La guerra de Crimea y la carga de la Brigada Ligera

Isabel Undurraga Matta[1]

Dos hechos de actualidad ameritan la presente columna histórica: por un lado, las guerras religiosas en el Medio Oriente y, por el otro, el conflicto por la península de Crimea en el Mar Negro, recientemente anexada por Rusia. En el primer caso, chiíes y suníes combaten en Irak, Siria y Yemen, mientras que en el segundo los intermitentes enfrentamientos entre Ucrania y separatistas pro-rusos parecen -a ratos- que están dormidos, cuando las noticias no ocupan las primeras planas, pero no es así.

Crimea mantiene hoy el mismo valor estratégico que ha tenido siempre para Rusia. La posesión de esta península le es absolutamente vital, ya que en el puerto de Sebastopol tiene fondeada su flota del Mar Negro, un detalle no menor si se considera su proximidad con el Mediterráneo. La aspiración rusa de tener acceso a dicho mar (“de aguas calientes”) es un rasgo de la política exterior rusa que se mantiene invariable a través de los siglos. Tan importante es para Rusia, que la llevó a desatar la primera guerra moderna de Occidente: la Guerra de Crimea (iniciada en 1854) y que constituyó el conflicto más importante del siglo XIX (a gran escala y alto costo), hecho oscurecido después por las dos guerras mundiales del siglo XX.

La guerra que enfrentó al Imperio Ruso con el Imperio Otomano, apoyado éste por Inglaterra, Francia, Piamonte-Cerdeña, Rumania y Bulgaria, fue -sencillamente- horrible, con incalculables pérdidas humanas militares y civiles en ambos bandos. Se considera la primera guerra moderna, ya que contó con barcos de vapor (ingleses y franceses), rifles modernos, adelantos médicos y militares, nueva logística y la gran novedad de corresponsales y fotógrafos de guerra que transmitirían al resto del mundo los horrores que les tocaba presenciar in situ, incluyendo las famosas enfermeras mujeres dirigidas por Florence Nightingale. Tuvieron lugar batallas muy sangrientas: Inkerman, Alma, Sebastopol, Balaclava, por nombrar solo algunas, cuya memoria se mantiene en innumerables nombres de ciudades en EEUU, Australia y Europa. Uno de los recuerdos más famoso de una de ellas es el Puente de Alma en Paris, y el túnel que lo atraviesa, donde murió Diana de Gales. Sin embargo, la Guerra de Crimea también será recordada por el más garrafal error táctico-militar a cuenta de los ingleses, no superado hasta la fecha y que inspira esta reseña.

La causa remota del conflicto fue religiosa  y el gran responsable el zar Nicolás I. Y, como siempre ocurre, lo que comienza por motivos religiosos (cualquiera sea la creencia en cuestión) se olvida en el momento mismo en que salen a la superficie cuentas personales por saldar, odios ancestrales, prejuicios, ambiciones, tierras que defender o que ganar, limpiezas étnicas y tantas otras cosas más. En concreto, el origen de la Guerra de Crimea estuvo en la rivalidad entre frailes cristiano-latinos y griego-ortodoxos por el derecho a controlar el ingreso al Templo del Santo Sepulcro en Jerusalén y a la Iglesia de la Natividad en Belén, una rivalidad apenas disimulada hasta hoy.

Las rencillas se habían logrado controlar hasta que llegó el año 1853, en que coincidieron en el calendario la Pascua de católicos y ortodoxos (tienen calendarios diferentes) con una enorme afluencia de peregrinos. Cada confesión se sintió con el derecho a ser la primera en entrar al Santo Sepulcro, expulsando a la otra. Como ninguna cedía en sus pretensiones, se armó una batahola de proporciones que el propio gobernador otomano (Jerusalén estaba dentro de su jurisdicción) y sus fuerzan fueron incapaces de controlar la situación. Dentro del santuario del Santo Sepulcro, clérigos y peregrinos de uno y otro credo, comenzaron a darse empujones y trompadas, para terminar arrojándose candelabros, crucifijos, imágenes religiosas, cálices y piedras, hasta que aparecieron las pistolas que llevaban algunos, las que se dispararon en todas direcciones. Saldo de la trifulca: 40 muertos y cientos de heridos sobre el suelo mismo del que se supone es el sitio más sagrado de la cristiandad.

El Zar ruso puso el grito en el cielo como defensor de los peregrinos ortodoxos. Así, la excusa para iniciar el conflicto, fue la exigencia del Zar al Sultán para que le cediera todos los territorios habitados por gente de fe ortodoxa, a lo que el gobierno de la Sublime Puerta obviamente se negó. Nicolás pensó que la cosa venía fácil para sus pretensiones, digamos un “paseo”, e invadió los principados del Danubio bajo dominio otomano. Su acción duró poco, ya que no se imaginó jamás la coalición que se alinearía tras los débiles turcos. Rusia tuvo que retirar rápidamente sus fuerzas hasta la península de Crimea (1854), porque -en una rápida acción- había sido invadida por ingleses y franceses, que alentaban a las tribus musulmanas en el territorio ruso para que se sublevaran del Zar. Cada potencia entró a la guerra por motivos  propios:

  • RUSIA:  por su aspiraciones expansionistas a costa del Imperio Otomano.
  • TURQUÍA: para defenderse de Rusia.
  • FRANCIA: su gobernante, Napoleón III, pretendía reposicionar a su país como la gran potencia en Europa que había sido durante el período de su famoso tío.
  • GRAN BRETAÑA: defender los estrechos turcos, respecto de los cuales Rusia pretendía controlar para introducirse en el comercio con los países de Asia.

En las hostilidades en la península de Crimea, se sucedieron varias batallas con victorias y derrotas por ambos lados. Las más importantes tuvieron lugar al final de la guerra: Sebastopol, el puerto fortificado más importante que tenían los rusos en la península, y Balaclava, otro puerto, más pequeño y muy cercano al anterior, que estaba en poder de franceses e ingleses y que era su centro vital de abastecimiento.

Partiendo por el triunfo de la Alianza en la batalla del río Alma a un altísimo costo, se inició una cadena de disparates, que tuvieron en común tanto el arrojo y la disciplina de la tropa británica como la actitud frívola, casi prescindente, de varios de los oficiales que los dirigían. Ya en la batalla de Alma, los británicos habían sufrido una enorme cantidad de bajas a raíz de que el Estado Mayor había dado la orden de alto el fuego en pleno contraataque ruso, pensando que se trataban de sus aliados franceses. El siguiente y fundamental objetivo era Sebastopol. Dado que éste estaba muy bien fortificado, franceses e ingleses comenzaron el asedio desde la vecina Balaclava. Aquí se produjo otro trágico episodio: los soldados británicos que tenían la misión de cavar las trincheras en torno a Sebastopol para impedir la entrada o salida de los rusos, sufrieron lo indecible por estar pésimamente mal equipados, con ropa inadecuada como lo eran los uniformes de verano que usaron durante el conflicto (el invierno allí es durísimo y la ropa gruesa salió desde Inglaterra en el vapor “Prince” que naufragó, pero no se repuso el envío), sobreviviendo con raciones mínimas y malas (los altos oficiales comían espléndidamente) y en unas carpas que dejaban entrar el viento, el frío y el lodo.

En el sitio de Sebastopol, los rusos camuflados por la niebla de un día de octubre, aprovecharon de atacar en pos de Balaclava, haciendo sonar la alarma en los cercanos campamentos británicos y franceses. La  primera en reaccionar fue la Caballería inglesa a cargo de Lord Lucan (divisón formada por una Brigada Pesada y otra Ligera). Se dió la orden de montar sin considerar que hombres y caballos no habían comido ni bebido nada en más de 24 horas. Fue sir Colin Campbell, un escocés a cargo de la Brigada Pesada de 300 compatriotas montados, la que se enfrentó a 2.000 hombres de la caballería rusa. Campbell no tenía ningún respeto por el enemigo, así que obviando la desproporción de fuerzas arengó a su batallón y a la carga. El enfrentamiento fue extremadamente duro, pero los recios escoceses, desafiando todas las normas que tiene la caballería para resguardarse, cargaron de frente y lograron poner en fuga a los rusos: Balaclava estaba a salvo. Como espectadores inmóviles de tan glorioso momento, observaban con rabia y desencanto los de la Brigada Ligera al no haber sido llamados a rematar la acción de la estampida rusa. Pero ya vendría su hora trágica.

Para comprender la seguidilla de disparates, órdenes y contraórdenes, a que se vería sometido el ejército británico, parece apropiado retratar brevemente las personalidades que conformaban su Alto Mando. Primero, hay que aclarar que en esa época los altos cargos en el ejército se compraban al mejor postor. Salvo contadas excepciones, eran aristócratas de gran fortuna, muchos de ellos ancianos, y que no cambiaban un ápice en el curso de la guerra sus costumbres y tren de vida que tenían en Inglaterra. Entre ellos, destacaban:

  • Lord Ranglan, el comandante supremo de las fuerzas británicas en Crimea, con 68 años y de carácter bondadoso, quien no había tenido jamás el mando ni siquiera de un destacamento. No gozaba de buena salud, pero había sido secretario del Duque de Wellington en la Guerra de la Independencia de España y en Waterloo (donde perdió un brazo) y, por tanto, sentía un respeto y devoción casi enfermizo por él. Primero estaba Wellington y después Dios y todo lo demás…..
  • Lord Lucan, el jefe de la División de Caballería, cargo por el que había pagado 25.000 libras. Ante cualquier orden superior que le pareciera inapropiada, se sentía capaz de ignorarla.
  • Lord Cardigan, el comandante de la Brigada Ligera, un perfecto imbécil, atildado, y la máxima expresión del dandy inglés. Era dueño de una de las más grandes  fortunas de su país, lo que le había permitido comprar distintos cargos militares, a pesar de ser despedido por incompetente en varios casos. Pero ponía otra vez sus libras sobre la mesa y venía el nuevo nombramiento. Alojaba en su velero particular que tenía fondeado en el pequeño puerto de Balaclava, quitándole sitio a barcos que eran indispensables, con un chef francés a bordo y haciendo una intensa vida social.  Pero lo más serio de todo era su condición de cuñado de Lucan, ya que se detestaban mutuamente, al extremo que no se saludaban y mucho menos se dirigían la palabra.

Ahora es el turno de referirnos a la famosa carga de caballería de la Brigada Ligera. Muy pocos hechos bélicos de la historia están rodeados por el aura de un romanticismo épico tan grande, que omite y relega muchas veces a la ignorancia y otras tantas al olvido, un episodio tan dramático y sangriento generado exclusivamente por la decisión deliberadamente errónea del jefe del alto mando británico, por un lado, y por las rencillas personales irreconciliables de quienes integraban ese mando, por el otro.

La orden para que la Brigada Ligera entrara en acción vino de Lord Ranglan y el motivo fue la retirada de los rusos hacia el extremo del valle Norte en la batalla de Balaclava, arrastrando un buen número de cañones ingleses. Ranglan se estremeció, porque jamás a su amado Duque le habían arrebatado un cañón en las mil y una batallas que había dirigido, y no iba a ser su fiel discípulo el que toleraría tamaña afrenta.

Como a Ranglan le urgía arrebatar las piezas, decidió que la infantería sería demasiado lenta para el cometido y se decidió por un ataque de la Brigada Ligera y, a través del capitán Nolan que se lanzó a galope tendido, le hizo llegar la orden a Lucan, que estaba al pie del valle, para que los cañones fueran recuperados con la seguridad de que sería apoyado por la infantería. Ranglan no se percató de que desde su posición en altura le era posible abarcar visualmente todo el campo, cosa que no ocurría con la caballería que estaba abajo. Lucan leyó dos veces la orden para asegurarse de que era un disparate: “Lord Ranglan desea que la caballería avance rápidamente hacia el frente, siga al enemigo e intente impedir que se lleve los cañones. URGENTE”.  Lucan que no veía lo que presenciaba Ranglan, le preguntó a Nolan “¿Qué enemigo, capitán?”“¿Atacar qué?”“¿Qué cañones?” . Y como no veía nada, se mantuvo 30 minutos inactivo frente a lo que no comprendía. Además, ¿dónde estaba la infantería?  Hasta que llegó la segunda orden, esta vez imperativamente enérgica de Ranglan. Nuevamente Lucan le pregunta a Nolan, quien alargando impaciente su brazo hacia la altura del fondo del valle, le dice de mala manera: “Allí milord, allí están los cañones que Ud. debe recuperar”. Ninguno sabía que los rusos estaban detrás.

Lord Lucan esta vez acata la orden y llama a Lord Cardigan comandante de la Brigada Ligera. A pesar de su evidente enemistad, se vieron obligados a cruzar medias palabras, coincidiendo en que lo ordenado era una locura, prácticamente un suicidio. Pero había que acatar al superior. Cardigan dió media vuelta y alineó a sus hombres. Las enfermedades (especialmente el cólera), una constante durante toda la guerra, había mermado bastante sus efectivos a menos de 700 jinetes. Junto a las patas de los caballos de los oficiales de la primera fila, se pusieron en posición firme, (al igual que en cientos de desfiles y maniobras), lo perros Jeremmy y Boxer, las mascotas del 110° y 8° Regimientos de Húsares, los que habían acompañado a sus amos desde Inglaterra. Cardigan al frente de todos ellos, dió la orden de avanzar por el angosto valle de 1,5 km. como lo hace la caballería cuando entra en combate: al paso primero, luego al trote y, finalmente, al galope hasta que suena el toque de carga. Pero a medida que iban avanzando se encontraron con que, además de la artillería rusa del fondo, eran atacados desde las alturas del valle a derecha e izquierda, por intensas descargas de fusilería y artillería que también habían apostado allí los rusos. Y se inició un verdadero pandemonium. Sonaban las granadas, el estruendo de los cañones, la metralla y el humo eran horribles. Comenzaron a caer hombres por todas partes, muchos muy mal heridos y caballos destripados. Las monturas que repentinamente se encontraban sin su jinete corrían desbocadas aumentando la confusión. La Brigada, ya bastante diezmada, continuaba su avance por el angosto valle hacia la boca de los cañones que se le había ordenado recuperar. Y junto con ella, Jeremmy y Boxer imperturbables, también corrían en línea recta hacia el objetivo. Fuera de toda lógica, lo que iba quedando de la Brigada llegó hasta los cañones, pero no pudieron desmontarlos de sus baterías.

Los que quedaban vivos o a medio morir, tanto hombres como caballos, deshicieron el camino mientras continuaban los ataques desde arriba y de lado y lado. Volvieron vivos solo 395 soldados en condiciones deplorables y 365 caballos, junto con Jeremmy, que tenía solo una pequeña herida de metralla en el cuello, y Boxer, sin un rasguño. Y lo más increíble dentro de todo el horror que implicó la carga, fue que los cañones ingleses no eran los que Ranglan pensaba y que el capitán Nolan le señaló a Lucan: los auténticos fueron paseados como trofeos de guerra por las calles de Sebastopol con gran alegría de la población y permanecieron en poder de los rusos.

Comenzaron entonces las recriminaciones en el Alto Mando británico, incluso culpando con descaro a los oficiales de la Brigada. Pero lo peor fue cuando las noticias del desastre llegaron a Inglaterra. La indignación fue mayúscula en todos los niveles, incluso la reina Victoria. Ranglan fue llamado a dar explicaciones al Parlamento y, con una actitud increíble, culpó a sus subordinados. Y, como pertenecía a la casta de los oficiales que eran intocables, no tuvo sanción alguna. En lo inmediato, lo único positivo fue que a raíz de la matanza militar se hicieron profundas reformas en el Ejército inglés, profesionalizándolo y mejorando sustancialmente su situación en todos los niveles. Se acabó con la compra de los altos cargos y con el maltrato de la tropa, que era una constante, incluyendo latigazos al menor asomo de indisciplina.

El poeta Alfred Tennynson le dedicó a la epopeya de la Brigada Ligera unos versos que se hicieron inmortales y que todo inglés sabe de memoria, ya que es lo primero que aprende a recitar cuando inicia su vida escolar.

La Guerra continuó por algún tiempo hasta que Rusia fue derrotada completamente y obligada a firmar el Tratado de Paris de 1856, según el cual renunciaba a sus pretensiones territoriales sobre el Imperio Otomano. Las pérdidas fueron inmensas para ambos mandos, tanto militares como civiles. Hubo millares de muertos debido a la guerra, como también al hambre, enfermedades, masacres, y limpiezas étnicas. Rusia perdió 2/3 de un millón de combatientes; Francia a 100 mil de sus 310 mil hombres; e Inglaterra, de los 98.000 hombres que mandó al frente, perdió cerca de 20.000.

[1] Historiadora de la PUC y columnista regular de OpinionGlobal.-

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