Carta Academia de Historia Militar, 13.09.1999 Ernesto Videla Cifuentes
Señor
Ministro de Defensa
Don Edmundo Pérez Y.
Presente
Estimado Ministro:
Mis sinceras felicitaciones por su feliz iniciativa de formar una mesa de diálogo para buscar la forma de terminar con los problemas del pasado que aún nos siguen dividiendo. Animado sólo por el deseo de colaborar me permito transmitirle algunas reflexiones. Lo hago desde una perspectiva personal y como resultado de mis vivencias. Creo que nuestra sociedad está enfrentando un momento crucial con sentimientos entremezclados, aspiraciones e intereses tan disímiles que dificultan arribar a una solución. La dramática experiencia de lo que se ha llamado, genéricamente, violación de los derechos humanos y, particularmente, el problema de los desaparecidos, constituye el centro de nuestra preocupación. Pero, por muy sensible, doloroso y urgente que sea, no puede abordarse de manera independiente, que se baste a sí mismo. Porque es una consecuencia, la resultante de un hecho o circunstancia que lo generó. Y lo lógico es determinar la relación causa-efecto. La discusión ha quedado centrada en su propio mérito porque se sostiene que abordar las causas es pretender justificar lo que no tiene justificación. Eso es como negar que en cualquier falta o delito hay agravantes y atenuantes. Me temo que por ese camino se podría, eventualmente, alcanzar una solución para las situaciones resultantes del atropello de los derechos humanos, es decir, para los efectos que se produjeron con motivo de la convulsión que vivió el país, pero quedarán sin arreglo sus causas, que es lo que permitiría evitar su repetición.
El mencionado esquema ha permitido que se juzgue al Gobierno Militar por violaciones a los derechos humanos a partir de una actitud, injustificable, pero desprovista de toda circunstancia o motivación. Como si de un momento a otro las FF.AA. hubieran salido a matar y torturar a indefensos inocentes sin más armas que sus sueños. Esa es una visión utópica e irreal, y se aparta gravemente de la verdad. En Chile había una fuerza dispuesta a imponer la revolución socialista-marxista a como diera lugar, recurriendo a los métodos que fuera necesario, sin respeto a los derechos humanos, como, por lo demás, había sucedido en el resto del mundo, lo que se ratificó por las acciones terroristas que se llevaron a efecto durante todo el Gobierno Militar. Aunque no se puede justificar un mal con otro mal, conviene tener presente que no es lo mismo la reacción que se tiene frente a una agresión de palabra que ante una armada. Asumamos lealmente que se cometieron atrocidades por ambos bandos. Pero si se quiere un juicio equilibrado sobre lo sucedido en nuestro país, hay que medir la reacción militar en relación con las dimensiones y alcances que tenía el proyecto que tuvieron que sofocar y en el ambiente que se vivía. La crisis del 1973 se produjo porque se quebró la convivencia democrática. No fuimos capaces de solucionar políticamente nuestras diferencias. El mundo había enloquecido y el odio dividía países y familias. Fue la epidemia que infectó nuestra sociedad y nos llevó a un estado de paroxismo ideológico. Analizar los hechos desprovistos de esa realidad sólo nos mantendrá divididos.
Es cierto que el país venía experimentando proyectos absolutos, verdades incuestionables y recetas únicas. ¿Pero por qué el último condujo a la ruptura institucional? La respuesta es tan simple como clara: porque su instauración involucraba el empleo de la vía armada, inviable en un estado democrático. Esa es la razón porque la crisis tuvo una solución militar y no política. Se trataba de un proyecto cosmovisional del hombre y de la sociedad; de la creación de un hombre nuevo, que tenía que abolir lo existente porque correspondía a una sociedad burguesa, lo cual incluía la destrucción de las FF.AA. El proyecto se declaraba dogmáticamente inevitable e irreversible, por tanto, tarde o temprano todos serían sometidos. Llegó tan lejos su aspiración de imponerse en el mundo que la ex URSS estuvo dispuesta a emplear las armas nucleares para someter a los que se oponían. En Chile, aunque moleste recordarlo, los socialistas en su Congreso Nacional en Chillán en 1967 decían: “La violencia revolucionaria es inevitable y legítima, resultante necesaria del carácter represivo y armado del estado de clases. Constituye la única vía que conduce a la toma definitiva del poder político y económico y su ulterior defensa y fortalecimiento. Sólo destruyendo el aparato burocrático y militar del estado burgués, podrá consolidarse la revolución socialista. Las formas pacíficas o legales de lucha, reivindicativas, ideológicas, electorales, etc., no conducen por sí solas al poder, sino que son instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que lleva a la lucha armada, y no hay posibilidad de transformación social total del sistema actual, sin salto cualitativo, sin destrucción de la actual constitucionalidad y la construcción de una nueva bajo el imperio de la lucha armada”. La tesis socialista formó parte de la realidad desde 1967 y tuvo un efecto profundo en nuestra sociedad porque anunció la llegada de la confrontación armada y la lucha fratricida.
El tiempo atenta contra la historia porque es imposible que se conserve la atmósfera en que se desarrollan los acontecimientos. Hoy hablar de la Guerra Fría es casi anecdótico, pero tuvo repercusiones en todo orden en el mundo y, por cierto en nuestro país. Por años estuvimos sometidos al riesgo del holocausto nuclear. En nuestro continente, para hacer frente al peligro comunista, se creó la Organización de Estados Americanos y luego se firmó el Tratado de Asistencia Recíproca, con lo que se dio forma a una doctrina regional de defensa contra el comunismo. Mientras la expansión soviética se desarrolló fuera de la zona americana, nuestro proceso político, pese a ser confrontacional, pudo desenvolverse dentro de los cánones de la democracia. Con la llegada de la revolución al continente americano las cosas cambiaron. Cuba despertó la preocupación de los gobernantes y, por cierto, de las FF.AA. La crisis de los misiles demostró que para imponer sus propósitos la ex URSS estaba dispuesta a recurrir al empleo de armas atómicas. La creación de las OLAS, los desplazamientos del Che Guevara y la evidencia de que había llegado la hora de la revoluciónmarxista al continente americano, hizo que el gobierno chileno tomara providencias. Fue así como durante la administración de don Eduardo Frei Montalva, el Ejército recibió la orden de prepararse para enfrentar un movimiento revolucionario. Esto significó un serio impacto en su formación profesional. De las formas de lucha antimotines, que fue lo primero que hubo que hacer, se pasó a la preparación para enfrentar la guerra irregular, la guerrilla, el sabotaje, etc. Si la Guerra de Corea había mostrado signos de brutalidad más avanzados que los conocidos en la II Guerra Mundial, la Guerra de Vietnam mostraba facetas espeluznantes por los métodos sanguinarios que se empleaban. Lo mismo sucedía con los procedimientos empleados por el KGB y la CIA. En nuestro país, donde también se materializaba el bipolarismo mundial, se venía creando una situación confrontacional que hacía el ambiente irrespirable, lleno de temor y angustia para unos y de esperanza para otros, que veían cómo se extendía la revolución. Para las fuerzas que más tarde se enfrentarían por medio de las armas, la Guerra de Vietnam fue el modelo del momento ya que se transformó en un campo experimental de una confrontación entre fuerzas militares regulares e irregulares.
Cuando el proyecto socialista-marxista se quiso instaurar en Chile eran muchas las naciones casi –medio mundo en población– que ya habían sido sometidas; millones los muertos que se habían opuesto y conocidos los brutales métodos de acción empleados para implantarlo. Es imposible dejar de citar la influencia que tuvo la campaña presidencial del 1970 en las FF.AA. Los militares escucharon y observaron inquietos cómo se deterioraba la convivencia nacional. El asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, General Rene Schneider, demostró cuán lejos podrían llegar las cosas. Más inquietante y doloroso fue cuando se supo la participación de camaradas en los delictuosos hechos. Por otra parte, la suscripción de Garantías Constitucionales que la DC obligó a firmar a Allende para respaldar su elección, reflejó la trascendencia de lo que venía. Aquella fue una decisión política. Reveladora de los riesgos que se avecinaban para el país y sus FF.AA. Quedó en evidencia que lo que sucediera en Chile no podría ser indiferente para los militares. Tarde o temprano se verían envueltos en la disputa política.
Cuando asumió el gobierno el ex Presidente Salvador Allende, el país transitó por los raptos de personas; el secuestro de un avión LAN cuyos captores pedían ser llevados a Cuba; entrenamientos guerrilleros que se efectuaban en ese país y en el extranjero; la exportación de la revolución cubana; las bombas Molotov; los asaltos a bancos, empresas, supermercados; las tomas ilegales; los desacatos a la justicia; los desafíos a la autoridad pública; las acciones clandestinas, las escuelas de guerrilla, etc.
Las FF.AA. se mantuvieron leales al mandato constitucional. En una demostración de la incapacidad democrática que existía en el país, el Presidente las llamó a asumir las responsabilidades que correspondían a los políticos, y así ocuparon cargos ministeriales. Como sea, por diferentes razones, todos los sectores impulsaron el quiebre constitucional. Con la internación fraudulenta del armamento hecha por el propio Presidente quedó en claro que el desarrollo armado clandestino era institucionalmente amparado y realizado por una máxima autoridad de la nación. Esas armas estaban destinadas a ser empleadas contra las FF.AA. El desarrollo del poder armado popular fue alarmante y decisivo para que las FF.AA. intervinieran. Lo denunciaron los partidos opositores, mientras que los que formaban la UP lo destacaron como arma intimidatoria. Al final no había salida política. Así lo afirmaron las principales autoridades. Se llegó al convencimiento de que no quedaba más que la salida militar pese a que se sabía que sería dolorosa. Tanto que el propio Allende hablaba de 150.000 muertos. Lo mismo sostenía el General Carlos Prats. Se decía que si ganaba la revolución faltarían faroles para colgar a los Oficiales. Todos reconocían que se estaba en medio de un ambiente de odio destructivo que llegaba a fraccionar a las mismas familias. La civilidad se organizaba para protegerse de la avalancha de pobladores que usurparían sus propiedades y bienes. Discursos encendidos machacaban en uno u otro sentido sus ataques. En la medida que corría el tiempo ese odio también invadió los cuarteles e incluso a sus familias. El país comenzó a vivir una espiral sin retorno.
El 11 de septiembre entraron en conflicto las FF.AA. regulares, dispuestas a terminar con el experimento marxista, y las fuerzas paramilitares, desarrolladas durante la UP, a defender por la vía armada a su proyecto. En ambas imperaban los sucesos mundiales que servían de ejemplo y, por tanto, se esperaban las más brutales reacciones; el fuerte odio que se había impuesto amenazaba con delaciones, venganzas y severas represalias. Pasado el primero momento se formaron los servicios de seguridad. La lucha se fijó en dos fuerzas dispuestas recíprocamente a doblegarse, para lo cual se recurrió a los métodos más feroces. No se dieron tregua. La muerte se pagó con muerte. Los hombres sufrieron la tensión de un pasar permanentemente entre la vida o la muerte. No había términos medios: uno tenía que doblegar al otro, aunque se recurriera a los métodos más duros. La resistencia armada al Gobierno Militar se mantuvo durante todo el periodo y, por tanto, siguió la lucha. Ambos bandos no cesaron en sus respectivos propósitos y sufrieron las consecuencias. Por ambas partes hubo violaciones a los derechos humanos. Lamentablemente hubo inocentes que fueron víctimas de la tragedia sin responsabilidad alguna. Es a ellos a los que hay que pedirles perdón. Los terroristas y subversivos siguieron el camino de sus ideales, pero premunidos de las armas. Sus atentados no fueron mayores porque se les controló, pero su intención de asesinar jamás cejó. Así lo demuestran los brutales asesinatos del General Carol Urzúa; del Coronel Roger Vergara y el atentado contra el General Pinochet, donde se empleó tal cantidad de poder de fuego que lo habrían hecho desaparecer pulverizado.
Sin duda que la mayor tragedia es la de los desaparecidos. Se trata de un hecho desgarrador, tan inútil como innecesario e inmoral. En algunos casos puede haber sido producto del temor, para borrar la evidencia; en otros por el odio; la psicopatía; el fanatismo; y, en otros, sencillamente, por la torpeza infinita.
Lo que sucedió en Chile fue tremendo, pero todos sabían que lo sería porque donde se implantó la revolución socialista-marxista ocurrió lo mismo. Eduardo Frei Montalva cuando era Presidente dijo: “¡Chile no puede quedarse atrás! Si no salvamos a Chile haciendo una Revolución en Libertad, llegará una mañana que reiniciará el odio, el terror y la irracionalidad”. Eso fue lo que sucedió. Con motivo del asesinato de su Edecán Naval, el ex Presidente Allende dijo que marcaba “una etapa de crisis moral”.
Se acusa al Gobierno Militar por la violación de los derechos humanos, pero nadie recuerda que, con la ayuda del Papa, se evitó una guerra con Argentina y con ellos salvó miles de vidas de jóvenes de ambas naciones.
Los militares tienen sus propios dolores y cargan sobres sus espaldas sus grandeza y debilidades, estas últimas, las que llegaron al plano delictual, cometidas al margen del mando jerárquico. También sienten el pesar de las familias que perdieron a sus seres queridos y los sufrimientos de aquellos que fueron sus adversarios. Sienten la pérdida de su ex Comandante en Jefe General Carlos Prats y su esposa y, en fin, el de cada chileno que murió en ese trágico período. Por eso llaman a la unidad.
Los militares muertos descansan en paz. Los que fueron sus adversarios también. Pienso que muchos de éstos habrían deseado ser recordados como héroes que cayeron peleando por sus ideales y no como víctimas de una represión militar. Nadie ha pretendido recordar su historia como combatientes. Han quedado en el recuerdo como “jóvenes idealistas”. El silencio ha sido una contribución al encuentro nacional y es bueno que así sea. Todo cuando se haga por estimular la entrega de información sobre el paradero de los desaparecidos es importante y ojalá se encontraran. Todo cuanto se haga por ayudar a sus familiares, aunque jamás se reparará la pérdida de sus seres queridos, servirá para mitigar en algo su existencia. Pero de nada servirá un compromiso de que estas cosas nunca más sucederán. ¿Qué valor real tendría? Lo que tenemos que hacer es crear las condiciones para que en Chile impere un código de conducta basado en el respecto y la tolerancia, donde se dejen atrás los proyectos excluyentes y donde el poder sea siempre compartido y usado en beneficio de todos. Eso nos permitirá tener una convivencia fraterna, que en definitiva nos conducirá a contar con una democracia sólida y estable. Así evitaremos la violación de los derechos humanos que tan profundo dolor ha ocasionado a toda la sociedad chilena. Que nunca más el odio vuelva a apoderarse de nosotros. Impulsemos un Gran Acuerdo Nacional que permita cerrar la transición, porque a través de la sola acción de la justicia no es posible poner fin a un período político tan convulsionado como el que vivimos.
Señor Ministro, junto con desearle el mejor de los éxitos, le agradecería, si lo estima conveniente, transmita a los miembros de la mesa de diálogo estas reflexiones.
Afectuosamente,
Ernesto Videla Cifuentes, Brigadier General