La guerra inacabable. Itinerario de los problemas sin resolver que dejó la Guerra del Pacífico

Artículo
Revista Argumentos, N*1-Año8 (marzo 2014)
Rolando Rojas, historiador e investigador Instituto de Estudios Peruanos
Probablemente no exista conflicto bélico con secuelas políticas tan prolongadas como la Guerra del Pacífico. La victoria chilena fue más o menos rápida: el combate naval se inició en mayo de 1879, para enero de 1881 las tropas sureñas ya ingresaban a Lima y en marzo de 1883 se acordaba el Tratado de Ancón. Sin embargo, también es probable que no exista victoria peor consumada que la chilena sobre Perú y Bolivia. El Tratado de Ancón (1883) y el Tratado de 1904 entre Bolivia y Chile dejaron cuestiones pendientes que llevaron a los tres países a conflictos diplomáticos y a dilatadas controversias territoriales que exacerbaron los recelos nacionalistas de sus ciudadanos y sus clases políticas. Estos tratados no solo trabaron la restauración de las relaciones entre los tres países, sino que alargaron la guerra en el frente diplomático hasta la actualidad.
Este artículo sugiere, con las ventajas que otorga el tiempo, que los mencionados tratados carecieron de realismo y visión de largo plazo y que Chile, desde lo que puede llamarse “lógica del vencedor”, asumió una posición maximalista e impuso condiciones y exigencias territoriales que no permiten cerrar el capítulo de la guerra, voltear la página y restablecer los vínculos de amistad y cooperación que caracterizaron las relaciones de estos tres países. En consecuencia, y como creo que es evidente con los litigios ante La Haya, el restablecimiento de las relaciones no puede restringirse a seguir estrictamente los términos de los tratados. Las cuestiones pendientes entre Perú, Bolivia y Chile requieren ser abordadas desde un horizonte político que priorice la integración económica y cultural de estos países. Esto pasa necesariamente por ir más allá de los tratados, que, en cierto modo, son parte del origen de los problemas. Vamos a tratar de desarrollar estas ideas.
El tratado que nos dividió
El Tratado de Ancón parecía estar diseñado para demoler las relaciones entre Perú y Chile. En su gestación sobresale el maximalismo chileno, que empujó al Perú a cesiones territoriales más allá del realismo de la situación. Las élites peruanas estaban dispuestas a perder Tarapacá, pero no Tacna y Arica. Concretar este acuerdo tardó casi tres años de tensas ne-gociaciones, pues si bien la derrota peruana en la costa era innegable, existían focos de resistencia cacerista en la sierra y Lizardo Montero conducía un ejército en Arequipa que no llegó a entrar en combate. La resistencia cacerista era un factor importante al momento de las negociaciones, pues el Perú aparecía como una nación que no estaba completamente sometida. Es cierto que al inicio la clase política se mostró renuente a una paz con cesión territorial, y el presidente Francisco García Calderón pagó con su cautiverio por esa razón, pero para 1882 el propio García Calderón asumió que la paz requería del sacrificio de Tarapacá, un territorio desértico pero con ricas reservas de salitre que formaba una suerte de continuidad natural con Atacama. A diferencia de Tarapacá, Tacna y Arica eran dos pro-vincias con mayor población y élites bastante integradas a la economía y política nacionales.
Fue la cuestión de Tacna y Arica lo que demoró la firma de la paz, y en la variedad de las propuestas chilenas (compra, traspaso, administración temporal) pueden verse señales de que la posición de Chile no era completamente sólida, de que el terreno no estaba allanado. Solo Miguel Iglesias aceptó ceder temporalmente Tacna y Arica, y, con el apoyo chileno, logró imponer su gobierno. Dice Basadre que animaba a Iglesias el anhelo de ver al Perú libre de la ocupación chilena y echar a andar la reconstrucción nacional. Como se sabe, por este Tratado se cedió la administración de Tacna y Arica por diez años, luego de los cuales un plebiscito debía definir si ellas se incorporaban permanentemente a Chile o retornaban al Perú. Sin embargo, transcurrido el tiempo acordado, Chile desarrolló una política de dilaciones que acrecentó las divergencias con el Perú. Este demandó reiteradamente el cumplimiento del plebiscito, y en 1898 se firmó el Protocolo La Torre-Billinghurst, que establecía el procedimiento para su realización. El Congreso peruano aprobó el protocolo de inmediato, y en la población, particularmente la de Tacna y Arica, se levantó una gran expectativa. Lamentablemente, el protocolo fue bloqueado en la cámara de diputados chilena y su archivamiento fue recibido en el Perú con una profunda frustración. Las relaciones entre Perú y Chile empeoraron cuando poco después se inició una política de “chilenización” de las “provincias cautivas”, procediéndose a cerrar las escuelas peruanas, prohibir la celebración de la independencia y hostilizar a las familias peruanas que se manifestaban a favor de retornar al Perú. En protesta, el presidente Eduardo López de la Romaña rompió relaciones con Chile en 1901; sería la primera de varias rupturas diplomáticas.
Luego de varios acercamientos frustrados para resolver el plebiscito, Chile planteó al Perú someterse al arbitraje del presidente de los EE. UU. En julio de 1922, ambos países suscribieron un protocolo de arbitraje, y en 1925 el presidente Calvin Coolidge emitió su fallo y dictaminó la formación de una Comisión Plebiscitaria (presidida por el general norteamericano John Pershing) y el retorno al Perú de la provincia de Tarata, que fue ocupada por Chile, considerándola parte de Tacna. Parecían señales auspiciosas. Sin embargo, ante la expectativa del plebiscito, el Gobierno y grupos nacionalistas chilenos llevaron a cabo una campaña agresiva contra los peruanos de Tacna y Arica, expulsando a varios centenares, cerrando periódicos peruanos e intimidando a las familias que realizaban campaña a favor de Perú. Pershing señaló que en estas condiciones el plebiscito era inviable, y renunció a la Comisión en 1926. El plebiscito fue descartado, y se tuvo que recurrir a una salida por fuera del Tratado de Ancón. Con la mediación del secretario de Estado Frank Kellog, Perú y Chile acordaron en 1928 que Tacna retornara a Perú y Arica se quedara en Chile. Esto fue ratificado en el Tratado de Lima del año siguiente. Treinta y cinco años ha-bía demorado resolver la cuestión de las “provincias cautivas”, y había sido necesario salirse de los términos del Tratado de Ancon.
El Tratado de Lima debió cerrar el ciclo de discordia en las relaciones entre Perú y Chile. Desafortunadamente, el largo periodo de disputa por Tacna y Arica dejó como saldo una narrativa nacionalista radical en la clase política, en las fuerzas armadas y en la sociedad de ambos países. En el caso de Chile, esta narrativa asumió como parte de la identidad chilena la idea de pueblo vencedor y que los territorios conquistados se hicieron a costa de la vida varios miles de combatientes heroicos, por lo cual ceder a las demandas de Perú y Bolivia equivalía a traicionar a sus muertos. En el caso de Perú, esta narrativa exaltó la idea de pueblo agraviado, de nación burlada por el incumplimiento del plebiscito, de profunda des-confianza ante el vecino y de largo revanchismo. No existe metro cuadrado de desierto con mayor carga simbólica que la que divide los límites entre Perú y Chile. Desmontar estas narrativas es una tarea pendiente.
Diversos esfuerzos se vienen realizando para promover la cooperación académica y cultural entre Perú y Chile, pero esto no es suficiente si no viene acompañado de una política integral que aborde, por lo menos, tres cuestiones: a) la construcción de narrativas históricas alternativas que equilibren las visiones negativas sobre la historia de las relaciones políticas entre ambos países; b) una política de gestos, como la devolución de los libros saqueados de la Biblioteca Nacional por las tropas chilenas, que generen un clima de amistad y cooperación; y c) la solución definitiva de algunos problemas focalizados que alimentan las diferencias entre Perú y Chile, como la controversia sobre el Punto de la Concordia y la restricción del acceso de los pescadores artesanales de Tacna al mar, quienes se ven constante-mente multados y detenidos por los guardacostas chilenos. Lamentablemente, el “fallo creativo” de la Corte Internacional de La Haya no ayuda a resolver el problema de estos pescadores y tampoco lo hace el reclamo del presidente Sebastián Piñera del denominado “triángulo terreste”.
El tratado de la mediterraneidad
Como ocurrió con el Tratado de Ancón, el Tratado de Paz de 1904 entre Bolivia y Chile no facilitó la restauración de las relaciones previas a la Guerra del Pacífico. Aquí nuevamente el maximalismo chileno se impuso dejando a Bolivia sin una salida portuaria al océano Pacífico. No fue una medida realista, pues desde entonces esta cuestión ha sido un factor perturbador de las relaciones chileno-bolivianas. La reciente demanda altiplánica en la Corte de La Haya es parte de una prolongada batalla diplomática marcada por acercamientos, crisis y rupturas en las relaciones chileno-bolivianas. Veamos esto a continuación.
Luego del pacto de tregua en 1884, Bolivia y Chile firmaron en 1895 tres tratados, uno de paz, otro llamado Convenio de Transferencia de Territorio y otro de comercio. El Convenio de Transferencia estableció que si Chile lograba soberanía permanente sobre Tacna y Arica, cedería Arica a Bolivia, y de no ocurrir esto cedería la caleta de Vítor. Los analistas de la época señalan que el ofrecimiento de Arica era una forma de desviar cualquier demanda de Bolivia de una salida al mar por su antiguo litoral y, al mismo tiempo, de separarla de sus compromisos con el Perú, pues la colocaba en expectativa de que Chile obtuviera Tacna y Arica. Posteriormente, el Tratado de 1904 no contempló ni el ofrecimiento de Arica ni el de la caleta de Vítor, aunque Chile se obligó a construir un ferrocarril entre Arica y La Paz asumiendo los gastos y comprometiéndose a que al cabo de quince años traspasaría la parte del ferrocarril que cruzaba el territorio boliviano.
Sin embargo, el Tratado de 1904 no pudo aplacar la aspiración boliviana por una salida al mar. En 1910, Bolivia manifestó a Chile su deseo de acceder al mar por alguna de las “provincias cautivas” y en 1920 realizó la primera acción oficial cuando planteó a la Sociedad de Naciones la revisión del Tratado de 1904. La Sociedad de Naciones se declaró incompe-tente para modificar el Tratado, y Bolivia optó por retirar su petición. Luego, en 1950, Bo-livia y Chile intercambiaron notas diplomáticas para negociar una salida boliviana al mar; Chile llegó a plantear un corredor terrestre por el norte de Arica, a través de una franja de diez kilómetros de ancho contigua a la frontera con el Perú.  Si este intercambio de notas diplomáticas mostraba que Chile aceptaba negociar una salida al mar para Bolivia al margen del Tratado de 1904, la negociación que se produjo en 1975 con el célebre “abrazo de Charaña” de los generales Augusto Pinochet y Hugo Banzer significó el reconocimiento de la más alta autoridad chi-lena de que la demanda boliviana era válida y negociable. Ambos generales firmaron un acta en la que declararon iniciar el diálogo para solucionar la mediterraneidad de Bolivia, y las negociaciones contemplaron un corredor paralelo a la Línea de la Concordia que comunicara a Bolivia con el mar. Esta negociación no prosperó debido a la intervención de Perú, que, de acuerdo con el protocolo, debía consentir sobre la cesión de Arica a un tercero y porque en la opinión pública boliviana se generó un malestar ante la idea de una compensación territorial a Chile. El Perú hizo una contrapropuesta que consistía en crear un espacio geográfico trinacional, y las negociaciones se paralizaron.
Por otro lado, Bolivia fue abriendo otro frente diplomático ante los organismos internacionales, particularmente en la OEA. En 1975, logró que el Consejo Permanente de la OEA hiciera una declaración en la que señaló que la mediterraneidad de Bolivia era una “preocupación continental” y ofreció su cooperación para promover “entendimientos constructivos”. En 1979, la OEA dictó la Resolución 426, que señalaba la necesidad de que Bolivia obtenga una salida soberana al océano Pacífico. Bolivia ha obtenido la solidaridad internacional, pero esto no ha variado la negativa de Chile de otorgar una salida soberana al mar sin concesiones recíprocas de territorio. Si bien los tratados oficiales entre Chile y Bolivia no obligan a encontrar una salida al mar, Chile ha reconocido en la práctica que se trata de una cuestión negociable.
Así, la mediterraneidad de Bolivia es un problema que consterna las relaciones chileno-bolivianas, por lo que vale la pena encararla, dar por terminado el enclaustramiento de Bo-livia y restituir las relaciones de amistad e integración entre ambos países. Chile suele alegar que el Tratado de 1904 es “intangible”, y que no contempla una salida al mar, pero esa no es la cuestión, sino si el tratado permite la reconciliación. A diferencia del caso peruano, no resolver la demanda boliviana tiene efectos considerables en las relaciones comerciales. Por ejemplo, las protestas contra la exportación del gas boliviano por los puertos chilenos que hicieron caer al gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada y Carlos Mesa Gisbert derivan de los sentimientos nacionalistas nacidos de la Guerra del Pacífico y de la frustración de las negociaciones con Chile. Evo Morales nacionalizó el gas y limitó su exportación a Brasil y Argentina con la prohibición de reexportarlo a Chile, nación que debe importar gas a mayores precios de los países árabes. Cabe señalar que la matriz energética chilena depende significativamente del gas, el cual era proveído por Argentina, y que fue restringido desde 2004. El gobierno de Morales ha llevado a la Corte Internacional de La Haya el tema de su mediterraneidad. Corresponde esperar el fallo, pero no parece que la posición de Bolivia sea contundente. El problema seguirá alargándose hasta que Chile no asuma una solución definitiva a este problema.
Comentario final
En la historia de las relaciones internacionales, el Congreso de Viena de 1814-1815 es presentado como modelo de los acuerdos que garantizan una paz duradera, pues básicamente devolvió el status quo anterior a la expansión napoleónica y logró así una relativa estabilidad entre las potencias europeas que duró cien años, mientras que el Tratado de Versalles es visto como un acuerdo que estaba destinado al fracaso debido a que las duras represalias contra Alemania (concesiones territoriales, sanciones económicas y otras) no permitieron recuperar el equilibrio de las potencias europeas y alimentó el revanchismo alemán. Salvando las obvias diferencias, los tratados que impuso Chile a Perú y Bolivia se parecen a este último en el sentido de que contenían elementos potenciales de disrupción que, si bien no acabaron en un nuevo conflicto bélico, no posibilitan cerrar el ciclo de la guerra.
A pesar de lo difíciles de las relaciones entre Perú, Bolivia y Chile, actualmente vivimos un expectante intercambio comercial y un movimiento de capitales y personas que abren una ventana de oportunidad para avanzar en las relaciones políticas. Como se dijo, en el caso de Perú, las controversias que restan son focalizadas, y las relaciones pueden estrecharse con una política que contemple resolver la cuestión del Punto de la Concordia y los constantes problemas entre los pescadores de Tacna y la marina chilena. En cambio, en el caso de Bolivia la cuestión de la salida al mar va a requerir de un acto de desprendimiento de Chile que será posible si se sale de la “lógica territorial” que ha caracterizado su posición. La demanda de Bolivia resulta modesta si la compara con los territorios obtenidos por Chile. La cuestión es si priorizamos la recomposición de las relaciones y la integración o si seguimos siendo prisioneros de la Guerra del Pacífico.

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