Juegos de Poder (III): Jaque Mate

Columna
PanAm Post, 22.03.2021
Juan García Vera, abogado chileno y docente (U. Mayor de Chile)

Chile está en una encrucijada donde pareciera que las ofertas de cambio inmediato, pero imposibles, han seducido a la población y ha sido convencida en que necesita replantear todo “hasta que la dignidad se haga costumbre”

En pleno 2021, los partidos políticos sin importar su color se han convertido en entes sin liderazgo y sin contenidos (Archivo)

El siglo XX trajo grandes cambios para la humanidad: dos guerras mundiales, grandes conflictos geopolíticos y revoluciones que abarcaron lo político, económico, así como diversas aristas de la cuestión social. Uno de los cambios más importantes fue, sin lugar a dudas, la masificación de la industrialización, que a su vez dio paso a un exponencial aumento de la producción, por primera vez, de muchos bienes hoy considerados esenciales, que eventualmente dejaron de ser escasos.

El fenómeno disparó una enorme competencia entre oferentes a una población que por primera vez en la historia poseía los medios para adquirir bienes más allá de lo necesario. Fue este hecho el que transformó a la publicidad y mercadotecnia en poderosas industrias capaces de influir en la opinión de los consumidores e incentivar el consumo, cimentando su éxito en inseminar la necesidad de comprar, por un lado y la rápida satisfacción obtenida al hacerlo, por otro.

Lamentablemente, la política no quedó atrás, pues fue a mediados de los años setenta del siglo pasado, que los partidos políticos en Latinoamérica comenzaron a convertirse en verdaderos agentes de mercadotecnia y publicidad, dejando de lado su rol ideológico y de formación de liderazgos. Los candidatos pasaron a ser verdaderos productos publicitarios, asociados al marketing político más audaz que pueda pagarse y la población comenzó a votar por quien resultare más atractivo, más pre empacado, más allá del contenido de sus programas e inclusive por su propio perfil ideológico.

Es así como la política abandonó su esencia como la ciencia de planificar a largo plazo los fines de la convivencia en sociedad a través de instituciones y valores, para inmiscuirse en el mundo de la teatralidad y estrategias de captar votantes ofertando mágicas soluciones a la sociedad, muchas veces, generando conflictividad ciudadana para así, pasar a ser verdaderos paladines del cambio y la reconfiguración social.

La fórmula posiblemente funcionó los primeros años, donde se produjeron candidaturas épicas, tanto en Chile como el resto del continente: Hugo Chávez, el militar sublevado que reformaría un sistema decadente; Evo Morales, el indígena cocalero que podría vencer la pobreza en que se encontraba inmersa la mayor parte de la población boliviana; Michelle Bachelet, la ya expresidente que nos cuidará como una matriarca; y por último, Sebastián Piñera, el exitoso empresario y ex presidente, que nos haría ricos a todos.

Grandes eslóganes, campañas planificadas con precisión milimétrica, candidatos soberbiamente empaquetados que repetían estrategias de antaño como abrazar al pobre, transmitir imágenes empáticas y de amor al prójimo, y sobre todo, un discurso lleno de esperanza para captar votantes, los que acudieron a las urnas sin siquiera saber por quién votaban.

Esto, sin dejar de lado el ahora cada vez más influyente rol de las redes sociales (si no recordemos al expresidente Barack Obama y su primera campaña presidencial en 2008). La consecuencia conocida, la región se llenó de gobiernos populistas, exitosos en prometer, pero deficientes en políticas efectivas, y que muy por el contrario se convirtieron en verdaderos entes de corrupción, restricción de libertades y generadores de crisis sociales y económicas que trascienden incluso a las fronteras de sus países.

Es así como hoy, en pleno 2021, los partidos políticos sin importar su color se han convertido en entes sin liderazgo y sin contenidos; incapaces de propulsar los nuevos liderazgos, generación de relevo para algunos izquierdistas de antaño, capaces de conducir nuestros países y por tanto, recurren a la ya malgastada fórmula de resucitar viejos cadáveres políticos para ocupar una curul, o mejor aún, la presidencia de algún país.

Es así como Cristina Fernández, regresó al poder en una fórmula vicepresidencial en Argentina; Lula da Silva, consiguió la libertad para enfrentar a Bolsonaro en Brasil y; en Chile, la derecha apuesta por Joaquín Lavín, y la izquierda recicla agentes del bacheletismo y la extinta concertación para competir en las venideras elecciones presidenciales.

¿Qué rol juegan los partidos políticos hoy en día? Mientras Chile se desliza por el peligroso camino que tiene adosado, por un lado, la carente legitimidad popular de las instituciones, y por el otro, el creciente papel de la anti política en la ciudadanía, se asoman complejos procesos electorales que representan, inclusive, mayor importancia que el plebiscito que marcó el fin del régimen militar del general Augusto Pinochet en 1988, materializado en 1990.

La mayor prueba de esta ausencia de liderazgo es el latente hecho que, en teoría, nadie encabezó los hechos violentos de octubre de 2019, sino que muy por el contrario, la clase dirigente quedó desplazada, y mucho más desacreditada frente a la población, como consecuencia de una elite política que apostó la carta de eternizarse en el poder, cercenando el nacimiento de nuevos liderazgos que trajeren aires de renovación al sistema político, en un escenario completamente distinto al actual, donde predomina el agotamiento del mismo, y una población absolutamente descontenta. Dicho sea, no hay un outsider o figura que capitalice el descontento social y sus consecuentes demandas elevándolo a la categoría de ser el nuevo Mesías latinoamericano que pugna el poder con propuestas que rayan en la utopía pero que sirve para venderle esperanza a un pueblo que más que acciones quiere retórica incendiaria.

Jugar la carta de permanencia en el poder, a la eternización de concejales, alcaldes, diputados y senadores, turnarse en fórmulas presidenciales y en carteras de ministros, creó en la población un sentimiento de repudio y de falta de identificación respecto a quienes dirigen el país. No es difícil encontrar entre la población chilena personas que no votan y qué, erradamente, consideran que la política no incide en su cotidianidad, lo que resulta absolutamente falso.

Es en ese escenario, cuestionable, que se pretende como gran solución redactar una nueva constitución política, que logre refundar la República y mejorar los problemas de la población, que sólo requerían un poco de voluntad política, renuncia al egoísmo, un legislativo cónsono a las realidades nacionales y un poder judicial que administre justicia y se revise cuando sea necesario, sin desatar una lucha intestina en el alto gobierno, acompañado del acto más solemne en política, saber dar un paso al costado y abrirse a las nuevas generaciones que traerán consigo nuevas maneras de enfrentar las emergentes realidades.

El carácter intocable que ha gozado, hasta ahora, la élite política chilena ha generado en la población una sensación de profunda desigualdad, pues quien ejerce el poder, recibe muchos beneficios sin contraprestación alguna y, se ha convertido la función pública en una excelente oportunidad de negocio con el Estado, mientras que, el grueso de la población —la que es continuamente irrespetada en su rol de contribuyente— soporta los abusos y excesos, llegando al punto de sentirse burlada y que, a pesar de soportar la carga y los pesares, recibe escasa por no decir nula contraprestación.

Es así como la misma clase política le abrió la puerta a la anti política. Fue la desconexión de quienes tomaron las decisiones importantes del país, recordándole a la gente su impenitente incapacidad para leer la realidad y que aquellos que osaron una vez en llamarse representantes del pueblo sólo representaban sus interés particulares; la galopante corrupción administrativa y la recurrente sensación de burla e irrespeto que percibía una población, que sólo quiere respeto y ser tomada en cuenta, pero como respuesta de sus autoridades, terminaron por minar nuestro sistema político al extremo que asomar cualquier efecto positivo del sistema liberal en Chile es considerado una falta de respeto en diversos foros.

Pues sí, no podemos dejar de lado el favorable cambio que marcó la apertura del país a una economía de mercado: en treinta años el país renovó su imagen y su posición en el mundo, llevándolo a un sitial de referencia de crecimiento y disminución de la pobreza. Se multiplicaron los salarios, y la abundante fuente de empleo inclusive trajo a Chile una considerable ola migratoria en búsqueda de una mejor calidad de vida. Curiosamente Chile, que se encontraba al margen de los populismos, se convirtió en un refugio para aquellos que huían de los embates de las crisis que siempre instalan en sus países estas formas de gobierno.

Inclusive, hoy en día, el grueso sólo considera que el sistema liberal de gobierno, y en especial la gestión de Sebastián Piñera, es absolutamente ineficaz e incurre en violaciones de derechos humanos (que no han podido acreditarse a través de Carabineros de Chile), que persigue y tortura a la juventud, pero muy por el contrario ha mantenido una gestión que ha puesto a Chile al frente la vacunación contra el COVID-19, y es durante su gestión donde un mayor número de agentes de seguridad del Estado han sido dado de baja y judicializados ante cualquier conato de haber sobrepasado su función policial; pero estas acciones han sido silenciadas por una prensa que a ratos es complaciente y después azuza a la confrontación social.

Sería un tanto egoísta no resaltar los beneficios, que generan a importantes grupos políticos de la izquierda, la instalación de la anti política como frente de lucha a la existencia misma del Estado en el ideario colectivo. Muchos grupos asociados a movimientos violentistas y antisistema han tenido éxito en este dañino nicho y, pareciere imposible de contenerse frente a un escenario de instituciones desacreditadas ante la población, y que poco han hecho por recuperar su credibilidad y quizás, terminarán de sucumbir frente a una Asamblea Constituyente que tendrá, poco merecida, la confianza de la población como elemento generador del cambio.

Finalmente, las próximas elecciones en Chile son una verdadera espada de Damocles: el país se encuentra en una encrucijada, donde pareciera que las ofertas de cambio inmediato, pero imposibles, han seducido a la población y ha sido convencida en que necesita replantear todo “hasta que la dignidad se haga costumbre” y una nueva Carta Magna como el medio de satisfacer las carencias y necesidades del país, pero que por el contrario parecen cimentar en el aire las bases del Chile de los venideros años. Jaque mate.

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