Mussolini y los orígenes del fascismo

Columna
El Líbero, 23.03.2019
Alejandro San Francisco, historiador (PUC-Oxford) y profesor (USS-PUC) 

Hace un siglo fundó las fasci di combatimento, con la misión de conquistar el poder e iniciar una nueva era en la historia de su país. Aunque la reunión y fundación de su grupo no tuvo atención mediática ni marcó un hito en ese momento, más tarde sería recordada por los propios fascistas como el hito fundacional del movimiento que cambió la historia italiana y europea en la década de 1920.

Benito Mussolini fue una de las figuras políticas centrales de la primera mitad del siglo XX en Europa, a la cabeza del Partido Fascista y de Italia desde 1922 hasta fines de la Segunda Guerra Mundial. Sobre su personalidad y su régimen emerge la imagen de una Italia con anhelos de grandeza, pero cuya destrucción de la democracia da vida a un régimen totalitario que alimenta los anhelos de Adolf Hitler y prepara el camino para la nueva devastación europea.

La historia del movimiento de Mussolini había comenzado un tiempo antes, específicamente el 23 de marzo de 1919, hace exactamente un siglo, cuando fundó las fasci di combatimento con la misión de conquistar el poder e iniciar una nueva era en la historia de su país. Para entonces contaba apenas con unos pocos seguidores y el prestigio de su periódico Il Popolo d’Italia. Y poco más. Sin embargo, aunque la reunión y fundación de su grupo no tuvo atención mediática ni marcó un hito en ese momento, más tarde sería recordada por los propios fascistas como el hito fundacional del movimiento que cambió la historia italiana y europea en la década de 1920. El proceso inicial de esta historia se puede seguir de manera accesible y bien informada en el libro de Donald Sassoon, Mussolini y el ascenso del fascismo (Barcelona, Crítica, 2008).

Antes de la Primera Guerra Mundial, Mussolini había sido un hombre de izquierda, militante del Partido Socialista Italiano (PSI). Hacia 1910 decía que el socialismo “no es un negocio”, sino que lo estimaba “un esfuerzo de elevación moral y material, individual y colectivo”. En 1914, en el contexto del inicio de la Primera Guerra Mundial, el joven socialista se manifestó partidario de la intervención de Italia en el conflicto, de lo contrario consideraba que sería “el país de los muertos, el país de los cobardes”. Su intervencionismo le valió la expulsión del PSI, con lo cual inició para él una etapa de mayor expansión y una influencia creciente.

Para entonces, Italia estaba viviendo una década crucial en el desarrollo del mito nacional y el desarrollo de un nuevo concepto de nación, como sostiene Emilio Gentile en La Grande Italia. The Myth of the Nation in the 20th Century (Madison, The University of Wisconsin Press, 2009). La guerra había transformado a Italia, como también había producido efectos devastadores en diversos imperios, naciones y gobiernos.

Una vez terminada la Gran Guerra, la política italiana mostraba grandes grados de fragmentación. Las elecciones de noviembre de 1919 mostrarían a más de diez partidos con representación parlamentaria, en una Cámara de 506 miembros: el Partido Socialista Oficial eligió a 156, el Partido Popular a 100, mientras los liberales mostraban una notoria caída en relación a los años previos a la conflagración.

Sin embargo, mirado con perspectiva histórica, el momento clave de 1919 no se produjo con las elecciones democráticas y representativas, sino con la irrupción de Benito Mussolini y sus fasci di combatimento, en la Plaza del Santo Sepulcro de Milán. Si bien la reunión congregó apenas poco más de un centenar de personas, muchos de ellos veteranos de guerra, sí lograron presentar un programa que sentaría las bases del futuro proyecto político fascista.

El proyecto era bastante ecléctico ideológicamente, aunque tenía el tradicional lenguaje voluntarista que caracterizó a los fascistas, que mezclaba elementos nacionalistas con postulados socialistas, siempre con un marcado estatismo. En el ámbito político favorecían el sufragio universal con representación proporcional; en cuanto a los problemas sociales reclamaban una jornada de ocho horas de trabajo y, salarios mínimos, además de una presencia de las organizaciones proletarias en la administración de las industrias y los servicios públicos (cuando sean dignas para ello, técnica y moralmente); en el ámbito militar, creación de una milicia nacional y nacionalización de las fábricas de armas y explosivos. En el plano financiero incluía algunas normas especialmente fuertes: impuesto al capital, que tendría la forma de una verdadera “expropiación parcial” de todas las riquezas y la confiscación de los bienes de las congregaciones religiosas.

Al menos en su primera etapa, el fascismo fue esencialmente contestatario: “Nosotros hemos rasgado todas las verdades reveladas, hemos escupido sobre todos los dogmas, hemos rechazado todos los paraísos y escarnecido a todos los charlatanes”. Además, Mussolini desarrolló su talante voluntarista, decidido y audaz: “Nada es imposible”, había señalado a mediados de 1918, y un año después estaba dispuesto a demostrarlo. En 1921 confesaría con total convicción, para burla de sus detractores: “El Fascismo es una gran movilización de fuerzas materiales y morales. ¿Qué se propone? Lo decimos sin falsa modestia: gobernar la Nación… para asegurar la grandeza moral y material del pueblo italiano”. Su carácter decidido no escatimaría el uso de la violencia ni tampoco el trabajo abierto contra las instituciones democráticas de las cuales se servía para combatirlas. Con el tiempo se convertiría en el primer partido milicia que conquistaría el poder “en una democracia liberal europea, con la declarada intención de destruirla”, como resume Emilio Gentile en La vía italiana al totalitarismo (Buenos Aires, Siglo XXI, 2005).

El 23 de marzo de 1921, al conmemorarse dos años de la fundación de los fasci di combatimento, Mussolini podía asegurar, entre irónico y desafiante:

Nos permitimos el lujo de ser aristocráticos y democráticos; conservadores y progresistas; reaccionarios y revolucionarios; legalistas y antilegalistas, según las circunstancias de tiempo, de lugar, de ambiente, en una palabra, de Historia, en las cuales estamos obligados a vivir y obrar” (en Benito Mussolini, El espíritu de la revolución fascista, Buenos Aires, Editorial Temas Contemporáneos, 1984).

Las dos décadas siguientes verían que este lenguaje no era una constelación de amenazas, sino una forma específica de actuar en política: la tendencia que se adoptara en cada ocasión dependería de la voluntad de Mussolini, ya erigido en dictador y decidido a llevar adelante la revolución fascista, aunque en el camino quedaran enormes costos humanos y materiales.

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