La destrucción de la democracia en Chile, hacia una memoria histórica verídica

Columna
El Líbero, 15.06.2016
Mauricio Rojas, economista y académico de la Fundación para el Progreso (FPP)
  • Creo que estamos entrando en uno de esos momentos clave en los cuales se puede torcer definitivamente la historia de un país si se tolera la ilegalidad y el desquiciamiento violento de la acción política

Los recientes hechos de violencia política me han llevado a desempolvar un ensayo que publiqué el año 2013 en el número 55 de la revista española La Ilustración Liberal. Creo que estamos entrando en uno de esos momentos clave en los cuales se puede torcer definitivamente la historia de un país si se tolera la ilegalidad y el desquiciamiento violento de la acción política. Eso le ocurrió ya una vez a Chile, el año 1967, y las consecuencias fueron terribles: pocos años después sucumbía nuestra democracia y el país se adentraba en una larga dictadura. De ello trata este texto que ojalá nos ayude a despertar antes de que sea tarde.

La dialéctica del enfrentamiento

Hay momentos en la historia de los pueblos en que las cosas se tuercen y se abre una secuencia de sucesos que se van entrelazando hasta culminar en un enfrentamiento violento. Establecer esta genealogía del enfrentamiento en el caso chileno es vital para acercarnos a una comprensión de lo ocurrido que no solo trate del pasado sino que también sirva de advertencia para el futuro.

En el proceso de ruptura paulatina de la convivencia social que lleva al enfrentamiento existe un momento clave: aquel en que se instala una dinámica de la acción colectiva en la que la prescindencia de la legalidad y el uso de la fuerza se transforman en un modus operandi legítimo y eficaz. Ambas condiciones, legitimidad y eficacia, son fundamentales para que el recurso a la fuerza se consolide como método de intervención social y política. Cuando ello ocurre se genera un efecto demostración que impulsa a un número creciente de actores a canalizar sus reivindicaciones de esa manera, descartando las vías institucionales existentes. Así, las tensiones estructurales de una determinada sociedad van pasando de un cauce de expresión a otro: de la legalidad al uso directo de la fuerza y de la búsqueda de acuerdos a la imposición de la propia voluntad. Eso es lo que, a mi juicio, ocurrió en Chile a partir del año 1967, cuando coincidieron una serie de hechos que propiciaron una deriva de desbordamiento de la legalidad y uso de la fuerza que culminaría con el golpe militar de 1973.

Antes de entrar a estudiar más detenidamente el inicio, en 1967, de la dialéctica del enfrentamiento chileno debemos dilucidar un par de puntos importantes. El primero se refiere a la justificación del recurso a la fuerza y el segundo a la relación entre los problemas estructurales de una sociedad y sus conflictos político-sociales.

La justificación del recurso a la fuerza

Un elemento esencial de la dialéctica del enfrentamiento es la justificación de los medios usados en virtud de la bondad, real o supuesta, de los fines que se pretende alcanzar. Este es un aspecto decisivo en la aceptación, legitimación y difusión del uso de la fuerza. Los fines legitimadores pueden ser de carácter muy variado y, habitualmente, muy encomiable –crear una sociedad mejor, restaurar el orden, luchar contra la pobreza o las desigualdades, etc.–, pero lo decisivo es su uso para justificar, moral o ideológicamente, la prescindencia o ruptura de la legalidad.

Lo que debe entenderse, como claramente muestra el caso de Chile, es que la legitimación del recurso a la fuerza para ciertas metas tiende rápidamente a generalizarse y hacerse válida para cualquier objetivo que un segmento de la población estime importante. Finalmente, toda la sociedad se orienta hacia una resolución de los conflictos donde –como dijese en agosto de 1973 un famoso titular de la revista chilena de extrema izquierda Punto Final– “tiene la palabra el Camarada Máuser”.

Una de las justificaciones más comunes del uso de la violencia consiste en aludir a ciertas tensiones o problemas estructurales de una sociedad determinada para decir que en ello está la causa del recurso a la ilegalidad y a la fuerza. Pero esto no es así, ya que entre los problemas subyacentes o estructurales y su canalización concreta no existe una relación mecánica de causalidad. Es por ello una falacia reduccionista decir, por ejemplo, que determinados problemas –falta de desarrollo, pobreza, desigualdades, etc.– explican un tipo específico de conflictos y su desenlace. Entre lo uno y lo otro existe una serie de eslabones intermedios, actores e ideologías específicas, que son esenciales para entender la evolución real de la sociedad.

Problemas estructurales y respuestas ideológicas

Los fundamentos estructurales de la discordia chilena fueron múltiples. En términos generales se puede hablar de un déficit subyacente de progreso, ya sentido por los sectores dirigentes del país a comienzos del siglo XX y que se expresa como una serie de carencias materiales apremiantes entre los sectores populares. Este síndrome del atraso chileno se entrecruza desde sus inicios con la “cuestión social”, agudizada, desde mediados de siglo, por el gran incremento demográfico y la urbanización acelerada, que dan pie a una alarmante concentración de pobreza en la capital, Santiago, y otras ciudades importantes.

Las respuestas a estas dos cuestiones marcarán la década de 1960, abriendo una fase de radicalización ideológica que es determinante para explicar la marcha de Chile hacia el desenlace de 1973. Surge entonces, bajo la influencia de tendencias ideológicas internacionales, la idea de una gran solución drástica tanto al subdesarrollo como a la cuestión social. Es la era de lo que el historiador chileno Mario Góngora llamó las “planificaciones globales”, representadas a su juicio por los proyectos de la Democracia Cristiana de Eduardo Frei Montalva, de las fuerzas marxistas encabezadas por Salvador Allende y, finalmente, de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Estas planificaciones no solo daban un conjunto coherente de respuestas a los problemas planteados, sino que las insertaban en un proyecto de sociedad futura radicalmente distinta de la actual. Eran, por definición, proyectos revolucionarios, excluyentes y, por ello, sectarios. Querían cambiarlo todo de raíz y se bastaban a sí mismos para diseñar el Chile futuro.

Esta ideologización radical de las tensiones estructurales de la sociedad es el eje central sobre el que gira la dialéctica del enfrentamiento chileno. Era el todo por el todo, la lucha por un programa totalizador e inflexible, donde, para usar una célebre expresión de Frei Montalva, ni una sola coma era negociable.

1967: el año decisivo

Adentrémonos ahora en el relato histórico acerca de los sucesos que marcarían el inicio de la deriva de Chile hacia el enfrentamiento violento. Recordemos, ante todo, que a mediados de la década de 1960 la democracia chilena era considerada ejemplar. Así, por ejemplo, mediciones hechas para 1965 y 1967 por los destacados politólogos estadounidenses W. Flanigan y E. Fogleman otorgaban a la democracia chilena el quinto lugar en el ranking mundial. Sin embargo, pocos años después nada quedaba en pie de esa democracia ni de la cultura de convivencia cívica que la alentaba y sostenía.

Elegir un año determinado para señalar el inicio de una secuencia histórica es siempre arriesgado, ya que la historia es un fluir constante de acontecimientos con profundas raíces en el pasado. A pesar de ello, creo que elegir 1967 como año de inflexión de la política chilena puede ser plenamente justificado si se analiza una serie de hechos que marcarían la apertura de una dialéctica del enfrentamiento que luego no haría sino cobrar intensidad.

Son muchos los hechos acontecidos en 1967 que, sumados, nos llevan hacia el comienzo del fin de la democracia en Chile. Elijo en este contexto solo algunos especialmente significativos y los presento en orden cronológico.

Una toma crucial

Me retrotraigo a la madrugada del 16 de marzo de 1967. Según el relato del diario de Partido Comunista de Chile, El Siglo, desde las 2:15 un numeroso grupo de familias sin casa había comenzado en Santiago, en la calle San Pablo a la altura del 6.600, la toma de terrenos que daría origen a la población Herminda de la Victoria. A las familias iniciales pronto se les sumaron muchas otras, hasta llegar a las 1.500 registradas unos días después. En menos de dos horas ya habían llegado varios diputados del Partido Comunista, lo que, junto a la presencia de los reporteros de El Siglo desde el inicio de la toma, demostraba la implicación directa de ese partido en los hechos. También habían llegado importantes efectivos policiales al lugar. A las 6:25 de la mañana empezaban los incidentes. Pronto llegarían más personeros comunistas y también socialistas, entre ellos el presidente del Senado, Salvador Allende. A las 11:50 comienza una acción policial que logra reubicar a los ocupantes en otros terrenos baldíos. De allí en adelante se inicia un complejo proceso de negociaciones, presiones y movilizaciones de solidaridad que concluyó el 30 de mayo con la victoria de los pobladores, que consiguieron del gobierno acceso a un terreno de 27 hectáreas, en el cual se construirían sus futuras viviendas.

Esta toma no fue la primera ni la última en el Chile de esos tiempos. Fue, sin embargo, decisiva por la cantidad de familias implicadas, la gran proyección política que adquirió y su resultado: mostraba, sin ambigüedades, que el uso de la fuerza sin el respaldo de la ley era una forma exitosa de lograr lo que se quería. Tal como dice Vicente Espinoza en su libro Para una historia de los pobres de la ciudad: “un hecho ilegal, en la práctica se convirtió en un mecanismo tolerado dentro de los cauces institucionales. Este es quizás el más importante significado de la toma de Herminda de la Victoria, por cuanto éste sería el patrón de las tomas que ocurrirían en los años subsiguientes”.

Dentro de pocos años esas tomas se contarían por cientos: solo en Santiago sumaron 103 en 1970, y se calcula que en 1971 se producía una toma de terrenos al día. A lo que deben sumarse todas las tomas de predios agrícolas, fábricas, universidades, colegios y hasta de la catedral de Santiago en agosto de 1968, que serían noticia cotidiana durante los años venideros.

La explotación de la frustración del progreso

El contexto de este episodio es importante para entender su significado en una perspectiva más amplia. En el Santiago de entonces vivían unas 300.000 personas en conventillos, poblaciones callampa o viviendas precarias, y otras muchas como allegadas en casas de familiares o conocidos. La misma situación se vivía en muchas otras ciudades de un país que se estaba urbanizando a una velocidad vertiginosa. Se trataba, sin duda, de un problema nacional apremiante, y por ello el gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) había lanzado ambiciosos planes de construcción y autoconstrucción de viviendas, como la famosa Operación Sitio, y creado un Ministerio de la Vivienda. Ello era parte de un enfoque político centrado en la integración de los sectores más pobres y vulnerables, los así llamados “sectores marginales”, a la vida social. La reforma agraria, la ley de sindicalización campesina, la de juntas de vecinos y la Promoción Popular fueron iniciativas trascendentales en un Chile que mayoritariamente buscaba el cambio.

Lo que ocurrió con el impulso reformista de Frei Montalva fue, sin embargo, algo notable: los significativos progresos que se hicieron no fueron capaces de estar a la altura de las grandes expectativas que se habían generado. Esta dialéctica entre expectativas que crecen exponencialmente y un progreso que las alimenta pero no puede colmarlas está en la esencia del drama del Chile de entonces. Este sentimiento de frustración es el que explotarían comunistas y socialistas en su encarnizada lucha contra la Democracia Cristiana (DC) por la hegemonía popular. Así, estos partidos no tardarían en transformarse en los grandes instigadores y legitimadores del descontento y el uso de la fuerza contra una legalidad y una democracia en las que no creían.

Hay que hacer notar que las expectativas crecen en ese período no solo por las promesas hechas o los planes de acción social lanzados por el gobierno de Frei Montalva, también lo hacen por el crecimiento económico alcanzado en los primeros años del nuevo gobierno así como por los notables aumentos de los salarios reales (un 27% en 1965-66) y el gran incremento del gasto público, que creció más de un 40% en 1965-66. En esos años el gasto social en educación, vivienda y sanidad aumentó a tasas sin precedentes en la historia chilena. Esta verdadera hybris de crecimiento, aumentos salariales, redistribución y gasto social se pagaría pronto con fuertes desequilibrios macroeconómicos y una caída del crecimiento que vendrían a agudizar el descontento, pero a comienzos de 1967 Chile no era en absoluto un país cuesta abajo, sino todo lo contrario.

En este contexto, cabe destacar que una de las características del gobierno de Frei Montalva fue la explosión casi inmediata de una ola de reivindicaciones que desestabilizó toda la planificación del programa de reformas. Las movilizaciones sociales y sindicales, que se incrementaron fuertemente ya en 1965-66, no fueron una respuesta a una economía en crisis o estancamiento, sino un intento, inescrupulosamente liderado por la Central Única de Trabajadores (CUT) bajo control comunista-socialista, de aumentar rápidamente el nivel de vida de los sectores movilizados aprovechando la bonanza económica de esos años. Los aumentos salariales ya mencionados dan cuenta de ello, llegando a un nivel absolutamente desmesurado en 1967, cuando el salario real se incrementó un 15,5%, lo que eleva el aumento acumulado para 1965-67 a nada menos que un 46,8%, con consecuencias graves en términos de déficit público e inflación.

Esto ilustra claramente los efectos de la dialéctica ya mencionada, entre expectativas que crecen exponencialmente y un progreso que las alimenta pero no puede colmarlas, cuando las mismas se ven hábilmente explotadas por fuerzas políticas que buscan desestabilizar todo el sistema y apropiarse del poder. Tal descontento o frustración del progreso, que posibilita la acción irresponsable de partidos radicales y conduce a demandas desestabilizadoras e imposibles de satisfacer, es una causa y no el resultado de los problemas económicos experimentados en Chile ya hacia fines de 1967.

La violencia para el amor

Fue en ese Chile que empezaba a experimentar esa sorprendente frustración del progreso donde se asentó aquella “cultura de tomas” de que habla Alejandro San Francisco en su libro sobre la otra gran toma que marcaría el año 1967: la de la Casa Central de la Universidad Católica de Chile, el 11 de agosto.

El escenario es aquí muy distinto al de la toma de terrenos de marzo. Se trata del espíritu revolucionario de jóvenes de clase media de la Democracia Cristiana influidos por las ideas de la naciente Teología de la Liberación y la mística de un movimiento que hacía no mucho había conmovido a Chile con su vibrante Marcha de la Patria Joven. La misma DC se veía sacudida por fuertes tensiones internas, entre los sectores más pragmáticos y aquellos más revolucionarios que buscaban un cambio integral de sistema y el paso a lo que se llamó “la vía no capitalista al desarrollo”. Es en este contexto donde entre muchos jóvenes democratacristianos se afinca la idea, tan propia del marxismo, de que existe una violencia aceptable (constructiva y revolucionaria) y otra deleznable (destructiva y reaccionaria). Las palabras del democratacristiano Miguel Ángel Solar, presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC) y principal dirigente de la toma, en un debate televisado con el director del diario El Mercurio son esclarecedoras al respecto. Allí, hablando de los fascistas, Solar puntualiza que éstos, a diferencia de otros entre los cuales él seguramente se incluía, no buscan “la violencia constructiva, no la violencia para el amor, sino la violencia despótica” (la transcripción del debate está en el libro mencionado de Alejandro San Francisco, La toma de la Universidad Católica de Chile).

La noche del 10 al 11 de agosto de 1967, estos jóvenes democratacristianos decidieron ejercer su “violencia para el amor” tomándose la sede central de la Universidad Católica de Chile. Tal como en el caso de los pobladores de Herminda de la Victoria, no es difícil sentir simpatías por la causa de estos estudiantes que querían democratizar su universidad y ponerla, como dijeron, “al servicio de su pueblo” deponiendo, mediante un contundente acto de fuerza, a quien había sido su rector desde 1953: monseñor Alfredo Silva Santiago.

La toma concitó de inmediato muchos apoyos, como los del Partido Comunista, la CUT y muchas organizaciones estudiantiles, pero lo decisivo fue el apoyo que le brindó el partido de gobierno, la Democracia Cristiana, que se transformó en la gran legitimadora del uso de la fuerza de parte de los suyos. El editorial del diario oficialista La Nación del 13 de agosto de 1967 es notable a este respecto: “El problema de fondo no es saber si los estudiantes han actuado con exceso de pasión juvenil o si se han excedido en los términos de su estrategia para alcanzar los objetivos que se han propuesto. Eso no tiene trascendental importancia. Lo que sí es importante es llegar a conclusiones sobre si la crítica de los estudiantes a la Universidad es cierta o no.” O, para decirlo de otra manera, según el vocero del gobierno el fin justificaba los medios.

El hecho clave en esta coyuntura fue, sin duda, la llamada de Frei Montalva al jefe de la Iglesia chilena, Raúl Silva Henríquez. En sus Memorias, el cardenal resume así esa llamada histórica: “El jueves 17 de agosto el presidente Frei me llamó por teléfono. Dijo que lo que estaba pasando en la UC comprometía gravemente la estabilidad del país (…) Si la Iglesia no podía detener la crisis, el gobierno tendría que hacerse cargo de la universidad. Para esto había un plazo fatal: el lunes 21 de agosto.”

A partir de este ultimátum, el cardenal asume directamente las negociaciones con la FEUC y recibe plenos poderes del Vaticano para resolver la crisis. En una reunión con la dirección de los estudiantes rebeldes celebrada la noche del 20 al 21 de agosto se capitula ante la toma. Se acuerda deponer al rector y nombrar a un destacado democratacristiano, Fernando Castillo Velasco, como prorrector con amplios poderes para iniciar una reforma universitaria, y además se promete la impunidad de quienes han participado en la toma.

Seguramente Frei Montalva no tenía ni la más remota idea de que de esta manera estaba abriendo una verdadera caja de Pandora, que pronto lo hundiría como gobernante. Pero ante la señal inequívoca de que la fuerza se premiaba como método reivindicativo se desencadenó de inmediato, como dice Alejandro San Francisco, una “espiral de tomas, paros, huelgas y movimientos estudiantiles de distinta naturaleza”.

Esa espiral, que ya no se detendría hasta que la institucionalidad democrática chilena estuvo reducida a escombros, fue marcando, cada vez con mayor fuerza, el año 1967, desde las violentas luchas callejeras a comienzos de septiembre en el centro de Concepción bajo la dirección del MIR hasta la huelga general convocada por la CUT para el 23 de noviembre, que se cerró con un saldo trágico de ocho muertos y más de 50 heridos. Ahora sí que Chile era un país cuesta abajo, pero no por una fatalidad inevitable del destino, sino por el accionar consciente de quienes buscaban de esta manera crear las condiciones para un cambio total de sistema que refundara el país.

La violencia para la revolución

Es en este contexto de creciente frustración, polarización y violencia que se inscriben los dos últimos hechos que quisiera destacar de este año decisivo. En su XXII Congreso, celebrado en Chillán del 24 al 26 de noviembre, el Partido Socialista, en el que militaba Salvador Allende, se declara marxista-leninista y adopta, por unanimidad, una resolución que, entre otras cosas, establece lo siguiente: “La violencia revolucionaria es inevitable y legítima (…) Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico, y a su ulterior defensa y fortalecimiento.” Allí se determina, además, el carácter puramente instrumental de las “formas pacíficas o legales de lucha”: “El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada”. Chile estaba advertido.

Esta conversión al marxismo-leninismo y a la lucha armada como único medio para alcanzar el poder es la culminación de un notable proceso de radicalización del socialismo chileno, que terminará de esta manera ubicándose a la izquierda del Partido Comunista. El proceso culminará en el Congreso de La Serena de enero de 1971, donde Carlos Altamirano es elegido secretario general y los sectores más radicales, provenientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN, lo que les da el nombre de “elenos” con que habitualmente se los designa), se hacen con el control de los órganos directivos del partido (todo esto está muy bien descrito en el capítulo 4 del libro de Ignacio Walker Socialismo y democracia de 1990). Este es un dato clave para entender la dinámica de los años siguientes y la impotencia de Salvador Allende para contener la deriva extremista de sus propias fuerzas. Así, éste terminaría probando la misma amarga medicina de movilizaciones, tomas y extremismo irresponsable que él no había tenido reparo alguno en que se le aplicara a Eduardo Frei Montalva.

A su vez, el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) vive un proceso de radicalización que le lleva, en su III Congreso, celebrado los días 7 y 8 de diciembre de 1967, a un cambio de dirección y de línea política. La dirección pasa al grupo de jóvenes liderado por Miguel Enríquez y la línea política –que ya desde su congreso fundacional de agosto de 1965 proclamaba que la “insurrección popular armada” era el “único camino” para derrocar al “régimen capitalista”– pasa a decantarse por una estrategia de “guerra revolucionaria prolongada e irregular”, que mezclaba los ejemplos chino y cubano de lucha revolucionaria. Según la Tesis político-militar, redactada por Miguel Enríquez junto a su hermano Marco Antonio, esto se llevaría a cabo mediante “la apertura de algunos focos armados que poco a poco crearán las condiciones revolucionarias llamadas objetivas, es decir que ellas permitirán progresivamente ganar a la población para integrarla a la lucha armada. Así se constituirá el ejército revolucionario, en pleno régimen burgués, y así podremos nosotros conquistar el poder político”. Chile volvía a estar advertido.

Lo que le debemos a Chile

Así se desbarrancó Chile hace ya más de cuatro décadas. Por la conjunción de una gran variedad de factores y voluntades. En el trasfondo estaban su atraso secular, la pobreza de muchos durante mucho tiempo y un progreso que no lograba colmar las expectativas creadas. Pero lo decisivo fue la explotación de todo esto en función de proyectos ideológicos radicales. Finalmente, las fuerzas marxistas sembraron vientos y cosecharon tempestades. Las más extremas entre ellas, representadas por el Partido Socialista y el MIR, se propusieron explícitamente la destrucción del orden institucional democrático y la instauración de una dictadura (ya en su declaración de principios de 1933 el PS afirmaba que era necesaria “una dictadura de trabajadores organizados”). Lo primero lo lograron plenamente… y lo segundo también, si bien la dictadura instaurada no fue la que soñaban, es decir, la suya, sino la de Pinochet. El Camarada Máuser tuvo la palabra y la barbarie se impuso.

Sobre todo esto es imprescindible una reflexión sincera, que desmitifique los simplismos existentes y la visión maniquea de las cosas impuesta por una izquierda que ejerce con maestría el uso y abuso de la memoria histórica. Lo ocurrido en Chile se merece un recuerdo sin lapsos ni silencios, que no se ponga al servicio de las conveniencias de unos u otros ni se quede a medio camino. Una memoria trunca distorsiona la verdad y no nos ayuda a avanzar hacia aquello que le debemos a Chile: un relato verídico de cómo llegamos a separarnos y odiarnos a tal punto que un día nos arrogamos el terrible derecho a destruirnos los unos a los otros.

Esto vuelve hoy, lamentablemente, a tener una importancia vital ya que, tal como alguna vez dijo George Santayana: “Quien olvida su historia está condenado a repetirla”.

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