Las izquierdas y el legado conservador de Fidel Castro

Columna
El Líbero, 03.05.2021
José Rodríguez Elizondo, periodista y abogado

Resulta asombroso que, en otros países de la región, el castrismo ortodoxo siga siendo el alma de las izquierdas autoasumidas como “verdaderas”.

El paso al costado del casi nonagenario Raúl Castro, en el VIII Congreso del PC cubano, tuvo un aire colectivo. Alejándose del modelo comunista-dinástico, inaugurado por Kim Il Sung y seguido por su hermano Fidel, el jerarca entregó todo el poder a la organización. El lema del Congreso lo explicaba desde una pancarta: “El Partido es el alma de la Revolución”.

Pero, todos sabían que era un lema retórico. El alma de la revolución cubana fue siempre Fidel Castro. Su hermano Raúl lo acompañó como primer operador, desde antes de la campaña guerrillera, pasando por la toma del viejo PC, hasta completar seis décadas de castrismo puro y duro. Muchos creen que el sucesor, Miguel Díaz-Canel, sólo será jefe del partido y del Estado mientras fragua un tercer Castro. Hay hijos(as), sobrinos(as) y hasta nietos(as) que estarían en lista de espera.

Es que Fidel, con su carisma vampirizante, arrasó con los otros partidos y hasta con los neocomunistas que no se cortaban las venas por sus multicausas. La catástrofe del PC soviético -fruto de la renovación intentada por Mijail Gorbachov- sólo ratificó su muletilla de estar siempre “en las posiciones correctas”.

El paisaje que dejó tan omnímodo poder muestra a Cuba como un país empobrecido, con una disidencia inorgánica, activada por artistas e intelectuales, limitada por las posibilidades de acceso a internet y confinada por la pandemia. Canek Sánchez Guevara, nieto de Ernesto “Che” Guevara, lo describió crudamente en su novela póstuma “33 revoluciones”, diciendo que “el país entero es un disco rayado, todo se repite, nada funciona, pero todo da igual”.

 

Algo de historia

Hasta 1934, Cuba fue la última colonia de España y un protectorado de los EE.UU. Luego, durante un cuarto de siglo, configuró un frágil sistema democrático y sufrió sólidas dictaduras. A la sazón, los otros países de la región llevaban siglo y medio como repúblicas independientes y habían pasado por guerras civiles, guerras vecinales, revoluciones como la mexicana, dictaduras militares, sistemas políticos pluralistas y democracias más o menos imperfectas.

En ese largo proceso surgieron partidos sistémicos con doctrinas revolucionarias, en el amplio arco del marxismo-leninismo, el socialismo europeo, el aprismo y el socialcristianismo. Algunos incluso tuvieron representantes en los más altos niveles del Estado. Así estaban hasta que, en 1959, llegó desde Cuba castrista el evangelio con la mala nueva: todas esas organizaciones eran simplemente reformistas y estaban obsoletas. Las “condiciones objetivas” habían madurado para una revolución regional, socialista, por las armas, con o sin “partidos de clase” como plataforma.

Aquello fue durísimo, entre otros, para los veteranos comunistas. Tras casi medio siglo de aplicación de la teoría marxista-leninista, bajo orientación del PC soviético, habían construido partidos eficientes y disciplinados para preparar las “condiciones objetivas” de la revolución. Pero, de improviso, desde la republica más joven de la región, noveles revolucionarios los trataban como burócratas con chapa de revolucionarios y les enrostraban el ejemplo de su “líder máximo”. En menos de un sexenio, Castro había creado esas condiciones fusil en ristre. La moraleja, fraseada por el “Ché” Guevara, decía que un puñado de hombres decididos podía derrotar a cualquier ejército profesional.

 

Crisis de las izquierdas

Ese evangelio cruzó transversalmente los partidos de izquierda y fue asumido por los jóvenes, rebeldes y románticos, con o sin militancia. Ellos habían soñado con una revolución socialista, libertaria, justa y poética, contrapuesta a la rígidamente burocratizada y por etapas, que ofrecían los países del socialismo real. Insertándose en ese sueño, Castro y Guevara aparecían como los revolucionarios icónicos.

Fue el inicio de una áspera “polémica de las izquierdas”, en la cual Castro marcó un punto decisivo con el apoyo de la Unión Soviética. Por sus propios intereses, en el marco de la guerra fría y por su competencia con Mao Zedong por la jefatura de la revolución mundial, los ortodoxos moscovitas validaron la subordinación del viejo PC cubano a un líder de la “pequeñoburguesía”. Nunca sospecharon que, en 1962, la dinámica de ese apoyo -léase “crisis de los misiles”- llegaría a colocarlos al borde de una tercera guerra mundial.

Con ese potenciamiento, Castro indujo “focos guerrilleros” a escala continental, maltrató a los comunistas “tradicionales”, ignoró a los socialistas democráticos y se proyectó como líder tricontinental. Encabalgado en esa audacia insólita, fomentó guerrillas contra el gobierno socialdemócrata de Rómulo Betancouurt, refundador de la democracia venezolana y contra el gobierno peruano del centrista Fernando Belaunde. Insultó prolijamente al presidente chileno Eduardo Frei Montalva, socialcristiano, calificando su gobierno como “prostituta del imperialismo”. Intervino a fondo el gobierno de transición al socialismo de Salvador Allende y hasta falseó su muerte para hacerla funcional a sus tesis. Después, incluso contribuyó a la formación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, para derrotar por las armas la dictadura de Pinochet y desestabilizar a quienes levantaban una estrategia de transición pacífica a la democracia.

El resultado fue catastrófico: fracaso y muerte del icónico Guevara, cruenta derrota militar de todos los emprendimientos guerrilleros, capitis diminutio de las izquierdas democráticas y nuevo ciclo de dictaduras militares en la región.

Como colofón, la implosión de la Unión Soviética terminó con la subvención a la economía de Cuba y dio inicio al “período especial”, eufemismo castrista para disfrazar la expansión de la penuria en su isla. Fue como si la crisis terminal del socialismo real hubiera tenido un anticipo en América Latina, bajo el liderazgo pírrico de Fidel Castro.

 

Revolución conservadora

Tras la extinción de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría, vino un momento dorado para la democracia representativa en América Latina. En casi toda la región los sistemas políticos se reconstituyeron, con base en la renovación de las izquierdas y en su coexistencia funcional con los partidos de centro-centro y de centroderecha.
Pero ese momento duró poco pues, sin la “amenaza comunista”, el fin de las ideologías totalitarias comenzó a identificarse con el fin de las ideas políticas. Así se potenció el clientelismo de los políticos profesionales, el privilegio ejerció su capacidad corruptora y el diálogo civil-militar tendió a retroceder a la época de los “compartimentos estancos”. Como correlato, incluso se esfumó la fe de los gobernantes norteamericanos en su destino democrático manifiesto.

Pocos percibieron -o a pocos importó- que la isla de Cuba, pese a estar redundantemente aislada, continuara bajo el carisma irreductible de Castro. No advirtieron, por tanto, que la política de rígido confrontacionalismo de los Estados Unidos estaba fracasada y que el líder cubano seguiría irradiando su ethos insurreccional… ahora sin deberes de responsabilidad ante la Unión Soviética. Menos advirtieron que el advenimiento al poder venezolano de su admirador Hugo Chávez, con su apoyo petrolero, una vez más lo confirmaría en sus “posiciones correctas”.

Así fue como la revolución cubana de los 60 se instaló, literalmente, en el Museo de la Revolución y el castrismo se redujo a un liderazgo anciano con un coro conservador.

 

El futuro de Díaz-Canel

Con esa enorme historia por detrás, la opción internacional del castrismo se ha mantenido antagónica con las democracias representativas y con las “izquierdas tradicionales” de la región.

En lo interno, sus dirigentes siguen administrando la épica del pasado guerrillero, pese a los desabastecimientos y grisuras del presente, agravadas por la pandemia. En tal marco -al menos mientras viva Raúl-, Díaz-Canel tendría que limitarse a definir hasta dónde alentar a los inversionistas extranjeros y a los “cuentapropistas”, sin poner en riesgo el monopolio político de su partido y la colectivización socialista heredada.

Pero no le será fácil. Basta leer el discurso del propio Raúl Castro, en el VIII Congreso, para apreciar lo insostenible de la situación financiera y económica de la isla. Allí el renunciado jefe reiteró su autocrítica ante la ineficiencia, las trabas de la burocracia y el aumento de la corrupción. Criticó las “infladas plantillas” de las entidades y empresas estatales, que superan el millón de personas -el 10% de la población de la isla- y la “falta crónica de obreros, maestros, policías y otros oficios en vías de desaparición”. Equilibró tales franquezas con la vieja advertencia de que el reto es “muy complejo y no permite improvisaciones ni apresuramientos”.

En este contexto, el gobierno de Díaz-Canel tendrá que zafar de la hazaña congelada, asumir la realidad y aceptar que los cubanos de a pie, como los personajes de la narrativa de Leonardo Padura, sólo aspiran a vivir sin las agobiantes responsabilidades del pasado revolucionario. Entonces emergerán “progresistas” que postulen una mejor relación con los EE.UU. y una apertura económica como la vietnamita, país de la mitología castrista. También aparecerán “nuevos revolucionarios”, dispuestos a abolir las limitaciones a las pymes, a abrirse a todos los mercados e invocar la “herejía china”.

Dicha renovación contará, necesariamente, con la comprensión patriótica de un ejército a cargo de las industrias principales de Cuba. Las que proporcionan divisas.

 

“Desdemocratización”

Entrevisto así el futuro cubano, resulta asombroso que, en otros países de la región, el castrismo ortodoxo siga siendo el alma de las izquierdas autoasumidas como “verdaderas”. Esas que acorralan a socialdemócratas y socialcristianos, se alinean en el Grupo de Puebla y el Foro de Sao Paulo y defienden las dictaduras de Nicolás Maduro y del matrimonio Ortega.

Dichas izquierdas están contribuyendo a una “desdemocratización” regional acelerada, en un momento especialmente crítico por el advenimiento de la pandemnia. Es un contexto en que los sistemas democráticos tambalean, por obra y desgracia de los gobernantes deficientes, el repudio ecuménico a los políticos profesionales, la farándula como escuela de cuadros políticos, los periodistas predicadores, los tuiteros agresivos, la crisis de instituciones tutelares, los estallidos anárquicos, la inseguridad ciudadana, el auge de la delincuencia y la potencia del narcotráfico.

El asalto al Capitolio, promovido por Donald Trump, contribuyó a “normalizar” tan amenazante paisaje regional. Demostró que tampoco era sólida la democracia norteamericana.

Sobre esa plataforma teratológica, la polarización política manda y las encuestas suelen mostrar a las instituciones castrenses -base de las dictaduras superadas- con mejores niveles de aceptación que los partidos políticos, los gobiernos y los congresos.

Conspicuamente, es el caso de Chile.

 

Concluyendo

En resumidas cuentas, las izquierdas democráticas de la región no supieron sostener su renovación mientras, a falta de Unión Soviética, las otras izquierdas buscaron la sombrilla del castrismo otoñal y de las rebeldías temáticas. Las derechas variopintas contribuyeron a esa regresión encerrándose en el bunker de la victoria permanente y los Estados Unidos, produciendo el fenómeno Trump.

Todo lo cual es intrigante, porque indica que, en el sector izquierdo del espectro político, nunca se procesó la insólita confesión de Castro a la revista Newsweek, (9.1.1984). Allí dijo lo siguiente:

“ni siquiera oculto el hecho de que, cuando un grupo de países latinoamericanos, bajo la guía e inspiración de Washington, no sólo trató de aislar a Cuba, sino la bloqueó y patrocinó acciones contrarrevolucionarias (…), nosotros respondimos, en un acto de legítima defensa, ayudando a todos aquellos que querían combatir contra tales gobiernos”.

En otras palabras, las izquierdas, incluyendo las renovadas, han optado por ignorar que ese continente “preñado de revolución”, a la espera de “un puñado de hombres decididos” a que aludía Castro en sus discursos, fue sólo una metáfora diversionista.

Técnicamente, hablando, fue una variable táctica, para mejor defender su revolución nacional.

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