¿Para qué una guerra?

Columna
El Nacional, 01.02.2019
Oscar Hernández Bernalette, embajador, profesor (UCV) y columnista venezolano

Con cuánta ligereza se habla de militares aprestos para el combate, de invasiones, un segundo Vietnam y una guerra civil. Las guerras no son como las vemos en las películas, ni siquiera en los documentales. Solo quienes han escuchado de cerca la explosión de las bombas, quienes han visto países destruidos, quienes han escuchado el grito de un niño, de una madre o un herido, recuerdan los olores de la descomposición y el sufrimiento, entienden el dolor que produce cualquier conflicto militar. Sin embargo, detrás de cada tragedia universal que conocemos han existido hombres torpes, capaces de ver sus naciones destruidas o ser responsables de miles de muertes por el empeño de mantenerse adonde ya no pertenecen.

La torpeza de los hombres de poder puede ser infinita. Tanto que dicen conocer a sus pueblos y la mayoría de las veces sucumben ante las tentaciones por mantenerse en las mieles del mando. ¿Quién quiere ser jefe de una nación cuando la gran mayoría le desaprueba? Los pueblos llegan al punto de rechazo de sus líderes no siempre porque difieren de la ideología o la forma de desempeñar el gobierno, sino que muchas veces gran parte de la población carga en lo más recóndito de su psiquis social un gran resentimiento contra quienes abusan y se perpetúan en el poder. De allí que las válvulas de escape democráticas, como lo son la alternancia y las elecciones transparentes, sean herramientas fundamentales para mantener la paz social de las naciones.

Cuánto derramamiento de sangre se ha producido porque los hombres de gobierno no entienden los límites de sus derechos en el poder.

Cuando un hombre electo se vuelve soberano, cuando los que heredan no representan la legalidad y cuando se violentan diariamente las arcas del Estado para beneficio de pocos, entonces, en ese torrente de sabiduría que llevan las ciudadanías, se da paso al deseo de cambio, de nuevos tiempos, de nuevos rostros y de futuro para aquellos que han quedado marginados por el abuso y el irrespeto de unos cuantos sobre muchos.

Hago estas reflexiones pensando en Siria como ejemplo y en la actual crisis de Venezuela. La guerra civil tocó las puertas de Damasco. La muerte y la destrucción recorren las calles y en el centro la testaruda actitud de un “rais” de quedarse en el poder. Preferir la muerte a la sumisión, dejar que miles de seres inocentes mueran por un capricho es un sinsentido y solo por mantenerse en el poder. De qué sirve estar en las más altas esferas de la autoridad mientras un pueblo se desangra, cuando una comunidad internacional le recomienda su retiro y cuando, además, los signos de la historia indican que ese pueblo va hacia un abismo. Ni el autócrata ni su familia ni sus seguidores tendrán tiempos mejores.

En Libia el hombre fuerte se negó a negociar y terminó en la mayor humillación después de 42 años en el poder, y con un país fracturado y derrumbado. En Egipto, Mubarak, mucho más astuto y racional, evitó una guerra civil .Se enfrentó a un destino incierto, al peso de la ley, y su nación, entre conflictos de baja densidad, aún se mantiene en pie y recién termina un proceso democrático.

En Túnez, donde nació lo que se llama la primavera árabe, terminó mal para el dictador, pero bien para la integridad de la nación. Las protestas y disturbios callejeros forzaron la renuncia y huida del país del presidente Zine El Abidine Ben Alí, que gobernó durante 23 años.

En el caso de Venezuela estamos en el vértice de una confrontación. La historia dio un giro que hay que saber interpretar. La única manera de preservar la paz y una sociedad democrática es siendo realmente democráticos. Hay tiempos para estar y tiempos para irse.

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