Razón de Estado

Columna
El Comercio, 30.11.2016
Carmen McEvoy, historiadora peruana

Entre las historias que más me impactaron cuando investigaba para mi libro “Guerreros Civilizadores: Política, sociedad y cultura en Chile durante la Guerra del Pacífico” está la de Rafael Sotomayor Baeza (1823-1880). Sotomayor, quien antes de la guerra fue secretario de la región del Maule, intendente de Concepción, superintendente de la Casa de la Moneda y ministro de Hacienda, representó al Estado Chileno mediante la figura del “presidente en campaña”. El concepto anterior –que significó el desdoblamiento de la figura presidencial– permitió que el Estado vecino participara no solo en todas las operaciones militares sino también que fuera parte activa de la importante tarea de ocupar y administrar los miles de kilómetros de territorio peruano-boliviano obtenidos por la fuerza de las armas.

Abogado de profesión, Sotomayor estuvo al tanto de cada litro de agua que el soldado chileno requería para cruzar el desierto de Atacama, así como de todos los aspectos organizacionales de la guerra, entre ellos la armazón logística que permitió el triunfo naval en Punta Angamos. La muerte del que, sin duda, fue uno de los artífices de la victoria de la república sureña en la Guerra del Pacífico ocurrió en el campamento de Yaras (cerca de Tacna) en vísperas de una de las batallas decisivas. Un ataque cerebro-vascular le impidió conducir a los expedicionarios a la batalla que planificó al detalle. Cabe anotar que días antes de su muerte –producto de un tremendo esfuerzo físico y mental– Sotomayor recibió una carta de su hija gravemente enferma pidiéndole que regresara a Santiago para verlo por última vez. Luego de sopesar lo que estaba en juego para Chile y de consultar con el presidente Aníbal Pinto y su ministro Domingo Santa María, Sotomayor decidió quedarse en su puesto y no vio morir a la hija que tanto reclamaba por su presencia.

Al releer las sentidas cartas cursadas entre Sotomayor y su familia, y las que intercambió con La Moneda, recuerdo una frase de otro importante burócrata chileno: el ministro de Relaciones Exteriores, Melquíades Valderrama quien, al igual que Sotomayor, sirvió durante la Guerra del Pacífico. Los países pequeños y débiles como Chile, opinaba este hombre de Estado, no podían permitirse la “política del sentimiento”. Un privilegio que solo poseían las potencias mundiales.  Y es que siguiendo el modelo weberiano de organización burocrática, los estados y sus representantes debían actuar de una manera impersonal. La razón, la precisión, la rutina, la eficiencia y la rapidez en las decisiones son algunos de los instrumentos que, de acuerdo a Weber, ayudaban a fortalecer al Estado que, al resguardar, en teoría, el bien público, debía servirse con extrema lealtad.

De esta racionalidad, que antepone el interés general al particular, y del protocolo que debe seguir un funcionario de Estado no entiende ni una palabra el ex ministro de Defensa Mariano González.

Porque, a estas alturas, nadie le pide que vaya al Vraem y entregue su vida por el Perú, como lo hicieron en una situación bélica Francisco Bolognesi y Miguel Grau. Y mucho menos se le demanda que no se despida de su hija agónica por cumplir su deber con la república. Lo único que esperábamos del señor González era un mayor respeto a la majestad y la dignidad del cargo que ostentaba y a los millones de peruanos que, en teoría, debía defender.

A mí particularmente me indignó que el ex ministro de Defensa no asumiera su falta con valentía. En lugar de ofrecer disculpas públicas por su transgresión al código de ética de la función pública el ex ministro nos confesó “un hecho de amor”. Como si el Estado Peruano se rigiera por las leyes del amor y no las de la razón, el sacrificio personal y el cumplimiento del deber. El amor no es un delito pero la frivolidad y la cursilería con las que este señor –felizmente separado de su cargo– trata las cuestiones de Estado debe llevarnos a la reflexión. No es posible que alegremente se cruce la línea entre lo público y lo privado –usando el amor, la confusión o cualquier excusa patética– como patente de corso. Al Estado se le sirve con respeto y lealtad, y quien no pueda controlar sus pasiones y arrebatos simplemente que no acepte un cargo público. El Perú se lo agradecerá de todo corazón. Suficientes vergüenzas y humillaciones hemos vivido por las fallas (y qué decir de las corruptelas) de servidores públicos ignorantes de la enorme responsabilidad que cargan sobre sus hombros.

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