La presidencia del sorprendente hombre de La Rioja. Carlos Menem, in memoriam

Columna
El Líbero, 16.02.2021
Mauricio Rojas, historiador económico y profesor-investigador (U. del Desarrollo)
Es innegable que el hombre de La Rioja, que en un comienzo fue tan menospreciado, había logrado mucho en muy pocos años. Menem había puesto al país otra vez en pie, pero aún quedaban grandes problemas que esperaban solución, así como un buen número de problemas nuevos que habían surgido como consecuencia de las reformas emprendidas (…) La Argentina había tenido su Veranito de San Juan, pero se anunciaban tiempos terriblemente fríos y duros.

 

Lo más insólito de una historia insólita

La historia argentina abunda en hechos insólitos, pero aun así es difícil encontrar algo tan insólito como Carlos Saúl Menem, el peronista que arrasó con todo lo que era cierto y sagrado para los peronistas. Ese hombre de la remota y empobrecida provincia de La Rioja, de hábitos orgiásticos e insaciable apetito de lujuria, que transformaría a la Argentina tan profundamente como Perón lo había hecho en su tiempo. Ese “señor bajito” sobre el que se cantaron, en su momento, glorias olímpicas y sobre el que recayó también, posteriormente, la denostación más implacable.

Muchos se rieron cuando este peronista de opereta de pelo largo y patillas abultadas, nacido en La Rioja en 1930 en una familia de inmigrantes sirios, entró en la lucha por la nominación como candidato presidencial del Partido Justicialista para las elecciones de 1989. Todos esperaban que Antonio Cafiero, líder del partido peronista y gobernador de la provincia de Buenos Aires, obtuviera con facilidad la nominación, pero se equivocaron. El hombre bajito de La Rioja apuntó directamente a las bases del partido y realizó una campaña interna con los eslóganes tradicionales peronistas y apelando a su origen plebeyo y provinciano, incluso a su falta de cultura, pero sobre todo a la imagen de quien se hace a sí mismo, desde abajo. En su propio relato, titulado Universos de mi tiempo (1999), nos dice:

Me jacto precisamente de aquello que los porteños de mi país desprecian: nací en una provincia pobre y recorrí sus miserias a caballo y a pie desde los ocho años. A patadas me hice un porvenir.”

No ofreció un programa claro de gobierno. Lo que pidió fue, en esencia, apoyo para su persona, el nuevo Perón, el hombre al que la gente podía seguir aún sin saber muy bien hacia dónde la llevaba. Y una buena cantidad de peronistas se decidió a creerle, la suficiente para elegirlo como el candidato del partido; y luego hizo lo mismo una buena cantidad de argentinos, la necesaria para permitirle alcanzar una victoria convincente en las elecciones presidenciales del 14 de mayo de 1989.

 

Un desconcierto llamado Menem

Hasta ese momento muchos habían asociado a Menem con lo peor del peronismo, por lo que anticiparon la apertura de un nuevo ciclo populista, condimentado con una demagogia nacionalista aún mayor y más intervención estatal, pugnas corporativas y corrupción. Por ese motivo, la perspectiva de que Menem ganara las elecciones impulsó una ola de pánico económico que fue una causa importante de la primera de las dos hiperinflaciones que afligieron a la Argentina en 1989-90 (con un aumento de precios acumulado de 26.000% entre febrero de 1989 y marzo de 1990). Después de la victoria de Menem, la economía se volvió inmanejable. La tasa de inflación mensual pasó de 78% en mayo a 114% en junio y a cerca del 200% en julio, al tiempo que se difundía por todo el país una sensación de caos generalizado.

Fue en estas circunstancias dramáticas que Raúl Alfonsín decidió renunciar cinco meses antes de finalizar su mandato, para entregar el poder a Menem el 8 de julio de 1989. El hombre de La Rioja tenía ahora la palabra y pronto dejaría a todos atónitos con una serie de decisiones rápidas que ni amigos ni enemigos habían podido anticipar. Abrió así una “ventana de oportunidades” completamente inesperada para el país, confundiendo a tal punto a todos los actores económicos, sociales y políticos que nadie tuvo tiempo de reaccionar antes de que Menem hubiese tomado el control de la situación y echado a andar una serie impresionante de reformas.

La primera gran movida de Menem ya se había realizado antes de que asumiera como Presidente. Inmediatamente después de su victoria electoral, estableció una estrecha colaboración con los representantes de la empresa agro-industrial más importante del país, el conglomerado transnacional Bunge & Born (B&B). Esto llevó a la elaboración del llamado “plan BB”, de modo tal que, en el gabinete que Menem anunció antes de asumir, los principales economistas y directores de B&B desempeñaban papeles clave, liderados por el nuevo ministro de economía, Miguel Roig (tras la muerte de éste al cabo de ejercer apenas una semana como ministro, su puesto fue ocupado por Néstor Rapanelli, otro líder de B&B). Al hacer esto, Menem aplacó gran parte de la desconfianza hacia los peronistas que la comunidad empresarial argentina alimentaba desde hacía décadas y de paso dejó en claro para todos que el nuevo gobierno se proponía seguir una política económica responsable, sin rasgos de populismo.

Aún más trascendental desde el punto de vista político y psicológico fue la manera en que Menem mostró que era él quien gobernaba al país y no el partido, ni los sindicatos, ni los grupos de interés, ni las viejas falanges ideológicas. El hacía y deshacía, como un Rey Midas creaba fortunas o como un sátrapa oriental las barría. La Argentina se encontraba en tal estado de crisis que parecía necesitar de un líder absoluta y ostentosamente inescrupuloso pero con coraje, que supiera mandar e imponerse a su entorno, un padrino mafioso, un gángster político y, a su vez, un verdadero caudillo, aunque su estampa no fuese ni de cerca la de un Rosas o un Perón. Esto quedó claro en la composición del nuevo gabinete, en el cual los líderes peronistas brillaban por su ausencia. En cambio, a Álvaro Alsogaray, líder del partido conservador UCD, se le dio un papel fundamental como principal negociador en lo concerniente a la deuda externa.

La segunda movida inesperada en el juego de ajedrez relámpago que estaba jugando Menem tuvo que ver con la política exterior, en concreto con un decidido acercamiento a Estados Unidos y Gran Bretaña. Hacer esto era, para un peronista, lo más inimaginable y prohibido, pero Menem mostró aquí la misma firmeza que cuando eligió para el ministerio de economía a los principales representantes del capitalismo argentino. El Presidente viajó de inmediato a los Estados Unidos, donde no solo logró ganarse la simpatía de la comunidad financiera sino que también estableció relaciones muy amistosas con George Bush padre. A continuación fue de visita a Inglaterra, y al poco tiempo la Argentina había restablecido relaciones diplomáticas con su adversario en la guerra de las Malvinas. Para dejar aún más clara esta nueva orientación de la política exterior del país, Menem decidió poner fin a un proyecto semisecreto de fabricación de un misil que desaprobaban los Estados Unidos y también resolvió intervenir en la Guerra del Golfo del lado de la ONU y los Estados Unidos. Esto causó gran revuelo, más aún teniendo en cuenta los ancestros de Menem. Así, el hombre de La Rioja había transformado en tiempo récord a la Argentina en un aliado fiel de los Estados Unidos y había dado al país un gran capital de credibilidad internacional.

 

Reformas estructurales y derrota de la inflación

No menos importante que estas dos jugadas innovadoras fue el inicio inmediato de las reformas estructurales necesarias para atacar los problemas endémicos del sector público mediante privatizaciones rápidas y simbólicas junto con recortes drásticos del empleo público y una fuerte reducción del gasto fiscal. De esta forma Menem demostró que las reformas estructurales tenían máxima prioridad, aun a expensas de las medidas de estabilización. Se trataba de un orden diametralmente opuesto de prioridades en comparación con todos los intentos anteriores de reformar la economía del país, en los que las medidas de estabilización habían sido desconectadas o vistas como un preludio de transformaciones estructurales que al final nunca llegaban. Con este fin, ya en 1989 Menem impulsó ante el Congreso dos propuestas legislativas importantes: la Ley de Reforma del Estado y la Ley de Emergencia Económica. La rapidez de las acciones del Presidente, sumada a la traumática experiencia de la hiperinflación, dio como resultado la aprobación de sus propuestas legislativas incluso con el apoyo de la oposición. Menem pudo entonces, a una velocidad impresionante y mediante decretos presidenciales, llevar adelante un programa de privatización extensivo y desmantelar la mayor parte de las estructuras corporativas, reguladoras y proteccionistas de la nación.

La cuarta movida de la rápida estrategia de cambio de Menem tuvo que ver con la inflación. En diciembre de 1989 comenzó una segunda ola de hiperinflación, lo que demostró que las primeras medidas de estabilización, bastante tradicionales, tomadas por el gobierno no eran suficientes. Un nuevo ministro de economía, Antonio Erman González (que había sido el ministro de economía de Menem en La Rioja) asumió el 15 de diciembre y tres días después se abolieron todos los controles de precios y cambio. La Argentina empezó a funcionar como una verdadera economía de mercado. Pero el evento decisivo llegó el 1 de enero de 1990, con el lanzamiento del llamado Plan Bonex, que no era ni más ni menos que una confiscación generalizada de los ahorros en moneda nacional del pueblo argentino. Todos los depósitos bancarios a plazo fijo –que incluso podían ser renegociados a diario– fueron convertidos en bonos gubernamentales a diez años en dólares (Bonos Exteriores), con pagos de intereses cada seis meses. De esta forma la liquidez monetaria –efectivo y depósitos bancarios– se redujo de manera dramática y cerca del 60% de la base monetaria (M2) desapareció. A continuación se produjo tal demanda de circulante que para abril la inflación ya estaba bajo control.

El precio de esta medida, que había reducido tan drásticamente la demanda potencial, fue una breve pero aguda recesión. Pero Menem había tomado esa decisión con total conciencia de sus consecuencias: fue, tal como él solía decir, “cirugía sin anestesia”. Y esto era en verdad algo nuevo ya que hasta entonces ningún presidente argentino había optado por un shock recesivo como método para disminuir la inflación y estabilizar el país. Pero el Plan Bonex trajo consigo otro efecto que también demostró ser de gran importancia: entró en el sistema bancario del país un copioso y muy necesitado flujo de dólares, ya que muchos argentinos se vieron obligados a utilizar sus ahorros en dólares para poder cubrir sus gastos corrientes. De esta forma, entre enero y diciembre de 1990 el Banco Central más que duplicó sus reservas en moneda estadounidense. ¡Pocas veces ha sido tan cierto eso de matar dos pájaros de un tiro!

 

Doblegando al sindicalismo

Se había logrado mucho con estas cuatro movidas veloces, pero la partida para reformar la nación no podía ganarse sin desafiar la principal creación del peronismo, es decir, el movimiento sindical argentino. No se podía lograr una estabilidad sostenible, ni tampoco se podían poner en marcha las reformas estructurales, a menos que se consiguiera poner fin a las olas de huelgas que con tanta frecuencia habían azotado al país. Con este fin Menem empleó una mezcla extremadamente efectiva de habilidad y resolución. Su método consistió, tal como el de Perón en los años 40, en dividir y reinar, favorecer a quienes quisieran negociar y, no menos, participar en el negocio, y golpear con dureza al resto. Esto surtió el efecto de ganarse el apoyo entusiasta del sector mayoritario de la poderosa CGT (la así llamada CGT San Martín) no solo durante todo su primer período presidencial sino también para hacer posible su reelección en 1995. El contraste con la actitud sindical ante el gobierno de Raúl Alfonsín no podía ser más evidente y chocante, delatando claramente cuál era el motivo real de las movilizaciones peronistas contra el mandatario radical. ¡Fue algo notable, y notablemente esclarecedor, ver a tanto militante peronista y sindicalista celebrando las privatizaciones de Menem y una reestructuración productiva que implicaba importantes despidos entre sus propios afiliados!

En lo concerniente a las huelgas en el sector público, Menem decidió mostrarse inflexible, cosa facilitada por la mayor independencia de los sindicatos de empleados públicos respecto del peronismo tradicional. El momento decisivo llegó en septiembre de 1990, cuando una gran huelga en la compañía telefónica ENT el terminó en una derrota absoluta de los huelguistas y numerosos despidos. Fue un ejemplo típico del fenómeno conocido como “huelga disuasiva” (en el sentido de una huelga cuyo fin poco exitoso sirve como disuasivo para potenciales huelguistas) y se la ha comparado con la huelga de los mineros en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher y la huelga de los controladores de tránsito aéreo en los Estados Unidos de Ronald Reagan. Las huelgas de empleados del sector público fueron prácticamente prohibidas después de la de ENTel y el efecto sobre la frecuencia de las disputas laborales fue drástico.

 

La convertibilidad y el breve milagro argentino

La última pero no menos importante movida de Menem fue la designación de Domingo Cavallo como ministro de economía en enero de 1991 y la adopción de la Ley de Convertibilidad (que entró en vigencia el 1 de abril de 1991), que finalmente dio estabilidad a la economía del país. La Ley de Convertibilidad garantizaba la convertibilidad ilimitada de la moneda argentina –transformada de nuevo en peso desde 1992– a 10 mil australes por dólar (mientras que el nuevo peso adquirió un valor fijo de 10 mil australes, o sea, igual a un dólar). El Banco Central tuvo el papel de garantizar la tasa de cambio fija reteniendo suficientes reservas en moneda fuerte como para cubrir completamente la oferta de dinero argentino. Este arreglo fue complementado en septiembre de 1992 por una nueva ley por la cual el Banco Central se hizo independiente, al tiempo que se le prohibió prestar dinero o suscribir los préstamos del gobierno (tanto el nacional como los provinciales) y las empresas públicas. Fue una medicina amarga, pero ¿de qué otra manera se hubiera podido crear una confianza de largo plazo en la moneda argentina después de todo lo que había pasado en el país?

Durante los años siguientes, el dúo Menem-Cavallo se convirtió en la garantía de la rápida transformación de la Argentina en una economía cada vez más de mercado, con una alta tasa de crecimiento e inflación cero. Ya en 1992, Cavallo habló del milagro argentino como un hecho inminente y muchos quisieron creerle, tanto dentro como fuera del país.

Las reformas continuaron, fuertes y rápidas, durante el resto del primer período presidencial de Menem (1989-95). La economía había sido completamente desregulada, los aranceles protectores se habían reducido en forma sustancial y se había abolido un gran número de restricciones a la importación. La privatización alcanzó niveles récord, incluyendo una gama tan diversa de actividades y empresas como la que va del Zoológico de Buenos Aires hasta la gran empresa petrolera YPF y la línea aérea nacional, Aerolíneas Argentinas. El número de empleados públicos se redujo en más de 200 mil, una multitud de compañías extranjeras se estableció en la Argentina y la tasa de inversión creció rápidamente. Las exportaciones aumentaron y surgió una exitosa integración regional bajo el eje del Mercosur (acuerdo de cooperación comercial entre Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), la inflación se había esfumado y el Banco Central podía enorgullecerse tanto de sus amplias reservas como de su independencia.

Estas reformas estructurales y la estabilidad por ellas creada dieron lugar a un período de fuerte crecimiento económico que, a pesar de sufrir un retroceso puntual en 1995 (relacionado con la crisis del peso mexicano), continuaría hasta mediados de 1998. Ese año, la economía nacional era más de un 50% mayor que en 1990 y durante el mismo período el ingreso per cápita de los argentinos había crecido más de un 40%.

 

Reestructuración industrial: del proteccionismo a la apertura

Uno de los actores más dinámicos que posibilitó este notable crecimiento fue la industria, que se mostró capacitada de hacer frente a la nueva apertura hacia el mundo exterior. La producción manufacturera aumentó un impresionante 44,5% entre 1990 y 1998 y los temores de una eventual desindustrialización producida por la nueva política de apertura resultaron ser infundados. Esto debe ser recalcado con fuerza ya que a posteriori la supuesta desindustrialización “menemista” y “neoliberal” de los 90 se convirtió en un mantra.

Esta expansión industrial requería, sin embargo, de cambios profundos que no todas las industrias o ramas industriales se hallaban en condiciones de enfrentar. Fue ésta una etapa de rápida modernización industrial, caracterizada por fuertes inversiones (las inversiones en equipo durable de producción se cuadruplicaron entre 1990 y 1998) y medidas para mejorar la eficiencia, que llevaron a considerables despidos de personal (menos 16% entre 1991 y 1998) y a incrementos sin igual de productividad por empleado (un aumento del 61% entre esos años). La productividad laboral en la industria argentina se desarrolló con tanta fuerza durante este período que la brecha respecto a los Estados Unidos, que se había ampliado entre 1970 y 1990, disminuyó entre 1990 y 1998 en 10 unidades porcentuales gracias a un aumento de la productividad argentina muy por sobre la estadounidense (7,9% contra 4,5% al año). Fue en verdad una “revolución productiva”, tal como Menem había prometido en su campaña presidencial.

El aumento en la productividad también se reflejó en la capacidad exportadora de la industria, que creció en tal grado durante este lapso que la Argentina –si bien partiendo de un nivel muy bajo y con gran ayuda de la integración regional– pudo comenzar a aumentar su porción dentro de los mercados internacionales de productos industriales (como también fue el caso, apuntemos, de sus exportaciones agrícolas). Esto fue especialmente notable en el caso de los productos industriales que no se basaban en el uso extensivo de recursos naturales que en 1998 representaban cerca de un tercio del total de las exportaciones. Estos productos, además, mostraron una clara evolución en su contenido tecnológico, disminuyendo fuertemente aquellos de bajo nivel tecnológico y aumento de igual manera los de nivel tecnológico medio.

Aún más interesante es notar que la apertura hacia el mundo exterior no había llevado, como temían muchos, a una transformación industrial “regresiva”, es decir, una transformación de la estructura manufacturera que hubiese conducido a especializarse en productos industriales muy simples y basados principalmente en el amplio uso de los recursos naturales. Esta tendencia había podido, en efecto, observarse durante la década de 1980, pero durante la de 1990 se revirtió.

Simultáneamente, se produjo una verdadera revolución tanto de la composición como de la productividad del sector agropecuario, con un auge de la producción de oleaginosas y de cereales así como de la exportación ligada a una agroindustria cada vez más competitiva. Gracias a la apertura económica crecieron o se instalaron nuevas empresas transnacionales con eficientes redes comerciales globales y fuerte capacidad de desarrollo tecnológico (Monsanto, Syngenta, Bayer, Hoesch). A su vez, se expandieron muchas firmas  o redes empresariales nacionales (Don Mario, Los Grobo, El Tejar) y se llevó a cabo una modernización tecnológica –avances en genética vegetal, incorporación de fertilizantes, agroquímicos e innovaciones en la modalidad de siembra– que puso a la agricultura argentina en la frontera de los avances internacionales del sector. Esta será la base de la agroindustria exportadora que posteriormente, a partir de 2003, crecerá con un dinamismo excepcional.

 

La cara oscura del milagro menemista

Es innegable que el hombre de La Rioja, que en un comienzo fue tan menospreciado, había logrado mucho en muy pocos años. Menem había puesto al país otra vez en pie, pero aún quedaban grandes problemas que esperaban solución, así como un buen número de problemas nuevos que habían surgido como consecuencia de las reformas emprendidas. Pronto los hechos habrían de demostrar cuán frágil era esa “fuga hacia el futuro” de la Argentina. Los viejos conflictos estructurales del país y 60 años de creciente desgobierno no podían desaparecer con tanta facilidad. El pasado no demoraría en alcanzar al presente y la fuga hacia el futuro terminaría en una nueva marcha acelerada hacia el abismo. La Argentina había tenido su Veranito de San Juan, pero se anunciaban tiempos terriblemente fríos y duros.

Carlos Menem fue reelecto el 14 de mayo de 1995 con alrededor del 50% de los votos. Fue su mayor triunfo, pero también el último, porque después el hombre de La Rioja empezó a perder el dominio de la situación. Lo que sucedió fue verdaderamente paradójico. La Argentina había sido normalizada en tal medida que ahora era posible comenzar a escudriñar, con mirada cada vez más crítica, en los métodos y soluciones del Presidente y, en no menor medida, en todos los asuntos sombríos que de alguna manera podían relacionarse con su administración. Era hora de mirar la otra cara del milagro menemista y también de volver a abordar una serie de problemas viejos y no resueltos, que abarcaban desde crímenes no aclarados contra los derechos humanos hasta la creciente pobreza.

El éxito del Presidente se convirtió, en otras palabras, en su peor enemigo. Menem era demasiado corrupto y caradura incluso para un país en el cual, según el más grande de sus intelectuales, Jorge Luis Borges, “la deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama viveza criolla”. Menem fue aceptable para una nación en una profunda crisis, que estaba dispuesta a aceptar casi cualquier cosa con tal de que la sacaran del abismo, pero definitivamente no era el hombre adecuado para gobernar un país un poco más normal. En consecuencia, el político que sin duda había sido el principal motor del proceso de reformas de la Argentina se convirtió ahora en su mayor lastre.

“Corrupción” fue la palabra clave en este notable y, una vez iniciado, muy rápido proceso de transformación tanto de la posición como de la imagen de Menem. El estilo de vida extravagante y ostentosamente transgresor de toda regla moral o legal del Presidente, sus escándalos familiares, su despotismo y sus enormes poderes constituyeron parte del problema, pero no menos importantes fueron las condiciones, la amplitud y la velocidad del proceso de reformas en sí mismo. Había que hacer muchas cosas y muy rápido. Acción, acción y más acción fue la receta de Menem para revertir la caída libre de la Argentina y para abrir una brecha tanto política como mental para sus profundas reformas económicas y sociales. En medio de todo su enorme activismo reformador se había generado, por desgracia, un amplio margen para todo tipo de errores, mal uso del poder y corrupción abierta. Esto puede ilustrarse claramente con el proceso de privatización.

 

Escándalos y privatizaciones

Lo primero que se debe decir con referencia a este proceso es que era absolutamente necesario para sanear la economía argentina: las empresas estatales habían generado pérdidas por más de 50 mil millones de dólares entre 1965 y 1987, y eran símbolos de la ineficiencia y la corrupción clientelista. Lo segundo, es que la venta de estas empresas y otros activos públicos fue, de muchas maneras, una subasta vergonzosa. En cuatro años se vendieron cerca de 60 corporaciones estatales (compañías petroleras, complejos petroquímicos, grandes siderurgias, plantas eléctricas, aerolíneas, empresas de telecomunicaciones, compañías de electricidad y gas, industrias de material de defensa, etc.), otras 19 fueron entregadas en contratos de concesión (incluyendo 25 mil kilómetros de vías férreas, el subterráneo de Buenos Aires y las estaciones de radio y televisión) y se vendieron cerca de 800 propiedades públicas (edificios, puertos, silos, etc.). Enormes activos nacionales fueron vendidos a un ritmo frenético y a precios muy inferiores a su valor potencial.

Ahora bien, en un país caótico y sumido en la bancarrota el valor de toda propiedad o empresa se encuentra de hecho fuertemente depreciado, pero esto no evitó la sensación generalizada de haber sido testigos de un despojo artero de los bienes comunes de la nación. Este sentimiento creció en forma progresiva con el paso del tiempo y más aún al conocerse los escándalos de corrupción que pronto comenzaron a revelarse, y se intensificó en mayor medida cuando la gente vio que muchas veces los monopolios públicos eran reemplazados por monopolios privados y que los precios de muchos bienes esenciales como el agua, la electricidad y el transporte aumentaban de modo considerable. Básicamente, esos aumentos de precio no eran tanto una cuestión de monopolio o aprovechamiento, sino más bien la consecuencia necesaria de abolir los subsidios que antes habían mantenido a flote las operaciones que arrojaban pérdidas. Después de la privatización, la producción se tornó más eficiente, pero los bienes y servicios producidos se encarecieron para el usuario directo. A mucha gente le costó entender esto y aún más difícil le resultó pagar de su propio bolsillo lo que las cosas en verdad costaban. Fuera de ello, estaban los despidos masivos, que eran inevitables para hacer eficientes a entes que en gran medida habían servido como agencias de empleo improductivo, pero que no por ello dejaron de provocar gran descontento.

Los escándalos comenzaron casi desde el inicio de la presidencia de Menem, pero al principio la opinión pública fue relativamente tolerante con esos “deslices”. Una de las primeras privatizaciones importantes, la de la compañía telefónica Entel, terminó en un gran escándalo que involucraba a la hija de Álvaro Alsogaray (líder del partido conservador y principal negociador de la deuda externa en nombre de Menem). Pero esto no era nada en comparación con lo que se descubriría en breve tiempo. Varios mafiosos e incluso grupos conectados con el terrorismo internacional habían participado en la subasta de los bienes de la nación y también se las habían arreglado para obtener diversas concesiones de importantes servicios y bienes públicos.

El ejemplo más escalofriante es el de Alfredo Yabrán, un mafioso que tenía contacto con organizaciones terroristas del Medio Oriente, quien, a través de familiares de la entonces esposa de Menem –Zulema Yoma, de origen sirio–, había puesto un pie dentro del gobierno mismo. Este hombre, que más tarde estuvo involucrado en el crimen ampliamente difundido del reportero gráfico José Luis Cabezas y que terminó por suicidarse en 1998, había recibido el premio gordo de las privatizaciones: el monopolio de todos los comercios duty free de los 33 aeropuertos de la Argentina, contratos exclusivos de entrega de combustible y alimentos a las aerolíneas, el servicio de transporte express y de seguridad, la entrega de pasaportes y documentos de identidad en toda la Provincia de Buenos Aires, y otros numerosos servicios muy codiciados.

El caso Yabrán y muchos otros tuvieron como consecuencia una completa pérdida de legitimidad del proceso de privatización en su conjunto, independientemente de que éste fuese absolutamente necesario para dar eficiencia al sector público y reducir su enorme déficit. Pero no fue ésa la única razón por la cual la administración de Menem tendió a ser cada vez más asociada con la corrupción y el abuso del poder. También se descubrió una corrupción policial generalizada en conexión con los atentados antisemitas que golpearon Buenos Aires en 1992 y 1994, y en 1996 estalló un escándalo mayor al revelarse que el gobierno estaba involucrado en el tráfico ilegal internacional de armas (el mismo escándalo que, cinco años más tarde, condujo a que Menem fuese puesto bajo arresto domiciliario). Agravó la situación el conflicto con el “ministro estrella” del gobierno, Domingo Cavallo, quien, tras dejar su cargo en 1996, se convirtió en una de las personas que más autoridad tenían para denunciar la corrupción y los métodos mafiosos que caracterizaban a la administración de Menem (Cavallo se extendió sobre ello en su libro titulado El peso de la verdad de 1997).

 

Cuesta abajo

Al mismo tiempo, en 1996, el gobierno sufrió una gran derrota parlamentaria en su propuesta de reforma del mercado laboral y las disputas laborales comenzaron a aumentar nuevamente. Ese mismo año el país fue golpeado por dos grandes huelgas generales organizadas por el conjunto del movimiento sindical. El desarrollo del mercado de trabajo, que se analizará más adelante, desempeñó un papel decisivo a este respecto. El desempleo había aumentado a niveles casi nunca antes vistos en la Argentina, superando el 15% en 1995.

El contraste entre el crecimiento económico y el aumento de la riqueza, por una parte, y la situación de pobreza, paro y destitución de muchísimos argentinos, por la otra, creaba un fondo explosivo que pronto se traduciría no solo en más huelgas sino también en el surgimiento de nuevos movimientos sociales entre los sectores más golpeados por la reestructuración económica y marginados de los beneficios del progreso nacional. Se trataba de movimientos fuertemente contestatarios, desligados de las lealtades tradicionales con un sindicalismo peronista cada vez más cuestionado por su corrupción y su connivencia con el régimen, y sin una clara adscripción ideológica: se trataba del surgimiento de los piqueteros, que irrumpen con fuerza en 1996-97 a partir de las grandes movilizaciones producidas en las localidades de Cutral Có-Plaza Huincul, en la Provincia de Neuquén, y Tatargal, en la Provincia de Salta, con sus características marchas y cortes de vías que pronto se extenderían por todo el país.

Las protestas y movilizaciones contra la administración de Menem crearon las bases de la derrota que los peronistas experimentaron en las elecciones parlamentarias 1997 a manos de una nueva alianza electoral formada por la Unión Cívica Radical (UCR) y el Frente País Solidario (FREPASO). Finalmente, Menem hizo un desesperado intento de continuar en el poder buscando postularse para un tercer período de gobierno, cosa que exigía una enmienda constitucional para la que no obtuvo apoyo. El peronismo estaba profundamente dividido, desmoralizado y en plena “guerra interna”. Así terminó la saga de Carlos Saúl Menem, que el 2003 trataría una vez más, sin éxito, de acceder a la presidencia de la Argentina.

 

Epitafio

Quería ser, al menos así lo dijo en sus memorias, “Don Quijote, no Cervantes. Ser Martín Fierro en lugar de José Hernández.” Pero la historia no será ni tan ciega ni tan generosa con él. Será recordado por sus escándalos, por haber conquistado a una Miss Universo, por su intento de reformar a la Argentina con métodos más de Al Capone que de Don Quijote y, sin duda, por su ropa, su aspecto, su pelo, sus patillas, su gusto por la seducción, por el azar, por los deportes, por el riesgo, por haber vivido la vida a borbotones, en tragos largos y bien saboreados, como él mismo escribe en sus memorias.

No hay comentarios

Agregar comentario