Ortega sigue vigente

Columna
El Líbero, 18.05.2024
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

Las elecciones catalanas del pasado domingo y sobre las cuales se ha escrito bastante en estos días nos plantean dos grupos de desafíos. Por un lado, los vinculados al poder, es decir, quién gobernará aquella Comunidad; qué tipo de alianzas se podrán forjar en Barcelona; cómo afecta aquello a Pedro Sánchez y a la coalición que gobierna España; cuál es el verdadero peso del independentismo. Sobre esto han comentado hasta la saciedad agudos e inteligentes periodistas, cientistas políticos, sociólogos. Cada uno a su manera analiza los resultados y escudriña el futuro.

El otro grupo tiene que ver -creo yo- con algo más ontológico. ¿Está España ante su desintegración, pese a que a los independentistas como grupo les fue mal esta vez? Dicho de otro modo, ¿hay un proyecto de país, una idea común? ¿Tiene el cuerpo social español o catalán una fuerza motriz? ¿Qué motiva a los secesionistas ser lo que son? ¿Qué incentivos -que no sean la supervivencia en el poder- mueven a Madrid a convencer a estos grupos a mantener la unidad?

Hace siglos que España vive bajo el temor de la fragmentación. Don José Ortega y Gasset escribía lúcidamente al respecto en 1921 su ensayo “España invertebrada”, y hacía remontar el asunto hasta Felipe II, cuando se habría comenzado a agotar el ímpetu aglutinador del país en torno a una gran empresa, una proyección histórica, donde Cataluña y el reino de Aragón, o el de Navarra, eran hasta entonces parte activa.

Siguiendo el raciocinio de Ortega, siento que se paralizó también la idea de la integración europea como entidad política profunda, única, como concepto futuro. Lo anterior no contradice el hecho de que muchos países anhelan ser parte de la casa común en un movimiento convergente estimulado desde Bruselas. Décadas atrás, la expansión de la Unión a la caída del muro estuvo orientada a conjurar colapsos locales y adquirir así mayor seguridad, pero ya no existía una gran idea, una convicción que convocara. Recuerdo que se debatía, en simple, si Europa no sería víctima de la teoría de la piragua, que con cinco remeros funciona, con más, se hunde.

Los nuevos socios encontraban en el paraguas europeo el paradigma del próximo bienestar y un refugio económico pagado por contribuyentes alemanes o austriacos, daneses o franceses. Para estos últimos, la expansión fue una oportunidad para que sus propias industrias se expandieran hacia sociedades altamente educadas, adquirieran nuevos mercados y mano de obra sofisticada, se alcanzaba la estabilización social de Europa, pero no había una gran idea, sino que predominaban el inmediatismo y el utilitarismo. Últimamente, la convergencia hacia Bruselas está estimulada por el desafío ruso y el de sus socios circunstanciales, pero, nuevamente, no por una profunda convicción.

La originalidad de Adenauer, Schuman, Monnet, De Gasperi y otras figuras notables de la Europa de posguerra se diluyó y fue reemplazada por el bienestar material y creó una maraña burocrática antes que un ideal. Así, el euroescepticismo ha calado hondamente en diversas sociedades, al punto que los partidos que representan este sentimiento ganan adeptos y la polarización en países como Eslovaquia se vuelve peligrosa. El escepticismo representa a voces angustiadas que claman porque las respuestas a sus problemas sean próximas, entendibles, simples, y reniegan de decisiones adoptadas fuera de su eje de comprensión en las que no participaron. Ante la falta de una idea de Europa que entusiasme colectivamente, se entienden también los particularismos como el catalán.

En “España invertebrada” Ortega afirmaba que las grandes empresas de incorporación histórica, como la UE, no anula unidades anteriores, sino que las hace formar parte de un todo. A propósito de la expansión de Roma decía: “El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían”. Agregaba, respecto a España, que “sometimiento, unificación, incorporación, no significan muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte”.

¿Y cómo se logra que una fuerza centrífuga se convierta en centrípeta? ¿Cómo se obtiene que la creciente rebeldía euroescéptica se convierta en una fuerza convergente? ¿Cómo alcanzar que lo mapuche o lo pascuense, lo aimara o atacameño contribuyan de manera positiva y propositiva a la nación chilena? La respuesta estaría a su juicio en la generación de ideas y liderazgos audaces, tanto en la Europa actual, en la España contemporánea, o el Chile de hoy.

Agrega el autor que la “historia de una nación no es sólo la de su periodo formativo y ascendente: es también la historia de su decadencia. Y si aquélla consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración”. ¿Estamos a tiempo en Chile para evitar la total decadencia? ¿Lo está la España actual?

Lo que nos faltaría, al decir del filósofo hispano, es tener un programa para mañana: “Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo”. “Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana”.

Resulta terrible constatar que ese programa no existe en ninguno de nosotros, europeos o chilenos. No hay más que un discurso sobre la arquitectura política, económica, social o cultural y, en Europa, sobre la supervivencia. El mismo independentismo catalán o el autogobierno mapuche se agotan en sí mismos.

Lo anterior, reflexiona Ortega, porque “las grandes naciones no se han hecho desde dentro, sino desde fuera. Sólo una acertada política internacional, política de magnas empresas, hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre, política de poco calado”. En este sentido, ¿cuál sería nuestro “proyecto incitador de voluntades”? La respuesta radica en generar transversalmente, lejos de cualquier retórica, una unidad regional y desplegar nuestra diplomacia en esa dirección con realismo (no somos Brasil) apenas llegue el momento, que debemos preparar desde ya. Tenemos que salir de la trinchera defensiva. Ya pasó esa etapa y nuestra región cayó en la irrelevancia.

Entre tanto, no nos podemos permitir que continúen exaltándose los factores que amenazan con disolver la cohesión de Chile, desde el crimen organizado a la fragmentación familiar; desde la exaltación de nacionalismos ficticios al desdén por las tradiciones, los símbolos patrios, la historia. No debemos educar en el aliento a una cultura disgregadora. Hay que ahuyentar al auge del particularismo, que por siglos ha sido el problema más grave de España (y lo sigue siendo) y que, tal como sucede hoy, no era confrontado adecuadamente por el poder central.

Son muchas las interrogantes que las recientes elecciones catalanas dejan en España y en Europa en la dirección que Ortega apunta. Además, son plenamente actuales para nosotros al ofrecernos, al menos, una profunda reflexión sobre la situación cada vez más dispersa y tensa en que se encuentra nuestra sociedad y, por supuesto, sobre la idea que tenemos como proyección. Por ahora, que no sigamos cayendo en la ominosa disolución anarquista o en la glorificación del octubrismo, porque “cuando una nación se desmorona, víctima del particularismo, las masas no quieren ser masas, cada miembro de ellas se cree personalidad directora, y, revolviéndose contra todo el que sobresale, descarga sobre él su odio, su necedad y su envidia”.

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