Putin, el mito

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POLIS: Política y Cultura, 24.01.2022
Fernando Mires, historiador, profesor y columnista

Tengo a mano la segunda edición (2008) de la Historia de la Revolución Rusa, La Tragedia de un Pueblo de Orlando Figes. Un voluminoso libro. Más de 1.000 páginas en los que el autor continúa una gran tradición anglosajona formada por historiadores de la talla de Isaac Deutscher, Christopher Hill, E. H.Carr, Richard Pipes. Por nombrar solo a los más conocidos.

La edición del 2008 (la primera corresponde a 1996) de la obra de Figes viene precedida por un interesante prólogo, muy adecuada para entender los tensos días que estamos viviendo, cuando Putin ha situado más de 100.000 soldados en los límites con Ucrania, listo para saltar en cualquier momento sobre la presa codiciada.

Putin -es una tesis de Figes- no representa una ruptura con el periodo soviético, solo su prolongación, pero bajo una distinta forma. Así escribe: “Cuando en 2005 declaró ante la Asamblea Federal rusa que la ruptura de la Unión Soviética era la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, Putin estaba verbalizando la opinión de tres cuartos de la población que, según una encuesta del 2000, “lamentaban la descomposición de la URSS y querían que Rusia se expandiera en tamaño e incorporase territorios 'rusos' como Crimea y Donbbás, que se habían 'perdido' a manos de Ucrania”.

En otros términos, Putin, según Figes, actúa de acuerdo con la mayoría y no en contra de la población de su país.

Leyendo la historia de la revolución rusa de Figes, comprobamos que su visión se diferencia de la de sus notables predecesores en un punto esencial. Para la mayoría de ellos, la revolución rusa, pese a todos sus abominables crímenes, sentaba las bases para construir un orden que alguna vez debería culminar en un sistema más humanizado, una democracia social, para emplear un término conocido. Figes en cambio, afirma que el alma de Rusia, o si se quiere, su espíritu nacional, es cualquiera cosa menos democrática. Y no solo eso: opina que Stalin no actuaba en contra de su pueblo sino en consonancia con un espíritu que proviene de siglos, el de una Rusia autocrática que Putin ha sabido entender de un modo mucho más crudo y real que Gorbachov y Yelsin. La inteligentzia democrática y occidentalista fue y es una muy delgada capa de la ciudadanía rusa.

Stalin, se ha dicho tantas veces, vio en el comunismo un reencuentro con el pasado más arcaico del enorme país. Su actuación no estaba determinada por la teoría marxista -de la que nunca entendió nada si hemos de creer al occidentalista Leo Trotzki- sino por la mitología rusa. Sus arquetipos históricos, a diferencia de la mayoría del comité central del partido que llevó a cabo la revolución (por algo Stalin los asesinó a todos), no eran los socialdemócratas europeos, sino personajes míticos como Pedro el Grande e Ivan el Terrible, este último glorificado por su genial cortesano, el cineasta Sergei Eisenstein.

Lenin, quien en cierto modo ya había asiatizado al marxismo euro-alemán, postulaba que el estado, como consecuencia de la escasa presencia de un proletariado industrial, debería ser dirigido por El Partido en espera de que las fuerzas productivas quemaran la fase capitalista, apenas en desarrollo en su país. La innovación de Stalin, asumida por Putin, fue que por sobre el Partido debía regir la voluntad de un hombre-mito, de ahí el furioso culto a la personalidad que tuvo lugar durante su época.

En breve: Putin cultiva como Stalin el mito del gran hombre histórico. Y ese gran hombre histórico es el mismo: Putin. Como escribe Figes: “La recuperación del pasado soviético, Stalin incluido, sancionó el propio gobierno autoritario de Putin y lo legitimó como la continuación de una larga tradición rusa de un poder estatal fuerte que se remontaría a antes de 1917, con los zares”.

El gran hombre histórico no solo es representante del estado, como en las democracias occidentales, sino de la nación. Y la nación es lo que la nación determine ser en lucha en contra de otras naciones. Por eso Putin ha afirmado recientemente que según su percepción Ucrania no es una nación, solo un territorio. Ucrania, para usar la expresión que elaboró Hitler antes de invadir a Polonia, es parte del “espacio vital” de la Gran Rusia.

Putin se entiende a sí mismo como el conductor de una gran nación que se está haciendo a sí misma. Una nación destinada a jugar un papel conductor en la geopolítica mundial. En ningún caso un imperio regional, como intentó degradarlo Barack Obama. Aunque, para ser potencia mundial, Putin debe asegurar primero su dominación regional. Y en esta fase de su historia estamos. No es casualidad de que antes de emprender su avanzada hacia Ucrania, Putin haya realizado de modo sangriento la ocupación de dos de sus “provincias”: Bielorrusia y Kazajistán, así como antes lo había hecho con Georgia, Chechenia y Azerbaiyán,

Para hablar en estilo de síntesis, podríamos decir que las fases a recorrer por el imperio Putin son tres: la consolidación de un imperio regional (al que pertenece por “naturaleza” Ucrania), la dominación geopolítica sobre Europa occidental y la creación de una zona de influencia en el espacio mundial. Como es posible advertir, se trata del mismo proyecto soviético, pero perfeccionado de acuerdo con condiciones que priman en el siglo XXl.

La principal diferencia entre el sovietismo y el putinismo es que el primero, en su proyecto de expansión mundial, utilizaba una ideología meta-histórica: el comunismo. Putin, en cambio, carece de una ideología meta-histórica, pero como contrapartida dispone de otro mecanismo de legitimación expansiva: el mito. Y ese mito, es el de la Gran Rusia. Gracias a ese mito, Putin ha logrado coordinar un sistema de alianzas mucho más flexible que el que dispuso la URSS.

Mientras la URSS buscaba asegurar su dominación gracias al paciente trabajo horadador de los partidos comunistas pro-sovieticos, Putin intenta hacerlo mediante un sistema de alianzas mucho más sofisticado basado en el principio de adhesiones al mito nacionalista. Así se explica que Putin pueda contraer relaciones amistosas con todas las fuerzas nacionalistas europeas que estén en contra de la UE, sean estas de ultraderecha o de ultraizquierda. Todo lo que es malo para la UE es bueno para Rusia, parece ser el lema putinesco. Siguiendo esa doctrina ha logrado crear una suerte de internacionalismo mucho más amplio que el soviético, un sui generis “internacionalismo de los nacionalistas”.

Todas las naciones que cultiven el mito nacionalista pasan automáticamente, de acuerdo al esquema Putin, a ser aliadas de Rusia. Más todavía, como Putin ha entendido que nacionalismo y democracia son dos términos que se excluyen entre sí, no ha vacilado en levantar un abierto discurso antidemocrático. Y esta es la otra gran diferencia del putinismo con el sovietismo.

De acuerdo con la ideología comunista, existía una relación estrecha entre lucha por la democracia y lucha por el socialismo. Los comunistas, donde actuaran, no se definían como antidemócratas sino como representantes de una democracia “superior”, la democracia socialista. Putin en cambio, ha declarado una guerra abierta a la democracia en todas sus formas. Para el autócrata, la democracia, sobre todo la llamada liberal, ha sido superada por la historia. Como sucesoras, emergerán la autocracias nacionales y nacionalistas, basadas en una relación unitaria entre pueblo y caudillo. En ese punto Putin está evidentemente más cerca de los antiguos fascistas que de los comunistas que lo precedieron.

En fin, Putin ha sabido radicalizar el i-liberalismo propagado por el húngaro Orban, para conformar un anti-liberalismo (político, no económico) abierto y declarado. Así se explica que haya logrado establecer relaciones de empatía política con dictaduras nacionalistas y antidemócratas como las de la Siria de al- Hassad, con las autocracias polacas y húngaras, con la Turquía de Erdogan, con ese trío antidemocrático latinoamericano formado por Díaz Canel, Maduro y Ortega, y en los propios EE UU, con el movimiento trumpista

Estamos objetivamente frente a un imperio que maneja las categorías imperiales de los siglos XVlll y XlX, pero con dispositivos militares del siglo XXl. El militarismo de Putin, en consecuencia, no lleva a un levantamiento en contra de las naciones llamadas capitalistas, sino en contra de todo el orden democrático mundial. A diferencias de China que ve en las potencias occidentales enemigos económicos, la Rusia de Putin los ve como enemigos políticos.

No entender las características de la nueva amenaza imperial representada por Putin explica en gran parte la incapacidad de los gobiernos europeos para enfrentar los peligros que se ciernen sobre el continente. Para la mayoría de ellos, usando las reglas diplomáticas, será siempre posible concordar en puntos decisivos con Putin y así evitar una conflagración militar. Yerran. Lo que no logran entender es que Putin actúa no de acuerdo con reglas sino a correlaciones políticas y militares. Si observa indecisión, dispersión y debilidades en el campo contrario, continuará avanzando. A nadie le quepa la menor duda: Putin llegará tan lejos como lo dejen llegar.

Para enfrentar a un imperio como el de Putin se requiere entender su racionalidad, y esta se diferencia radicalmente de la racionalidad política occidental. Frente a Putin solo cabe mostrar fuerza y decisión. Solo así será posible evitar una guerra continental y tal vez mundial. El pacifismo mal entendido de los gobiernos europeos abrió el camino a Hitler, no hay que olvidarlo. A la inversa, solo el día cuando el presidente Truman, a instancias de Churchill, dijo a Stalin, “ni un paso más”, el dictador ruso entendió.

Hay que decirlo y repetirlo: la expansión del imperio ruso no terminará en Ucrania. Todo lo contrario: está comenzando en Ucrania.

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