víctimas y la restitución de millones de hectáreas de tierras robadas a los campesinos mediante repetidas violaciones de los derechos humanos a lo largo de medio siglo de conflicto armado, Santos ha encaminado a Colombia hacia la paz, desmitificando el atractivo de un grupo guerrillero que utilizaba la bandera de la reforma agraria para justificar indecibles atrocidades.

Este fue un enfoque muy original, ya que aspiraba a conseguir la paz a través de la pacificación de las regiones violentas, haciendo justicia con los campesinos desheredados. Normalmente, este tipo de leyes se aplican únicamente cuando el conflicto ha acabado. En este caso concreto, la ley se puso en práctica mediante un enorme esfuerzo fiscal y cuando aún el conflicto seguía vivo.

Fue nada menos que ‘Alfonso Cano’, ex jefe de las Farc, quien definió la Ley de Restitución de Tierras como “esencial para un futuro de reconciliación” y como una “contribución a una solución real al conflicto”.

Un acuerdo sin concesión ideológica

Hay distintas maneras de ganar una guerra; Colombia, su ejército y su presidente se la ganaron a la guerrilla en un acuerdo de paz que no incluye ni una sola concesión ideológica a una guerrilla que luchó medio siglo para reconstruir el Estado colombiano a su imagen. No se trata de eliminar la economía de mercado ni tampoco de la implantación del “realismo socialista”, o como dicen algunos, el “castrochavismo”.

Tampoco la incorporación de la desmovilizada guerrilla a la política es una indigna claudicación a las exigencias de la guerrilla; es el camino, el de cambiar las balas por los votos, que han seguido todos los conflictos internos en la era moderna, desde Sudáfrica a Mozambique, desde Nepal a Irlanda del Norte.

Como al más duro de sus opositores, al presidente Santos le gustaría aplicar la más severa justicia posible a los crímenes cometidos por la guerrilla. Pero la resolución de conflictos, así lo entendió desde el primer momento, es una empresa de equilibrios en la que es necesario contextualizar la aplicación de la justicia, y reconocer el marco político del debate sobre justicia y paz, no solamente su marco jurídico. Santos definió el supremo interés nacional en el marco de una ecuación en la que la verdad, la colaboración con la justicia, la reparación de las víctimas y las garantías de finalidad del conflicto, así como de desmantelamiento completo de aparatos de violencia y redes de soporte, compensan por el inevitable relativismo judicial.

En ningún momento de este largo y tortuoso proceso de paz le tembló la mano al Presidente. Su toma de decisiones nunca se hizo bajo la presión de los calendarios políticos, y siempre actuó con cordura. No me consta que este hombre haya perdido los nervios en ninguno de los momentos difíciles, y eso a pesar de los agónicos dilemas que suelen acompañar a todo mandatario en la transición de la guerra a la paz.

Santos ha sido un hombre valiente en la guerra y un estadista con imaginación y coraje en la paz. Coraje político era hacer públicos durante su campaña de reelección, en el 2014, todos los acuerdos rubricados con la guerrilla. Era una apuesta atrevida, pero honesta, ya que el público suele ver en unas negociaciones que aún no han culminado sólo las concesiones, no los frutos de la paz. Poner en juego su futuro político nunca le preocupó a Santos cuando el supremo interés nacional lo requería. Él podría seguir teniendo el apoyo unánime de sus oponentes de hoy, y ahorrarse los disgustos del reciente plebiscito, si en vez de emprender el camino de la paz hubiese persistido en lo que supo hacer muy bien como ministro de Defensa: darle lucha sin cuartel a la guerrilla.

Pero una cosa es ser el ministro de un ramo de la administración y otra es ser el responsable máximo del futuro de la nación. La perspectiva del gobernante como presidente es inevitablemente diferente a la del gobernante como ministro. La gente normalmente no piensa en términos de plazos históricos; pero el presidente está obligado a pensar en espacios de tiempo más prolongados. Él no es un mero administrador, él es el constructor de un futuro a largo plazo para sus conciudadanos.

Santos nunca actuó en este proceso de paz con fines estrechamente políticos. En todo momento, la suya fue la visión y la actuación del estadista. Típicamente irónico pero acertado fue el legendario primer ministro británico Lloyd George, cuando decía que “a un líder se le suele definir como político cuando uno discrepa de sus políticas, y como estadista cuando uno está de acuerdo con sus planteamientos”. Esta tensión la conoció en propia carne cuando negoció la paz que culminó en la independencia de la República de Irlanda, en 1921.

Juan Manuel Santos conoce esta máxima por experiencia propia. Los índices de popularidad doméstica nunca favorecen al pacificador. Este es siempre “un profeta sin honor”; tanto sus conciudadanos como sus rivales políticos tardarán en reconocer los méritos de su labor. El aplauso vendrá de las futuras generaciones; en menor medida, de sus contemporáneos.

Pero uno puede ser también un político con mayúsculas; y así lo fue Santos en su reacción a la estrecha victoria del ‘No’ en el plebiscito. Actuó con exquisito respeto a sus oponentes, tomó en cuenta sus legítimas reservas y dio al mundo la imagen de una Colombia políticamente civilizada que sabe resolver sus conflictos internos a través del dialogo y del respeto mutuo.

Si no consiguió incorporar en el revisado acuerdo de paz todas y cada una de las exigencias de algunos de sus oponentes, fue porque estas sí que estaban motivadas por consideraciones electorales de imposible adaptación al delicado equilibrio del acuerdo de paz.

Juan Manuel Santos es un demócrata en un puesto presidencial que puede despertar los instintos autoritarios de cualquiera; no en él. Es un presidente que delibera, discute y delega. No es un microgestor; pero es un presidente que estudia los temas a fondo antes de tomar las decisiones. Sus perspectivas siempre combinan la gran visión con las realidades que se le presentan. Nunca se deja arrastrar; sus decisiones emanan siempre de una evaluación propia de opciones contrastadas, y siempre con un extraordinario sentido de la responsabilidad histórica que le toca. Esa nunca se delega.

Con frecuencia se le criticó a Santos haber sido el presidente de un solo tema, el proceso de paz. El dramatismo que inevitablemente acompaña a una empresa de tal magnitud histórica como la de acabar con un conflicto que fue una tragedia tan colosal en la vida de millones de colombianos puede efectivamente crear tal impresión. Pero no por eso deja de ser errónea.

La Colombia de Santos hizo más que cualquier país de su entorno, y probablemente de más allá, en la reducción de la pobreza extrema, en la atracción de inversiones extranjeras y en el lanzamiento de grandiosos proyectos de infraestructura. Y en estos días le toca enfrentarse, con su característico sentido de disciplina fiscal y responsabilidad hacia las generaciones futuras, a una de las encrucijadas económicas más complejas de los últimos tiempos.

Panorama económico, el otro reto

El cambio del modelo de crecimiento económico de Colombia –causado por el colapso del precio del petróleo y otras materias primas, que fueron el motor del crecimiento económico de los últimos años y que hicieron posible la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe y la de seguridad para la prosperidad del propio Santos– es hoy, junto con los desafíos del posconflicto, la mayor asignatura del Presidente. Le tocó a Santos el papel histórico no solo de hacer la paz, sino de poner las bases de una economía moderna para una Colombia que despegue en sus infraestructuras, en la industria, en el turismo y en una reforma rural que dé un empuje a la productividad del campo colombiano.

Santos es un presidente con una marcada ambición de conducir a Colombia a las grandes corrientes globales y asentar las bases para su incorporación a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde).

Entiende como pocos que la educación es hoy la verdadera distribución de riqueza; es solo a través de la educación que las nuevas generaciones podrán entrar en la gran revolución de oportunidades de la economía del conocimiento. Un hombre con una visión clara y lúcida del posicionamiento internacional de Colombia, Juan Manuel Santos es consciente de que sociedades polarizadas que carecen de una clase media robusta suelen fracasar en su encuentro con la globalización.

La paz que Santos ha ofrecido a sus compatriotas refuerza la predicción de un reciente informe de la Agencia Nacional de Inteligencia de Estados Unidos que divulga que Colombia está destinada a ser una de las grandes revelaciones de la economía mundial de este siglo convulso.

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