Política exterior de Estado sin sustento ciudadano

Columna
El Mostrador, 10.05.2023
Jorge G. Guzmán G., abogado, exdiplomático y académico (U. Autónoma)

El contundente resultado de la elección de consejeros constitucionales –especialmente en la regiones extremas, en las que las cuestiones limítrofes se viven día a día– ha terminado por hacer patente la crónica desafección de nuestra Cancillería respecto de la realidad y preocupaciones de los ciudadanos.

Antes de la votación, el canciller Alberto van Klaveren llamó a no politizar, ergo, a no entender como problema político la situación de los migrantes atorados en el paso fronterizo entre Arica y Tacna. El canciller (cercano a un partido que no tendrá representación en el Consejo Constitucional) también llamó a no utilizar con fines electorales la inédita crisis de inseguridad que afecta a millones de personas, asociada, precisamente, a la cuestión de la inmigración. En esa misma línea se manifestó un excanciller del gobierno militar, quien, en un editorial, desestimó que la Cancillería tuviera responsabilidad en estas materias.

Según esa manera de entender las cosas, nuestra política internacional (por ejemplo, las relaciones con Bolivia) no es vinculable al exponencial aumento del narcotráfico (con estadios de violencia antes desconocidos en el país), y este, a su vez, no tiene relación con la inmigración no-regulada de la última década.

En ese ejercicio, el canciller y quienes le apoyan pretenden convencernos de que tales fenómenos (con su impacto directo sobre la vida cotidiana de la gente) no son producto de errores políticos (incluidos errores de política exterior), acumulados a lo largo de los últimos cuatro gobiernos de centroizquierda y centroderecha.

Ambos sectores no quieren recordar que, mientras el actual canciller era subsecretario de Relaciones Exteriores, en 2008, el cuarto Gobierno de la ex Concertación (Bachelet 1) emitió un Instructivo Presidencial indicando que Chile era un país de acogida, adecuadamente abierto a las inmigraciones. Entendiendo que la inmigración también equivalía a mano de obra barata para el sector privado, esa política fue ratificada y practicada por las dos administraciones de Sebastián Piñera.

De otra manera, ¿cómo se puede explicar que entre 2002 y 2017 la población extranjera pasara de 184 mil extranjeros a 1,48 millón y que, según estimaciones para 2023, ese número se sitúe en torno a los 2 millones?

¿Se puede tapar el sol con un dedo?
El establishment que hasta ahora gobernó nuestra política exterior insiste en persuadirnos de que los asuntos internacionales, incluidos los vecinales, constituyen temas solo para expertos, que deben ser tratados en Santiago y a puertas cerradas (nunca por la prensa). De esa manera pretenden seguir negando que –para utilizar una expresión de los autores del estallido social– Chile despertó y que, en materia de política exterior, ya no son aceptables decisiones inconsultas y/o excusas post facto que permiten a los decision-makers de Santiago no responder por sus equivocaciones.

¿Se imaginará el canciller –y el establishment al que pertenece y representa– las vicisitudes de la joven trabajadora que, después de un largo día de trabajo, debe regresar a su hogar atravesando barrios en los que ahora campean la inseguridad y la violencia? ¿Conocerá los costos financieros que, para la pequeña Municipalidad de Colchane, representa el permanente flujo de ilegales y droga proveniente de Bolivia?

El fracaso de apaciguamiento inconsulto
Nuestra supuesta política exterior de Estado no es más que una práctica inconsulta, académica, abstracta y sin aterrizaje sobre la geografía (particularmente en el extremo norte y en la zona austral), que se resiste a aceptar que las malas decisiones terminan en problemas cotidianos para las personas.

Es el caso de nuestro extremo norte, en que a esta manera de hacer política exterior podemos atribuir el decepcionante resultado del juicio con el Perú a propósito del límite marítimo (22 mil km2 de Zona Económica Exclusiva menos para los pescadores de Arica), o el fracaso de la agenda de 13 puntos con Bolivia, para la cual ni la comunidad ariqueña ni la de Tarapacá fueron consultadas.

A ese mismo estilo diplomático en el extremo sur podemos asociar los efectos de diversos acuerdos incumplidos por Argentina, el innecesario acuerdo de 1998 sobre el Campo de Hielo Patagónico Sur, y la inexcusable postergación de la urgentísima cuestión de la plataforma continental magallánico-antártica. En este último campo a la Cancillería le tomó más de una década comprender que una pretensión territorial argentina al sureste del cabo de Hornos tenía un gravísimo impacto sobre el modus vivendi del Tratado de Paz y Amistad de 1984. Esto constituye un nuevo diferendo limítrofe, cuyos efectos se vivirán, qué duda cabe, en Magallanes.

En todos esos ámbitos, cierto ánimo de apaciguamiento, concesivo por ideología, que entiende el territorio como moneda de cambio, ha terminado en incalculables perjuicios para el interés permanente de los ciudadanos. Hasta ahora, nadie ha sido identificado como responsable de tantos errores políticos y diplomáticos.

El resultado de la elección de consejeros constitucionales ha reordenado el equilibrio de las fuerzas políticas, constituyendo una dramática demostración de que los errores tienen consecuencias. En un nuevo escenario, seguir sosteniendo que las cuestiones internacionales deben tratarse a puertas cerradas (por funcionarios que representan la minoría política en el país) es un argumento fútil, que solo puede desprestigiar a quienes lo afirman. Entre muchas otras cosas porque, como lo ilustra el gravísimo del caso del puerto de San Antonio, exportador de grandes volúmenes de droga, es solo cuestión de tiempo para que el narcotráfico tenga efectos sobre la aplicación de acuerdos de libre comercio.

El peligro de la obsolescencia
Esa manera de hacer política exterior está, en el corto plazo, condenada a la obsolescencia. Entre otros cambios, el nuevo texto constitucional fortalecerá el proceso de descentralización, empoderando a los gobiernos regionales democráticamente elegidos, incluidos aquellos de Arica y Parinacota, Tarapacá, Antofagasta, Aysén, y Magallanes y Antártica Chilena.

Mucho más allá de su signo político, esos gobiernos representan el saber y el querer ser de comunidades regionales con clarísimas identidades propias. Para estas no resulta aceptable que funcionarios públicos situados a miles de kilómetros de distancia decidan de manera inconsulta sobre cuestiones que tienen impacto directo sobre la calidad de vida de sus habitantes, amén del uso y abuso de sus territorios y de sus recursos naturales.

La Cancillería haría bien en adelantarse a los tiempos y reordenar sus prioridades. Como queda demostrado, el día a día de los ciudadanos no tiene color turquesa, ni tiene que ver con protagonismos efímeros en organismos internacionales, que en Putre o en Puerto Williams son simplemente irrelevantes.

La política exterior debe también conectarse con la geografía del país y entender que los asuntos urgentes están en el altiplano, en el Campo de Hielo Patagónico Sur, en la Zona Económica Exclusiva, en el Mar Austral y en la Antártica, no en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.

Si la política exterior aspira a ser una verdadera política pública de Estado, debe acercarse y nutrirse de la gente (y de las nuevas mayorías). No hacerlo, no solo la hará cada vez más irrelevante, sino que terminará además perjudicando al verdadero interés de Chile.

Una Cancillería relevante no puede continuar en la autorreferencia predicando al coro: debe aprovechar la coyuntura para reconectarse con el país real al cual, en definitiva, se debe.

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