La verdad sobre las izquierdas indigenistas

Columna
El Líbero, 27.06.2022
José Rodríguez Elizondo, periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021

Los jefes de las nuevas izquierdas están ejerciendo una opción audaz: en vez de enfrentarse a una nación unida en la diversidad de sus componentes, postulan dividirla en una pluralidad jurídico-constitucional de naciones.

Según un pensador olvidado, los escritores pasan sus vidas mostrando variables de un mismo tema. No estoy totalmente en desacuerdo. Y, si tuviera que responder por una monomanía, desde más de medio siglo vengo escribiendo sobre la tormentosa relación entre la democracia y las izquierdas en América Latina.

Mi enfoque actual parte con la alternativa allendista / castrista, cuando las izquierdas sistémicas de la región debieron optar entre seguir compitiendo por el poder político (vía pacífica) o tomar los fusiles para conquistarlo (vía revolucionaria). A partir de ahí, detecto tres variables encadenadas: 1) crisis de las izquierdas con auge de las dictaduras militares, 2) renovación de las izquierdas en una constelación de sistemas democráticos y 3) crisis de las izquierdas renovadas con debut de las izquierdas antisistémicas, refundacionales e indigenistas.

Dado que las dos primeras variables ya son historia, me concentro en la tercera, que está en la dura y pura coyuntura.

 

Divide et impera

Tras la debacle global de los partidos políticos, el trío izquierdas / centros / derechas dejó de ser lo que era. En Chile, al menos, el pensamiento político emana de los columnistas de medios y la política real se ejecuta al ritmo de las redes sociales y los matinales de la tele. Quizás por eso, los extremistas antagónicos suenan tan parecidos.

Como efecto inmediato, el sistema democrático ya no tiene quien lo defienda de manera eficiente. Está cayéndose de la cornisa y algunos piensan que, para salvarlo, debiéramos habilitar gobiernos de unidad nacional, con un programa que, en rigor, sería un puñado de evidencias maltratadas.

Entre ellas: desarrollo ecológicamente sustentable, reducción de las desigualdades socioeconómicas, reconocimiento de los pueblos originarios, integridad del Estado nacional, independencia colaborativa de los poderes públicos, normalización de la relación civil-militar, mejor relación posible con los países vecinos, homologación de oportunidades para las mujeres, inteligencia para combatir el narcotráfico, igualdad ciudadana ante la ley, cultura de la alternancia y aplicación sin sesgo de los derechos humanos.

El problema es que, para demasiados, ya es demasiado tarde. Los jóvenes dirigentes de las nuevas izquierdas y sus maduros asesores intelectuales no están ni ahí con la unidad nacional. Presumen que los condena a la derrota electoral permanente, pues los equilibrios constitucionales -esos que defienden quienes saben lo que es perder la democracia- garantizan la mantención del statu quo. Además, saben que el fracaso de los guerrilleros castro-guevaristas, el esperpéntico sandinismo conyugal y los millones de emigrantes del chavo-madurismo, son disuasivos demasiado potentes en cualquier país que elija a sus representantes con libertad.

Desde esa realidad los jefes de las nuevas izquierdas están ejerciendo una opción audaz: en vez de enfrentarse a una nación unida en la diversidad de sus componentes, postulan dividirla en una pluralidad jurídico-constitucional de naciones. Para ese efecto, levantan el eslogan de la refundación y prometen el pago de una “deuda histórica” a los pueblos que habitaban nuestros territorios antes de la llegada de los españoles.

Lo que quizás no previeron, es que esa opción tiene un lado oscuro. Induce a rebobinar la historia, desconocer los héroes y emblemas republicanos, tolerar desfogues destructivos, abrir mejores espacios para la delincuencia, reconfigurar los mapas y, en definitiva, reemplazar el singular interés nacional por los plurales e inmanejables intereses identitarios.

 

La nueva clase

Parece obvio que estamos ante el viejísimo tema de dividir para reinar, que ya estaba en las tesis de Lenin por lo menos desde 1914. Aludiendo a los que llamaba “Estados abigarrados”, propios de los imperios en guerra, el gran teórico bolchevique dictaminó que el derecho de las naciones a su autodeterminación implicaba el separatismo. Agregó que, “sin jugar a definiciones jurídicas”, ese proceso debía ser funcional a la revolución proletaria y concluir con la formación de Estados nacionales independientes.

Lo complicado, para las actuales izquierdas anti sistémicas, es que a) la economía posindustrial y la implosión soviética liquidaron la posibilidad de una revolución socialista con base obrera y b) los comunistas chinos hoy están compitiendo con éxito en todos los mercados capitalistas. A partir de tal cambiazo en la teoría, sus intelectuales orgánicos han producido conclusiones “revisionistas”, entre las cuales las siguientes cuatro: 1) ya no cabe soñar con la utopía marxiana sobre un porvenir radiante con base obrero-industrial, 2) una revolución de nuevo tipo exige una nueva fuerza social marginalizada, 3) esa fuerza está en los pueblos originarios desde inicios de las repúblicas y 4) el principio del “buen vivir” arcaico, propio de esos pueblos, debe imponerse a los desmadres del consumismo neoliberal y antiecológico.

Un detalle adicional: como en política los hechos generan las teorías, aquí no estamos hablando de elucubraciones en el aire. El modelo previo ya existía y estaba en el corazón de América Latina.

 

Modelo altiplánico

Aunque imperfecto y precario, el modelo es el Estado Plurinacional de Bolivia, con base en la hegemonía demográfica de sus pueblos indígenas, la Constitución de 2009 y la autopercepción de Evo Morales como legatario -diríase que por default- de Fidel Castro y Hugo Chávez.

Los éxitos que se auto adjudica Morales están a la vista. Emergió como líder indígena con el apoyo de la población indígena, se aferró al poder por más tiempo que cualquier predecesor e instaló una Constitución que no sólo define a su país como una nación de naciones. Además, confiere a sus jefes de Estado una potestad supranacional: desconocer, unilateralmente, cualquier tratado que bloquee a Bolivia una salida soberana al mar.  Se subentiende que alude al tratado chileno-boliviano de 1904 y al chileno-peruano de 1929.

Y así como Castro delegó en el politólogo francés Regis Debray la escrituración de su proyecto guerrillero continental, Morales encontró su intelectual funcional en su exvicepresidente y sociólogo Álvaro García Linera. Fue éste quien le adaptó y glosó las tesis de la plurinacionalidad regional, expuestas en el párrafo anterior, con su apéndice marítimo.

 

Principio de ejecución

En 2015, una editorial chilena publicó y presentó en Chile un libro de García Linera, con una actualización de las tesis mencionadas y un anexo en el cual el autor explica por qué nuestro país debe ceder a Bolivia “un pequeño espacio soberano (…) para la resolución del tema marítimo”. El libro se titula Comunidad, socialismo y estado plurinacional y sus editores lo prologaron con una explicación sorprendente: “Bolivia es, hoy, uno de los más importantes centros generadores de teoría y conocimiento político en el mundo”.

Seis años después, tras perder Bolivia la demanda contra Chile ante la Corte Internacional de Justicia, relacionada con ese tema, Morales (expresidente a su pesar), quiso promover una “América Latina plurinacional” desde el Cusco. Tuvo el apoyo silente del presidente peruano Pedro Castillo, pero fue bloqueado in actum por los más distinguidos excancilleres y exvicecancilleres peruanos, encabezados por Allan Wagner. Estos lo acusaron de atentar contra la soberanía nacional y de querer desmembrar al Perú con un objetivo propio: obtener litoral marítimo soberano para Bolivia, vía comunidades aymaras.

Lo que no dijeron esos diplomáticos de alta escuela -pero sin duda sabían- es que Morales pretendía liquidar el tratado chileno-peruano de 1929, que garantiza la contigüidad geográfica entre ambos países.

 

Resumiendo

Las izquierdas plurinacionalistas, refundacionales e indigenistas que hoy pretenden prevalecer en la región, tienen un modelo en Bolivia, una Constitución afín en Ecuador y ahora tratarán de captar las simpatías de Gustavo Petro, exguerrillero y presidente electo en Colombia. En paralelo, han hecho sonar las alarmas en Argentina, sobre un eventual efecto-demostración con base en su territorio habitado por mapuches.

En Chile, pese a que sólo las comunidades mapuches tienen una densidad demográfica apreciable (un 10% aproximado), está en trámite un proyecto de Constitución que recoge las tesis plurinacionalistas e indigenistas antes reseñadas. De hecho, las autoridades oficiales, los convencionales constituyentes y los medios han ignorado aquello que detectaron ipso facto los diplomáticos peruanos: que esas tesis pueden afectar el estratégico tratado de 1929 y, por añadidura, el de 1904 con Bolivia. Es un tema que sólo han tocado algunos excancilleres (mención para Soledad Alvear y Teodoro Ribera), presuntos expertos y la organización Amarillos por Chile, liderada por el prestigioso intelectual Cristián Warnken.

Visto lo cual, alguien debiera tuitear en las redes algunos pensamientos del peruano José Carlos Mariátegui, el marxista indigenista mayor de América Latina. En especial, aquel que advierte contra pasar del prejuicio de la inferioridad de los indígenas al extremo opuesto: “el que la creación de una nueva cultura americana será esencialmente obra de las fuerzas raciales autóctonas”.

Leerlo sería sorprendente para los románticos de la “hoja en blanco” y para quienes han dejado entibiar sus sentimientos patrios. De paso, podría hacerlos pensar que, en vez de refundar el país, lo que se necesita es refundar los partidos políticos que no atinaron a defender la democracia.

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