La guerra y el superterrorismo fundamentalista

Columna
El Líbero, 06.11.2023
José Rodríguez Elizondo, periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021

Para la mayoría de los decodificadores, lo irreductible del conflicto árabe-palestino-israelí está en su complex de cultura religiosa y disputa identitaria. Israel no tiene una Constitución política que permita instalar una “casa común laica” para sus habitantes, porque sería supeditar la ley divina. Por similar razón, en Gaza la autoridad de los clérigos, expresada en la Shariá, es superior a la autoridad de los dirigentes políticos.

Con base en esa realidad, La Historia Sagrada está en el núcleo de la Geopolítica, de lo cual derivan dos consecuencias: el fracaso de las negociaciones de paz inspiradas en las leyes de los humanos y la prevalencia de la ecuación crimen-castigo sobre las normas del Derecho Internacional Humanitario.

En ese contexto, la política militar de israelíes y gazatíes ha llegado al espeluznante momento actual y es lo que trato de explicar a continuación.

 

El superterrorismo

A partir de la proliferación nuclear, los ataques con armas químicas y los episodios de guerra bacteriológica, algunos especialistas han acuñado el concepto del superterrorismo. Según expertos del Centro de Estudios Interuniversitarios para Estudios del terrorismo, de la George Washington University, se produce cuando un grupo terrorista actúa de consuno o para un gobierno extranjero, para afectar la estabilidad política de un país y sus relaciones diplomáticas, “de un modo que no puede ser conseguido por la confrontación militar directa”. Las plataformas óptimas de ese superterrorismo son las teocracias o los Estados religiosamente inspirados, equivalentes a los “santuarios” de los guerrilleros clásicos. Promueven o protegen, pero no son jurídicamente responsables.

Ese tipo de terrorismo se estrenó en los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, con el ataque de Al Qaeda a las Torres Gemelas. Esa organización mutaba, así, en el equivalente a un ejército irregular y supranacional. Comparativamente, las acciones de ETA (España), Brigadas Rojas (Italia), Sendero Luminoso (Perú) o Coordinadora Arauco Malleco (Chile) serían casos de “terrorismo primitivo”.

De lo dicho se deduce que no es realista confiar en una victoria total sobre el superterrorismo mediante la confrontación directa. Un ejército superterrorista opera con estrategias actualizadas e internacionalizadas, con base principal en la inteligencia. Esta debe proporcionarles información detallada y específica sobre, por ejemplo, nombres, direcciones, transportes, rutinas de vida, rutas del dinero, amigos y enemigos de sus enemigos políticos. Por lógica, los mismos requisitos debieran ser asumidos por los gobiernos y ejércitos de los países bajo amenaza superterrorista.

Lo sucedido el 7 de octubre, en el sur de Israel adyacente a Gaza, indica que Hamas ya había alcanzado el nivel de una organización superterrorista. Contaba con una fuerza militar equivalente a un ejército, una base territorial propia, una población cautiva y el apoyo logístico de Irán y de organizaciones sirias, libanesas y yemenitas. Por lo mismo, sus estrategos podían calcular el tiempo oportuno de la acción, en función del momento interno del gobierno israelí, el estado de situación de sus avances diplomáticos en el marco del Plan Abraham, la eventual reacción de la opinión pública internacional y la limitante ucraniana de los Estados Unidos. En paralelo, su inteligencia estratégica había dado respuesta a las interrogantes de lugar (teatro de operaciones) y su contrainteligencia había detectado dónde, cuándo y cómo inducir desinformación y errores en el enemigo.

Israel, esto es un hecho, no estaba en similar estado de alistamiento. Desde 1996 la doctrina militar de Netanyahu seguía enfocada en la victoria puramente militar. Esto, junto con la proliferación de partidos políticos, las acusaciones de corrupción y las masivas demostraciones en su contra por el conflicto con el Poder Judicial, estructuraron una polarización social y política que en nada contribuía a la seguridad del Estado.

Agravaba ese estatus el “ninguneo” sistemático hacia Mahmoud Abbas, el sucesor de Arafat en la Autoridad Palestina (AP) con base en Cisjordania. Este panorama era muy poco estimulante para que los palestinos cisjordanos colaboraran con información sobre lo que estaba aconteciendo en Gaza. Como digresión pertinente, impresiona verificar hasta qué punto es realista la serie televisiva israelí Fauda, sobre las actividades cruzadas de los servicios secretos que operan en la zona.

 

Percepciones durante la guerra

En lo estratégico y ya con la guerra como noticia en desarrollo, puede concluirse que Hamas atacó en el momento exacto y consiguió, de entrada, dos objetivos importantes: uno, ser homologado como fuerza militar por Israel, pues Netanyahu le declaró la “guerra total”. El otro, infundir el miedo a escala global, que es el objetivo utópico de cualquier grupo terrorista. Hoy vivimos un trance quizás más peligroso que el de la crisis de los misiles en Cuba, de 1962. Baste recordar que hay panoplia nuclear en la región, que Rusia acaba de retirarse del tratado de prohibición de ensayos nucleares y que la Guerra Fría imponía un orden global que hoy no existe.

En lo diplomático, Hamas frenó el desarrollo del Plan Abraham en vísperas de una relación plena de Israel con Arabia Saudita, la gran potencia árabe-islámica del Medio Oriente. Tal objetivo estaba en la agenda tácita de Irán y, por añadidura, debilita la posición de las potencias árabes con las cuales Israel ya tiene una relación normalizada, incluida la AP. Por extensión, las acciones en curso introdujeron (o reactivaron) las querellas árabe-judías al interior de otros países, incluso de nuestra región. Mientras se escriben estas líneas, Bolivia rompió relaciones con Israel, para complacencia de la diplomacia iraní. En paralelo, Colombia y Chile retiraron sus embajadores en Israel, para mostrar su disgusto por las bajas de civiles que está produciendo en Gaza. La cancillería israelí calificó esto como solidaridad con el terrorismo de Hamas.

En lo multilateral, también puede computarse a favor de Hamas la reacción de Antonio Guterres, secretario general de la ONU. En reciente declaración dijo lo siguiente:

“Los ataques de Hamas no han salido de la nada. Los palestinos viven una ocupación sofocante desde hace 56 años, su tierra ha sido devorada poco a poco por asentamientos, y sus esperanzas de una solución política se han desvanecido”.

Luego agregó un parche urticante para Israel. Homologando comportamientos agregó que aquello no justificaba “los ataques de Hamás ni el castigo colectivo a la población palestina”.

Lo anterior explica que Hamas haya conseguido sumergir la información sobre los horrores de su invasión a Israel y conseguir que se homologuen con las bajas de civiles gazatíes que, a la altura de este texto, ya suman más de 9.000. Esto está sucediendo porque la naturaleza del teatro de operaciones -alta densidad de la población civil, dependencia de suministros externos, estrechez del espacio y letalidad de las armas- hace que la guerra contra Hamas sea, de facto, una guerra contra Gaza.  Visto desde el lado israelí, implica que perdió la ventaja jurídica y estratégica que le daba su condición de país agredido.

Según este prebalance, no estamos ante una guerra asimétrica rápida y militarmente ganable por Israel. Al respecto pena sobre su gobierno el fantasma de la guerra de Vietnam, que se definió diplomáticamente con la retirada de Estados Unidos. Además, expertos advierten que puede ser una guerra expansible, con una proyección aún más ominosa. Así pareció entenderlo el presidente norteamericano Joe Biden cuando, tras expresar su solidaridad con Israel, aconsejó a Netanyahu que no se dejara llevar por la ira. Evocando el atentado de Al Qaeda y el fracasado empeño de George W. Bush por castigar a los Estados que protegieron a Bind Laden, le aconsejó no cometer los mismos errores y respetar las leyes de la guerra.

 

La memoria es la respuesta

Netanyahu, tenaz adversario de los Acuerdos de paz de Oslo de 1993, parece afirmar su posición interna en la unidad patriótica que traen las guerras y en su afirmación de que ésta será larga. Pero, dado el talante hipercrítico del pueblo de Israel, las percepciones aquí planteadas allá son críticas públicas y de mal pronóstico respecto a su futuro.

Como botón de muestra, en la primera página de The Jerusalem Post del 2 de noviembre, un texto de Herb Keinon adelanta preguntas básicas para los investigadores que vendrán después de la guerra. La pregunta central es por qué Israel no actuó antes y de ella derivan las preguntas siguientes: Por qué se permitió que Hamás construyera un imperio terrorista a corta distancia. Por qué se permitió que los terroristas de Hezbolá se instalaran justo en la frontera. Por qué Hezbolá pudo acopiar unos 130.000 misiles en el Líbano. Por qué el gobierno permitió esta “acumulación maníaca”.

Naturalmente, no hay respuestas simples para problemas tan duros y complejos. Pero sí hay memoria, y esta dice que la respuesta posible sigue siendo la que diera Shimon Peres para defender contra el mismo Netanyahu el proceso de paz de Oslo. Se la escuché varias veces, incluso en vivo y en directo y luego la leí en su libro Que salga el sol, de 1999. Transcribo el párrafo pertinente:

“Mi concepción de la fuerza, del poderío bélico, es instrumental: una victoria militar nunca es definitiva, pues crea nuevos peligros. En realidad, nosotros hemos creado nuestro sistema de defensa para, cuando llegara el tiempo propicio, poder crear una alternativa política, es decir, para alcanzar la paz”.

Por lo señalado, Oslo debiera actualizarse. Por algo hasta los israelíes que votaban por Netanyahu siguen definiendo a Peres como “el último profeta de Israel”.

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